ANÁLISIS SOBRE EL 18M
Notas provisionales sobre la fase movimientista canaria (II/III)

Javier Ojeda Rodríguez

16 de mayo de 2025 12:05 h

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Revista Sansofé. Publicado un sábado 16 de mayo de 1970. La historia, a veces, rima

De la primavera canaria… al otoño caliente. Esa pareció ser la parábola que describió el resurgir de la protesta social en 2024: la apertura de un nuevo ciclo de movilizaciones. Sin embargo, con el paso del tiempo, cada vez se torna más evidente que los ánimos que se concitaron a raíz de aquel 20 de abril se encuentran en severo repliegue. En este artículo propongo un balance del estado actual de la contienda, en continuidad con otro texto anterior (La turismofobia, la turismofilia y los límites de lo político) y como intermedio de una tercera entrega que, por razones de contención editorial, he preferido reservar para más adelante.

Llevo un año madurando una serie de reflexiones que, en ocasiones, he compartido en público; otras, en privado; y muchas otras han quedado anotadas en la soledad de un cuaderno, como parte de un proceso de discusión y contraste de análisis sobre las posibilidades de tracción del periodo posterior al 20-A y sobre el devenir de lo que ya se identifica a sí mismo como el movimiento Canarias tiene un límite. Así, las ideas que aquí expongo no son solo mías —o sí, pero lo son después de haber sido decantadas tras múltiples discusiones—, sino también de muchas otras personas con las que he tenido el privilegio de intercambiar diagnósticos, propuestas y preocupaciones. He dudado si publicar esto era buena idea—quizá me arrepienta a posteriori, quién sabe—, pero la convocatoria de movilizaciones para el próximo 18 de mayo me ha empujado a ordenar mis notas y poner por escrito algo que, como he podido constatar en un año, no es una impresión solitaria, sino un diagnóstico cada vez más compartido entre quienes observan con genuina preocupación el curso de los acontecimientos.

Como el propósito de este texto es ofrecer un balance ponderado —es decir, preguntarnos de dónde venimos y hacia dónde vamos—, quiero partir desde el principio de honestidad: también someteré a examen mis propias tesis. Sin ánimo de resultar hagiográfico y procurando ser lo más conciso posible, me remitiré en algunos momentos al artículo que antecede a este (La turismofobia, la turismofilia y los límites de lo político) cuando sea necesario matizar, enmendar o reforzar lo dicho en el pasado.

Para no perderme yo, y para no fatigar a quienes me lean, dispongo brevemente la estructura de este largo —disculpas anticipadas— artículo. En primer lugar, propongo una lectura sobre qué significó el 20-A y qué derivas ha tenido desde entonces. A continuación, me detengo en las limitaciones que ha enfrentado el movimiento para sortear los obstáculos que enfrenta. Luego, examino, en clave prospectiva, los posibles escenarios de contienda política que podrían abrirse tras el 18-M. Finalmente, esbozo una serie de consideraciones de cierre y apunto algunas ideas para un eventual encauzamiento. Pido, en definitiva, algo de paciencia: me detendré a fondo en 2024 antes de aterrizar en 2025.

1.La posibilidad de un pueblo en formación

¿Qué fue el 20-A? Es una tarea compleja, y no exenta de cierta vanidad, el pretender definir un acontecimiento histórico a tan solo un año de distancia. Creo que el 20-A fue muchas cosas a la vez. Aquí existe el riesgo de observar el fenómeno según la lente —y los intereses— desde la que se lo analice: en muchos casos, la interpretación podría ser nada más que un ejercicio de adaptación torticero, una forma de someter el acontecimiento a la potencia o utilidad política más conveniente para cada actor (en este caso, para quien les escribe). Asumiré el riesgo con la mayor honestidad de la que soy capaz, a partir de esta advertencia: en estas líneas intento explorar, pretendiendo ser lo más riguroso y justo posible, las mayores potencialidades que le veo al 20-A como acontecimiento histórico.

