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No “mago”, sino “poligonero”

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“No seas mago” oí que endilgaba días atrás un mozalbete mal envergado a otro que tal en un polígono de viviendas de la capital de la isla de Tenerife, para recriminarle su zafia y barriobajera forma de expresarse. Confundía nuestro remilgado zagalote al “mago” con el “poligonero”, en el sentido peyorativo de “marginal”, no en el gentilicio de “persona que vive en un polígono”, que es meramente descriptivo y que sólo metonímicamente se encuentra relacionado con el que aquí nos ocupa. Pero, aunque compartan la falta de prestigio social (determinada por la pobreza que caracteriza tanto a los unos como a los otros), magos y poligoneros son especímenes radicalmente distintos, tanto desde el punto de vista geográfico como desde el punto de vista laboral, cultural, social y hasta psicológico.

Desde el punto de vista geográfico, el hábitat natural del mago es el campo. “Persona que vive y trabaja en el campo”, dice taxativamente la Academia Canaria de la Lengua en el artículo que dedica a esta palabra (que es la que lo designa en la provincia occidental del Archipiélago, principalmente) en su Diccionario básico de canarismos. Precisamente por eso, porque se trata de hombre del campo, recibe el nombre de “campesino” en el español general y de “campurrio” (además de “maúro”) en el habla popular de Lanzarote, Fuerteventura y Gran Canaria. Persona, por tanto, arraigada profundamente en la tierra que habita y la alimenta desde tiempos inmemoriales, casi como las plantas. La tierra es quien ha moldeado al mago. De ahí procede el sabor a gofio y queso que le atribuye la coplilla popular canaria: “En la fiesta Las Mercedes / a una maga le di un beso. / Se me quedaron los labios / dando gusto a gofio y queso”.

Por el contrario, el poligonero es fauna de ciudad; más concretamente, de esas bolsas de pobreza localizadas en los suburbios de las grandes urbes modernas donde se hacina el lumpemproletariado (entre él, muchos magos que han desertado del arado y de la vaquería atraídos por los cantos de sirena de la vida urbana) que son los polígonos de viviendas. El polígono es dominio de pobres, no de ricos. Los ricos son alérgicos a los polígonos. Su hábitat natural lo constituyen las odoríferas urbanizaciones de lujo o zonas residenciales que disfrutan, lejos del olor a sudor de la pobretería. Del poligonero no se puede decir que “viva y trabaje” en el lugar que le sirve de morada, sino que “malvive” a duras penas en él. Tipo, por tanto, advenedizo y de creación reciente, sin arraigo verdadero en la tierra. Es más hombre de piche que de tierra. La tierra es para él algo anecdótico o circunstancial. Ningún papel puede reconocérsele en la formación de su personalidad y espíritu.

Desde el punto de vista laboral, el mago trabaja en el sector primario de la economía, como agricultor, pastor, ganadero o artesano. Se rompe el lomo de sol a sol, no sólo para alimentar a los suyos, sino también para abastecer de papas, naranjas, bubangos, leche y carne al urbanita, sea mediante venta directa en su propia casa, puesto de carretera o mercadillo popular de fin de semana, sea abasteciendo directamente los domicilios particulares y las tiendas, los mercados y las recovas de pueblos y ciudades. Da más de lo que recibe, aunque humoristas de tres al cuarto y paletos más o menos ilustrados paguen sus servicios con burlas de dudoso gusto y derivados despectivos como maguncio “mago redomado” y maguerío “concurrencia de magos o de gente de baja extracción social”. Por ello, no necesita nuestro hombre de eso que llaman los tiempos que corren “ayudas sociales”; si acaso, subvenciones para sus actividades, siempre al albur de los caprichos de la meteorología. El poligonero, por el contrario, trabaja, en el mejor de los casos, en el sector de los servicios, a veces en una especie de economía sumergida, escasamente productiva, aunque no diré que innecesaria, porque toda actividad humana tiene su justificación, como gorrilla de aparcamientos, pequeños cáncamos caseros, mandados del vecindario o menudeo de droga. Tan precaria son las condiciones de vida del poligonero, que a duras penas puede llegar a fin de mes con los ratiños ingresos que logra obtener de sus chapucillas y cambalaches. De ahí que dependa en buena medida de las ayudas sociales oficiales o privadas, de la no muy abundante caridad del prójimo o del ingenioso arte de birlibirloque que muchos de ellos atesoran en sus manos para poder sobrevivir.

Desde el punto de vista cultural, el mago posee unos saberes tradicionales enormemente complejos y ricos, relacionados con el medio en que se mueve y su propia actividad profesional. Conoce a la perfección de forma práctica (no de forma teórica, que es conocimiento que a él no le sirve para nada) las plantas que medran en el campo, los aperos que emplea para labrar la tierra, los arreos de las bestias que tan dócilmente le ayudan en su trabajo de cada día, las técnicas para roturar y cultivar gavias y huertas, los tipos de pastos para sus animales, el arco iris de colores que le permite distinguir entre los distintos miembros de sus rebaños de cabras, vacas, ovejas o caballos, la climatología de su entorno, las enfermedades de sus animales y los remedios para tratarlas, como demuestra de forma indiscutible el riquísimo vocabulario y la fraseología que emplea, inspirados en su mundo ancestral y en su experiencia de todos los días. Por eso ha desarrollado la voz que lo designa el sentido metonímico de ‘persona inculta pero lista’, como dice escuetamente la mencionada Academia Canaria de la Lengua en su ya citado glosario de canarismos.

