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La sentencia después de la condena: el Supremo consuma un acto de fuerza política
La sentencia dictada por el Tribunal Supremo el 9 de diciembre de 2025, que condena al que hoy es ex fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, no puede leerse como una resolución judicial ordinaria. Es, más bien, la culminación de un proceso en el que la forma jurídica se ha subordinado a una decisión tomada de antemano. La secuencia cronológica lo evidencia: el tribunal anuncia el fallo, el fiscal general se ve forzado a dimitir y sólo después se procede a la redacción de la sentencia. Esta inversión del orden lógico —fallo primero, motivación después— es algo más que una anomalía formal: es la prueba visible de que la sentencia, en su concepción, no fue el resultado de la deliberación judicial, sino la justificación sobrevenida de un desenlace político decidido previamente.
El núcleo fáctico —un correo interno del 2 de febrero de 2024 y una nota institucional del 14 de marzo del mismo año— se ofrece en la sentencia como base de una imputación que no se sostiene en los hechos, sino en una formulación genérica y maleable: la información habría sido comunicada “con intervención directa, o a través de un tercero, pero con pleno conocimiento”. Esta frase, cuya amplitud es incompatible con la precisión exigible en derecho penal, permite al tribunal evitar la tarea esencial: identificar qué revelación concreta realizó el acusado, a quién, cuándo y con qué acto material. No se trata de un descuido, sino del mecanismo que hace posible encajar una condena sin prueba directa. Cuando la autoría se deduce por presunción y el dolo por intuición, no estamos en el terreno del derecho penal del hecho, sino en una lógica de imputación por posición institucional.
El objeto procesal, además, se transforma en el propio movimiento del procedimiento. El auto de admisión ya advertía que la nota del 14 de marzo planteaba dudas de tipicidad, pues reproducía información previamente divulgada. Sin embargo, esa misma nota, inicialmente considerada dudosa para la incriminación penal, se convierte en el eje de la condena. El acusado inició el proceso enfrentándose a unos hechos, se defendió de otros distintos y terminó siendo condenado por un tercer relato híbrido, elaborado retrospectivamente por la Sala. Esta mutación no es un simple error: constituye una vulneración del principio de contradicción y del derecho a conocer desde el inicio los hechos esenciales. Cuando el tribunal modifica el objeto del proceso para adaptarlo a la conclusión que desea alcanzar, la garantía procesal deja de existir. El principio acusatorio y el derecho de defensa quedan derogados
La prueba de descargo evidencia con particular nitidez la orientación del tribunal hacia una condena predeterminada. Varios periodistas declararon que habían obtenido el correo por fuentes ajenas al fiscal general y en fecha anterior a la recepción formal del mismo por la Fiscalía. Su testimonio era claro, coherente y cronológico. La sentencia, sin embargo, aplica un razonamiento que destruye el sentido constitucional del secreto profesional: reconoce el derecho del periodista a no revelar su fuente, pero sostiene que, por no hacerlo, su testimonio carece de valor. El derecho constitucional se transforma en su contrario. La protección de las fuentes, diseñada para asegurar la libertad de información, se convierte en una trampa que invalida la prueba exculpatoria. No es un razonamiento jurídico; es un artificio para impedir que la prueba inocente produzca efecto.
En el centro de todo este edificio se encuentra el artículo 417.1 del Código Penal, cuya literalidad es deliberadamente ignorada en el debate público. El tipo no castiga la divulgación de “datos reservados”. Castiga a la autoridad o funcionario que “revele secretos o informaciones de las que tenga conocimiento por razón de su cargo y que no deban ser divulgadas”. El verbo “revelar” exige que el dato sea desconocido para el público; el requisito “que no deban ser divulgadas” exige una prohibición concreta, material y vigente. Si el contenido del correo ya había sido difundido por terceros; si circulaba entre periodistas y responsables políticos; si estaba presente en los medios con anterioridad a la nota institucional, no hay revelación penal. Puede discutirse la oportunidad política de una nota, su estilo o su suficiencia. Lo que no puede hacerse —sin vulnerar el principio de mínima intervención— es convertir una cuestión disciplinaria o comunicativa en un delito. El Supremo, sin embargo, concluye que el deber de reserva opera incluso cuando la información ya es pública, desfigurando el núcleo conceptual del tipo penal hasta el punto de hacerlo irreconocible.