Como decía, fue muchas cosas a la vez. Pero si algo puede afirmarse sin demasiado riesgo, es que fue una grata sorpresa que tomó desprevenida a casi toda la sociedad. Para amplios sectores de la ciudadanía, significó un soplo de aire fresco: una oportunidad de nombrar y dotar de sentido a un malestar difuso. Para el adversario —muy especialmente la patronal hotelera—, supuso una afrenta intolerable.

Mucho se ha dicho sobre que el 20-A inauguró un ciclo de protestas que habría prendido en otros puntos de España: Málaga, Valencia, Barcelona. Aunque la conexión existe, al menos como caja de resonancia: múltiples territorios atraviesan malestares similares—gentrificación, alquileres imposibles, turistificación—, la cuestión canaria no puede comprenderse adecuadamente si se la desdibuja bajo una homogeneización de dichas luchas. No porque sea más legítimo ni más auténtico, sino porque se inscribe en un estadio distinto del conflicto. 

Ya en los días previos a la manifestación comenzaron a circular diversas interpretaciones sobre dónde debía rastrearse la naturaleza de estas movilizaciones. Destacaría, entre ellas, el artículo de J. M. Brito, que formuló una tesis —creo que compartida por buena parte de las asociaciones convocantes— según la cual Canarias tiene un límite podía entenderse como una expresión renovada del movimiento ecologista canario (MEC), cuya presencia ha sido estructural en las dinámicas de contienda sociopolítica del archipiélago durante las últimas décadas. No le faltaba razón. Pero había algo más.

I. La primavera de la impugnación

En las semanas previas al 20-A, cuando comenzaban a calentarse los motores y las asociaciones convocantes —junto a múltiples individualidades— desplegaban su mensaje, emergía con nitidez un rasgo hasta entonces poco cristalizado con tal intensidad en la sociedad canaria: el alcance de la impugnación contenida en el gesto político (que evoca el mejor lema que ha parido nuestra tierra: ¡que cojan ellos la maleta!). La convocatoria era nítida en ese sentido: no se trataba de una protesta sectorial como muchas otras anteriores (Salvar Veneguera, Salvar la Tejita, Salvar Tindaya, Salvar el Puerto de Granadilla y un largo etcétera), sino de una deslegitimación frontal del modelo. El binomio turismo-desarrollo quedaba estructuralmente impugnado.

En ese sentido, convivían dos almas en el 20-A: lo viejo y lo nuevo. Es cierto que no se puede comprender aquel acontecimiento sin reconocer su inscripción en una genealogía larga del ecologismo canario. Su antecedente inmediato —el Salvar Tenerife de 2022— fue, sin duda, su condición de posibilidad a escala archipielágica. Como suele suceder en los procesos históricos, lo nuevo no irrumpe de forma pura y espontánea, sino que se forja dentro de su propia tradición. Pero, durante unas semanas hasta su eclosión en el 20-A, estoy convencido de que ese nuevo cuerpo social tomó forma y se emancipó de su pasado. Y al hacerlo, devino algo más: un sujeto de carácter destituyente, portado por un cuerpo social recién articulado. ¿Cómo era aquello de que el pueblo siempre vuelve, pero con distinto nombre? El movimiento interpelaba al sujeto canario, sí, pero bajo una nueva premisa: la de haber alcanzado su propio límite. Germinaban, así, las condiciones para todo un pleito nacional-popular.