Hasta tal punto llega la creencia de que el mago es un tipo listo, que no falta incluso catedrático de universidad que presuma de mago cuando quiere alardear de astucia o zorrería. “¡Sí, hombre, van a engañar al mago!”, he oído decir a más de uno aludiendo a sí mismo para dejar claro que no era de los que se chupaban el dedo. El poligonero, por el contrario, apenas tiene conocimiento de la naturaleza que lo rodea y de las profesiones que implican un mínimo de cualificación. Para él, lo mismo es una palmera que un drago; una papa autodate que una bonita; un cherne que un cantarero. Sus habilidades son más bien psicológicas. Su inteligencia no está programada para organizar y controlar el medio, sino para sobrevivir en esa selva selvaggia e aspra e forte que le ha tocado vivir y que le ha dado la espalda. Difícilmente se encontrará a alguien que presuma de “poligonero”, “cani” o “choni” entre gentes ajenas a su mundo. El mago tiene cierto prestigio entre los demás; el poligonero, no. Hasta tal punto goza de consideración el mago entre el pueblo llano, que en Tenerife las gentes acuden a las romerías ataviadas con el primoroso “traje de mago”.

Desde el punto de vista social, el mago se encuentra totalmente integrado en un sistema de relaciones de parentesco, amistad y trabajo absolutamente coherente y trabado, con sus ritos y atuendos característicos, donde se sabe qué papel corresponde a cada cual en cada momento. Para él, la familia, que se basa en un rígido principio de jerarquía, con el respeto a los mayores como fundamento, es el pilar de la existencia; lo que hace llevaderas las cuitas, desánimos y decepciones del vivir cotidiano. Por eso la cuida con tanto mimo y la mantiene unida contra viento y marea. El poligonero, por el contrario, pertenece a una red social mucho más laxa, coqueteando a veces con el desarraigo y la marginalidad, con familias no pocas veces desestructuradas. En muchos casos, se trata de un desertor del sistema educativo, que lo ha dejado abandonado a la buena de Dios. Su precaria situación económica y su escaso nivel cultural determinan tanto la poca elegancia y calidad de las prendas que viste y calza como su comportamiento poco delicado y hasta zafio en el trato social. De ahí que diga la Real Academia en su archiconocido mamotreto que el poligonero “muestra un comportamiento y un aspecto vulgar”.

Y, desde el punto de vista psicológico, por último, el mago es, por lo general, persona humilde; a veces rayana en el complejo de inferioridad. Como tiene conciencia de sus limitaciones, se siente vulnerable. De ahí sus recelos hacia los otros y que intente escurrir el bulto siempre que puede; sobre todo, cuando se trata del poder.

“-¿Vive aquí Fulanito de Tal?”, pregunta el cartero a un mago destinatario de un envío portal.

“-Pues no sé. ¿Por qué lo pregunta?”.

“-Es que tengo que entregarle un giro que traigo para él”.

“-¡Ah! Si es para eso, siga hablando, que me parece que quiero conocerlo”, terminó abriéndose nuestro receloso hombre una vez que comprobó que no se trataba de uno de esos temibles requerimientos que envía de vez en cuando el poder al sufrido ciudadano para complicarle la existencia.

Esta humildad constituye un estímulo para aprovechar cualquier ocasión que se le presente para ascender en la escala social y promocionarse. Por el contrario, el poligonero es más resuelto, echado para adelante o zafado; no tiene miedo a nada ni a nadie. Como la ignorancia es muy atrevida, cree que se las sabe todas. Esto lo convierte en un marginado crónico.

En fin, que no tenía razón el poligonero de nuestro cuento cuando motejaba de “mago” a su congénere, porque, aunque, desde el punto de vista del burgués, que, como detenta el poder, es quien se arroga el derecho de repartir títulos de calidad entre el resto de los mortales, tan poco prestigio tienen los unos como los otros, magos, campurrios o maúros, por una parte, y poligoneros, canis o chonis, por otra, son dos tipos humanos geográfica, laboral, cultural, social y psicológicamente distintos. Aquellos son un producto del mundo tradicional. Surgieron de la tierra. Estos, del mundo moderno. Han surgido de las contradicciones del capitalismo inherente a la vida urbana. Por eso son tan diferentes las semánticas denotativas y connotativas de las palabras que designan a unos y a otros: mago presenta a su referente como “persona propia del campo y, por ello, sin habilidades para desenvolverse en ambientes urbanos”; y poligonero, en el sentido que nos interesa aquí -repetimos-, como “persona surgida de esos guetos del mundo moderno que son los polígonos de viviendas y, por tanto, marginal”. El poligonero se encuentra por lo general al margen del sistema económico, social y político dominante; el mago, perfectamente integrado en él. Por eso, habría estado más en su punto el protagonista de nuestra historia si, en vez de obsequiar a su compinche con un “no seas mago”, lo hubiera obsequiado con un “no seas poligonero”.

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