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Jaque mate a la imparcialidad judicial

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La información de elDiario.es revela un hecho que afecta al núcleo de las garantías procesales: tres magistrados del Tribunal Supremo que juzgaban al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz —Andrés Martínez Arrieta, Antonio del Moral y Juan Ramón Berdugo— percibieron honorarios del Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid entre la conclusión del juicio y la publicación del fallo. El proceso quedó visto para sentencia el 14 de noviembre; entre el 17 y el 19 los magistrados impartieron ponencias pagadas por la acusación; y el 20 se difundió la condena, mientras el Tribunal admitía que la sentencia estaba “pendiente de redacción”. Esta secuencia no es solo anómala: compromete directamente la validez de la decisión.

La cuestión jurídica clave es si esta relación económica posterior, unida a su estricta coincidencia con el deliberar, vulnera la exigencia constitucional de imparcialidad. La doctrina sobre imparcialidad objetiva —tanto del Tribunal Constitucional como del Europeo de Derechos Humanos— exige que no existan motivos razonables para dudar de la neutralidad del juez. Cuando quien debe resolver una causa penal cobra de una de las partes, la apariencia de parcialidad supera el umbral que tolera el artículo 24 de la Constitución. Y cuando el fallo se difunde antes de que exista sentencia motivada, el indicio de prejuzgamiento se convierte en evidencia: el tribunal decidió antes de razonar.

El fallo no puede preceder a la motivación. La función jurisdiccional exige que la convicción nazca del razonamiento, no al revés. Si la sentencia está pendiente de redacción cuando se publica la decisión, el proceso deliberativo se desvincula de su fundamentación y la motivación queda expuesta a convertirse en una construcción ex post. En este contexto, la relación económica con la acusación refuerza la sospecha de que la apariencia de neutralidad se quebró en el momento más delicado del proceso. Los mencionados magistrados no deben redactar ni firmar la sentencia pendiente de redactar.

La legislación procesal es clara: según el artículo 223 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, la recusación debe plantearse tan pronto como se conozca la causa que la justifica. Y esa causa no se limita al interés directo o indirecto del artículo 219.10ª, sino que abarca cualquier circunstancia que comprometa la imparcialidad objetiva o genere duda razonable sobre la neutralidad del juzgador. Una vez fundada esa duda, separar a los magistrados es una exigencia constitucional. Pero no basta con apartarlos de la redacción: el vicio afecta a las deliberaciones que condujeron al fallo y, por tanto, a la esencia misma de la decisión. La única reparación jurídicamente eficaz es la nulidad y la celebración de un nuevo juicio ante un tribunal íntegramente distinto.

La cronología es concluyente: juicio concluso el 14, cobro de honorarios entre el 17 y el 19, fallo difundido el 20 sin sentencia. Esta concatenación objetiva compromete la imagen de independencia del Tribunal y sitúa el resultado fuera del estándar exigible. No se trata de elaborar sospechas, sino de constatar hechos cuya relevancia jurídica se impone por sí misma.

A esto se añade un elemento de innegable trascendencia política. Esta anomalía procesal —jurídicamente grave— produjo un efecto político inmediato y funcional a los intereses de la oposición de derecha y extrema derecha: la renuncia del Fiscal General del Estado. Lo logró antes de que la ciudadanía conociera siquiera los fundamentos de la condena, puesto que la sentencia no existía todavía. La operación política queda así consumada sobre la base de un fallo sin motivación y bajo el amparo de una irregularidad grave. La renuncia se obtuvo como objetivo político estratégico, sin que el ordenamiento garantizara transparencia, imparcialidad ni siquiera la existencia formal del acto que supuestamente la justificaba.

Aceptar esta situación sin activar los mecanismos legales equivaldría a admitir que el proceso penal puede convertirse en instrumento de presión extrajudicial y que los objetivos políticos pueden alcanzarse mediante decisiones judiciales sin el rigor exigible. La justicia no puede ser escenario para resultados políticos que no se logran por la vía democrática. Y menos aún cuando se logran al amparo de un fallo prematuro y bajo un indicio tan manifiesto de falta de imparcialidad.

El derecho, aplicado con rigor, no admite soluciones decorativas. Exige la recusación, impone la nulidad si el vicio se confirma y obliga a repetir el juicio ante magistrados liberados de toda sospecha. Renunciar a esa exigencia sería abandonar la defensa del proceso debido y abrir la puerta a que decisiones judiciales de alto impacto político queden envueltas en la apariencia de parcialidad. Al cruzar esa línea, lo que se erosiona no es solo la posición de un fiscal general, sino la autoridad del sistema judicial y la capacidad del Estado de derecho para resistir su instrumentalización.

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