Recuerdo que, un mes después, en una conversación en la que lamentábamos la falta de tracción del movimiento, un compañero me dijo: “yo creo que en la noche del 20-A les metimos un miedo a algunos que no pudieron ni dormir esa noche”

El proceso, como era de esperar, no fue monolítico. Lo nuevo pujaba con fuerza, pero incluso antes del 20-A ya se dejaban entrever dinámicas, discursos y una simbología que remitían al repertorio clásico de lo viejo. Estos tics se materializaron, sobre todo, en la insistencia por establecer canales de interlocución con el Gobierno de Canarias —una cuestión que abordaré más adelante—, y en cierta ingenuidad estratégica: la de pensar que, ante un contexto alcista de politización —eso que historiadores y politólogos denominan los “momentos calientes”— lo acertado era moderar el discurso, rebajar el tono, enfriar los ánimos, en lugar de martillear sin tesón sobre los materiales ideológicos que permitieron poner en cuestión durante las semanas previas un régimen de verdad profundamente arraigado: aquel que sostenía que el modelo productivo no podía ser cuestionado. A pesar de todo, el contagio generalizado por la mezcla de ilusión y hastío tomó su propia inercia endiablada, y así es como el 20-A fue, sin ápice de duda, un éxito rotundo. Pero la ventana de oportunidad se cerró con la misma rapidez con la que se abrió.

Tras haber forzado a la patronal hotelera a mirarse en el espejo, y después de haber obligado al sistema de partidos canario a posicionarse —y a retratar su infinita hipocresía—, Canarias tiene un límite asumió, seguramente no de forma del todo autoconsciente, que era momento de racionalizar el desborde popular de abril.

II.Un verano institucional

El diagnóstico fue cristalino: había que pasar de la protesta a la propuesta. Se recogió el órdago —¿o acaso la trampa? — que le habían tendido las instituciones canarias. La sustancia de esta orientación se encuentra disociada de las formas variadas que adoptó, puesto que hubo una variedad de actores y colectivos del 20-A que, con mayor moderación o radicalismo, optaron sin excepción por esta vía. Consecutivamente, el espacio “Canarias Palante” fue convocado como mecanismo de canalización, con la voluntad de ordenar las demandas y proyectar un-otro modelo para el archipiélago. Con ello, se trazó con nitidez el horizonte de posibilidad del movimiento: transitar desde la calle hacia la mesa. Ello suponía traducir la energía de la movilización a una lógica de negociación política con el aparato institucional. La orientación política adoptada —como el conjunto de disposiciones cognitivas, normativas y estratégicas que definen el vínculo entre actores sociales y sistema político— consistió en conferir al Gobierno de Canarias el estatus de interlocutor legítimo, desde el convencimiento de que era posible sentarlo a una mesa e incidir desde ahí en la transformación del modelo.

Sin embargo, esta decisión encerraba una premisa más profunda: que el adversario era legible, abordable y que su campo de acción no solo era reconocible, sino también el único viable. Fue ahí donde se consolidó el giro, ya contenido en lo viejo: el campo popular, en lugar de afirmarse como sujeto con capacidad instituyente (creador de instituciones propias), aceptó operar bajo el marco ontológico y procedimental del adversario. Y ahí radica el error estratégico: definir tu orientación política en función del marco de inteligibilidad del adversario, asumir su campo como único posible, en definitiva, rendirse de antemano a su invencibilidad implícita. Basta con observar cómo actúan los dirigentes de Coalición Canaria cuando integran parcialmente ciertas demandas sociales: no lo hacen por convicción, sino para sostener una hegemonía que se construye —como toda hegemonía— mediante la rearticulación de una voluntad colectiva nacional-popular. Definir tu posición en función del espacio que el otro te concede es una forma de interiorizar su supremacía. Es abdicar de la disputa por lo realmente especial del 20-A.

