Un arqueólogo descubre una atalaya aborigen fortificada en el norte de Gran Canaria

Ayraga a vista de dron, con dos estructuras circulares en las que se han encontrado focos de combustión. A la derecha se aprecia una parte de la muralla de 32 metros de longitud.

Luis Socorro

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El enclave es singular. En la cima de un promontorio protegido por dos abruptos barrancos se encuentra Ayraga, un yacimiento prehispánico muy curioso porque no guarda parecido con ningún conjunto arqueológico indígena de Gran Canaria. Son dos estructuras circulares rodeadas por una muralla de 32 metros de longitud, justo en la parte superior de una necrópolis con una treintena de cuevas funerarias en una escarpada ladera de difícil acceso. Por primera vez, se está excavando gracias a la financiación exclusiva del Ayuntamiento de Santa María de Guía que ha creído en el Proyecto Ayraga, una iniciativa dirigida por Pedro Sosa Alonso, el arqueólogo que ha descubierto el carácter fortificado del asentamiento. Canarias Ahora ha visitado la excavación el día que el alcalde de la antaño Aguía en época preeuropea conoció los trabajos arqueológicos.

Llegar al yacimiento no es fácil porque no está de paso. Hay que ascender varios cientos de metros hasta la cresta de un lomo y desde allí avanzar por un sendero que no existe, salpicado de bloques de basalto. Hay que llegar al final del camino imaginario para ver las estructuras ubicadas en un espacio privilegiado. Es una atalaya perfecta, con un campo de visión considerable del norte de la Isla. Ayraga está catalogado en la carta arqueológica insular pero jamás ha sido excavado. Hasta ahora. La primera referencia histórica es de Sebastián Jiménez Sánchez, primer delegado en Las Palmas del Servicio Nacional de Excavaciones Arqueológicas, organismo creado en 1940. Este profesor de Magisterio y arqueólogo consideró que se trataba de un tagoror (ta-gurur-t) –palabra rescatada del léxico aborigen para definir un lugar de reunión de los líderes de un cantón o de un poblado, que podría tener también un uso ceremonial-, pero jamás se documentó la existencia de la muralla que protege las estructuras. 

Las primeras conclusiones de los arqueólogos no confirman que se trate de un tagoror, pero no se descarta. De lo que no hay duda es que estamos en un lugar especial, protegido por una muralla de piedras de la que se conservan dos tramos; el mayor tiene una longitud de 32 metros y uno de ancho, mientras que el tramo más pequeño tiene unos diez metros de largo. El resto del perímetro está fortificado por los acantilados que circundan esta atalaya natural. Maite Velázquez Guerrero, especialista en arqueología de la arquitectura, calcula que la pared tuvo una altura de tres metros.

Restos de la muralla que protegía el lugar. Esta parte tiene 32 metros de longitud.

En el interior del recinto fortificado hay dos estructuras bien definidas, son circulares y están separadas por un muro central que comparten. La finalidad de las mismas no está determinada aún, aunque hay pistas que contaremos más adelante. Lo que sí tiene claro Pedro Sosa es que “hay dos fases de ocupación claras”. En la primigenia “se construyen las dos estructuras circulares”, además, “de forma simultánea porque se utiliza un muro para apoyar la construcción de la otra. Luego hay una segunda fase de desmantelamiento en la que fueron destruidas; estamos averiguando si por causas de un fenómeno natural o una acción antrópica, debido a un enfrentamiento entre grupos”. El director del Proyecto Ayraga está convencido de que “hubo una segunda reocupación”; lo observa en el “recrecimiento de parte de una de las estructuras circulares”. Cuando la excavación esté concluida y examinados en el laboratorio los materiales y sedimentos, “tendremos más información”.