A esta deformación dogmática se suma un elemento cuya gravedad institucional excede el caso concreto: la falta de apariencia objetiva de imparcialidad. El manifiesto leído el 6 de diciembre en la Ciudad de la Justicia de Las Palmas denunció tres hechos incompatibles con el estándar europeo de independencia judicial: Primero, la relación remunerativa de tres magistrados que condenaron con una de las acusaciones populares, el Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid, vigente en fechas coincidentes con la deliberación; segundo, la existencia de vínculos formativos y de mentoría jurídica de un magistrado de la mayoría condenatoria de la Sala y dos de los abogados que actuaron en la causa; y tercero, el hecho de que la sentencia se dictara sin esperar la resolución de la querella presentada por Jaume Asens contra el ponente —y posteriormente ampliada al magistrado Berdugo— por presunta revelación de secretos sobre el sentido del fallo en un curso organizado por ese mismo colegio profesional. Parece ello un acto de prepotencia.
Nada de esto constituye un ataque ad hominem. Es la constatación de que la justicia no sólo debe ser imparcial, sino parecerlo. Cuando quienes juzgan reciben remuneración de quien acusa, cuando mantienen vínculos formativos estrechos con abogados que intervienen en la causa, o cuando uno de ellos está querellado por revelar el sentido de la deliberación antes de dictar sentencia, la apariencia de imparcialidad queda destruida. Y sin esa apariencia, la legitimidad de la resolución se evapora. No basta con invocar formalmente la integridad: la justicia debe exhibirla.
La conjunción de todos estos factores —deformación del objeto procesal, ausencia de prueba directa, utilización del secreto profesional como excusa para ignorar la evidencia, desnaturalización del tipo penal, vínculos remunerados entre magistrados y acusadores, mentoría jurídica con letrados que intervienen y una querella pendiente por revelación de deliberaciones— dibuja un escenario que ningún analista serio puede reducir a polémica mediática. Es la radiografía de un proceso en el que la jurisdicción penal ha sido instrumentalizada para disciplinar a una institución autónoma del Estado. No estamos ante un simple exceso; estamos ante una manifestación de poder que recuerda —en estructura, en finalidad y en método— al despliegue de la justicia como aparato de hegemonía política.
Por ello, no corresponde tratar esta sentencia como una discrepancia doctrinal más. Su contenido, su gestación y sus efectos representan una fractura en el Estado social y democrático de Derecho. Cuando un tribunal condena antes de motivar; cuando estira un tipo penal más allá de lo que permite su literalidad; cuando neutraliza la única prueba exculpatoria de forma artificiosa; cuando ignora la apariencia de imparcialidad; cuando desoye la existencia de una querella que afecta al propio ponente; cuando confunde el derecho con la conveniencia política, no está administrando justicia: está ejerciendo poder.
Y ante un ejercicio así, la respuesta no puede ser tibia. No basta con lamentarse ni con confiar en que instancias superiores rectifiquen. Hay que afirmar con claridad que esta sentencia constituye un acto de fuerza judicial, un golpe a la autonomía institucional, un precedente dañino que amenaza con convertir el Derecho penal en herramienta de disciplinamiento político. La democracia no se sostiene con silencios. Se sostiene con vigilancia, con crítica civil, con defensa activa del equilibrio institucional y, sobre todo, con la determinación de impedir que la toga sea utilizada como máscara de intereses extraños al derecho.
Por eso, hoy más que nunca, corresponde decirlo sin rodeos: esta sentencia no es justicia. Es poder. Y frente al poder disfrazado de justicia, el deber democrático es resistir, denunciar y exigir restitución plena del Estado de Derecho. Porque cuando el poder judicial abdica de su neutralidad, lo que se tambalea no es una institución: es la democracia misma.
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