Tras desactivar el pulso popular en mayo, el Gobierno de Canarias no tardó en actuar. Desde entonces, los principales debates políticos se han escenificado dentro del propio Consejo de Gobierno, entre Coalición Canaria y el Partido Popular, en una operación de cierre institucional ejecutada con no poca astucia. La impugnación que brotó desde abajo —con una raíz genuinamente popular, aunque de composición social interclasista— fue desplazada hacia un terreno de disputa controlado: el de un conflicto típicamente intraburgués. Es decir, un conflicto que, en lugar de cuestionar los fundamentos del modelo, se ventilaba en el interior de las élites económicas y políticas según lógicas de capital. Es decir, desplazaron el eje del antagonismo hacia un debate interno entre fracciones del capital, entre modelos de acumulación dentro del mismo régimen. Los medios de comunicación hicieron el resto, obligando a la ciudadanía a indignarse por el trato recibido por x grupo social, y a posicionarse según la geografía ideológica de este marco tramposo. Esta reconducción tiene consecuencias de calado, porque al interiorizar el conflicto dentro de la propia burguesía, se anulaba su potencial transformador y se naturalizaba el marco desde el cual se decide qué es y qué no es negociable. 

El movimiento fue doble, y había sido ensayado ya antes del 20-A. Por un lado, se activó una ley restrictiva sobre la vivienda vacacional — un año después, todavía en fase de tramitación—, que permitió delimitar la economía política del conflicto en favor de los intereses de la patronal hotelera. Esta operación solo fue posible porque, en el momento de mayor exposición pública del malestar social, fueron precisamente los grandes grupos hoteleros quienes amortiguaron los golpes del 20-A. A ello se sumó con entusiasmo el presidente Fernando Clavijo, que se permitió incluso reprochar los bajos salarios del sector. Con el anuncio de la norma, se desplazó la culpa de la masificación turística hacia los propietarios de vivienda vacacional, presentados como los nuevos agentes de perversión del modelo, responsables de fenómenos como la gentrificación o la subida del precio de los alquileres al haber estrangulado la oferta. Pero la maniobra no tenía como propósito tanto castigar como reconducir al interior del sistema los problemas: el propio proyecto de ley habilitaba un generoso margen para inscribir las viviendas como vacacionales antes de la entrada en vigor de la norma — en 2025 hay 13.000 pisos más de los que había en 2024—, blindando así un nuevo reparto de privilegios dentro del mismo régimen.

En paralelo, la propuesta de reformar las previsiones de dotaciones a la Reserva de Inversiones de Canarias (RIC) para permitir que se puedan destinar a proyectos de alquiler social no hacía sino profundizar en la lógica capitalista de resolución del conflicto no hacía sino profundizar en la lógica capitalista de resolución del conflicto. No se trataba de romper el marco, sino de reinscribir el malestar dentro del régimen fiscal de siempre: el del REF, es decir, el mecanismo de acumulación privilegiada por el capital isleño. En palabras del economista Federico Aguilera Klink, se transformaba un problema social en una oportunidad de inversión privada especulativa, reforzando el papel del capital como agente de resolución de sus propias contradicciones. En definitiva, se consolidó una auténtica doctrina del shock made in Coalición Canaria: una estrategia de contención del malestar que no confronta la estructura, sino que la refuerza mediante la gestión diferida de sus crisis.

III.Simulacro de un otoño caliente

En ese contexto, quedaba cada vez más claro que el Gobierno no contemplaba en absoluto incorporar al sujeto popular del 20-A como parte de ningún proceso colegiado. La señal más elocuente de que el globo había quedado pinchado fue el diagnóstico —interno, desde las propias asociaciones— de que era necesario volver a generar un nuevo 20-A para reequilibrar la correlación de fuerzas. Así fue convocado el 20 de octubre. Pero en esa llamada, el movimiento admitía algo más profundo: que estaba desprovisto de iniciativa, que había perdido el control del relato, y que comparecía ante la escena política sin rumbo. El movimiento se sabía desnudo. El 20-A había quedado como un episodio desprovisto de su naturaleza fundacional de un nuevo ciclo político. Es así como comenzó la huida hacia adelante. 