Aún no hay dataciones del material arqueológico encontrado porque eso será en una fase posterior, aunque hay indicios. Lo que sí tiene más afinado el arqueólogo es el tiempo de pervivencia de las dos fases de ocupación del lugar.  Sosa estima en un siglo, tal vez un poco más, el periodo de presencia indígena. “La estratigrafía es pequeña, de unos treinta centímetros”; por eso calcula en unos cien años la presencia humana. ¿Pero cuándo fue? La respuesta a este interrogante debe esperar al resultado de las dataciones por radiocarbono, pero la mayoría de los restos de cerámica carecen de pintura, una pista que podría indicar que el asentamiento no es coetáneo a la época de contacto con los europeos. Pero hay que esperar al carbono 14 (ver El arte rupestre en Gran Canaria dibuja cuatro horizontes temporales durante los más de mil años de la cultura indígena, reportaje publicado el pasado 10 de mayo).

El muro de la derecha separa las dos estructuras circulares.

Lo que sí está demostrando la excavación es la presencia de varios focos de combustión y restos de fauna –cabra y cochino- y algo de malacofauna-. Este material arqueológico apunta a la utilidad de las estructuras. Aunque están en un lugar inapropiado para establecer un poblado, sus moradores “hacían de comer, como demuestran los restos óseos termoalterados, mientras que los fragmentos de cerámica dan la impresión de que fueron tinajas grandes”. Por los restos de oxidania y de otros minerales, “pensamos que aquí se tallaron instrumentos líticos”.

Recinto funerario

La experta en arqueología de la arquitectura Maite Velázquez considera que el conjunto “es como una pequeña acrópolis al estar en un lugar alto, que pudo tener un carácter defensivo”, pero también, añade el director de la excavación, “como lugar de culto y hábitat de los guardianes de la necrópolis”, porque el yacimiento contempla una zona funeraria de cierto tamaño.

Maite Velázquez es la especialista en arqueología de la arquitectura del Proyecto Ayraga.

El recinto funerario no se ha excavado, pero la prospección realizada antes del inicio de la excavación ha permitido contabilizar 31 tumbas, localizadas en una de las laderas que descienden hacia uno de los dos barrancos que aíslan el enclave; hasta ahora, once sepulcros han sido documentados. Esta tarea ha sido realizada por la arqueóloga Agnès Louart. Los enterramientos están en pequeñas cuevas protegidas en algunos casos por muros de piedra. Las tumbas han sido expoliadas: “Se nota por la disposición de los huesos y por la ausencia de cráneos”. Del estudio osteoarqueológico se encargará Jared Carballo Pérez, especialista en arqueología forense. Fernando Lorenzo Artiles es otro de los miembros del equipo, responsable de los sistemas de información geográfica.

No es habitual, más bien una excepción, que un municipio financie en exclusiva una intervención arqueológica, y mucho menos cuando la población ni siquiera llega a los 15.000 habitantes. Pero el alcalde de Santa María de Guía y su equipo lo tuvieron claro cuando Pedro Sosa les presentó el Proyecto Ayraga. “La defensa de lo nuestro”, explica a este periódico el alcalde Alfredo Gonçálves, “y la ilusión que nos transmitió Pedro nos llevó a apoyar la excavación. Estamos muy contentos con los primeros resultados y estamos convencidos de que este lugar nos va a dar muchas sorpresas”.

El arqueólogo Pedro Sosa, en el centro, explica al alcalde de Guía, Alfredo Gonçálves, en primer plano, aspectos del yacimiento.

El alcalde ya piensa en una segunda intervención. “Una vez tengamos el informe arqueológico de la excavación, armaremos una segunda fase del proyecto y pediremos ayuda al Cabildo y al Gobierno de Canarias; estoy convencido de que se van a volcar”. El próximo año, continúa Alfredo Gonçálves, “se cumple el 500 aniversario de nuestro municipio y estas investigaciones arrojaron luz sobre cómo era antes de la fundación de la ciudad de Guía”.

El municipio de Santa María de Guía cuenta con el yacimiento arqueológico más fotogénico de Canarias, el Cenobio de Valerón, un impresionante granero artificial labrado por los antiguos canarios en una gran cavidad volcánica. También atesora un sobresaliente patrimonio histórico de arte sacro -las pinturas y esculturas del gran Luján Pérez (Guía, 1756-1815)- y una joya gastronómica: el Queso de Flor, el único cremoso del Archipiélago.

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