Y es que como reza el viejo axioma, la historia siempre se repite dos veces, primero como tragedia y luego como farsa. Aunque resulte incómodo asumirlo, el 20-O fue una dolorosa confirmación de esa ley no escrita. Situar las convocatorias en zonas turísticas partía de un propósito táctico de noble intención —visibilizar el conflicto en el corazón del modelo—, pero su resultado fue trágico. Ni los números, ni el tono discursivo, ni el clima general de desconexión política acompañaron: lo cuantitativo y lo cualitativo fallaron. La movilización evocó, más bien, las manifestaciones clásicas del nacionalismo canario de izquierdas: nutridas por núcleos activistas, reconocibles por sus símbolos, y con escasa capacidad de interpelación masiva —tanto en la movilización propiamente dicha como por su escasa reverberación en la sociedad—. Fue una demostración de minorías.

La lógica era clara, pero profundamente errada: se creyó que las condiciones que hicieron posible el 20-A podrían replicarse mecánicamente seis meses después, como si la correlación de fuerzas permaneciera congelada a la espera de su reactivación. Pero el movimiento no había escalado su arquitectura organizativa, ni había producido una narrativa nueva capaz de volver a galvanizar el malestar. Mientras tanto, el adversario ya había intervenido con eficacia, como me referí anteriormente, para reconfigurar el terreno. Lo que ocurrió es fácil de entender: la correlación de fuerzas, que en abril podía leerse como un empate técnico entre una sociedad civil sofisticada y un bloque dominante cohesionado, se desplazó de forma sostenida hacia este último. En un reciente artículo de febrero de 2025 ya lo expresó Alfonso González Jerez —siempre despiadado— en una lacerante columna: 

Uno de los portavoces de la manifa de ayer en la capital tinerfeña ha dicho que «no ha cambiado absolutamente nada después de las grandes manifestaciones del año pasado». ¿Cómo qué no? Claro que han cambiado. Han sido ustedes 300.” 

Se puede ser muy injusto (puesto que esta vez se trataba de una concentración, no de una manifestación) y a la vez dar donde más duele.

IV.El 20-A metido bajo el invernadero

Todo esto no solo se constata en la pérdida de tracción política. También se refleja en el marco de inteligibilidad que se ha impuesto sobre lo que fue —o pudo haber sido— el 20-A. Cuando el año pasado me pronuncié sobre las supuestas demandas del 20-A, me pareció necesario advertir que hacer de ellas el eje del discurso constituía un error táctico que podía —y efectivamente lo hizo— devenir en error estratégico. Las llamo “supuestas” porque dudo que la movilización masiva del 20 de abril respondiera, en su impulso más íntimo, al deseo de ver implantada una ecotasa, una moratoria o una limitación a la compraventa de vivienda por parte de no residentes. Esos elementos no eran fines en sí mismos ni puntos que unir para establecer una hoja de ruta, sino contenedores simbólicos de un malestar más amplio. Lo que impulsó a decenas de miles de personas a salir a la calle fue la intuición de que el régimen político canario había quebrado su promesa de futuro. No porque cada quien hubiera hecho desde su casa un análisis racional del modelo económico y llegase a tal conclusión. Fue el movimiento, aunque no siempre de forma autoconsciente, el que articuló el sentido de ese agotamiento: nombró, encarnó y dramatizó la fractura entre la expectativa de vida digna y la realidad material del presente. Pues todo orden político necesita sostenerse sobre una promesa creíble de porvenir; cuando esa promesa se desvanece, se rompe el hechizo de la obediencia y es cuando pueden emerger los estallidos populares.

Pero lo que entonces era una intuición hoy se ha convertido en convicción: poner el foco en las demandas concretas introdujo una lógica de cierre. En lugar de articularse con un horizonte de transformación, fueron sublimadas en fetiches reformistas. Así, la imaginación política se redujo al perímetro de lo administrativamente viable. Y ese es el problema: no que las demandas fueran “poco ambiciosas”, sino que operaron como dispositivos de clausura. Nos dimos a nosotros mismos el límite. Lo que pudo haber sido el inicio de un proceso de máxima impugnación, se replegó sobre una hoja de ruta programática que, además, está siendo paulatinamente absorbido por el propio sistema. La imaginación política —esa capacidad de pensar lo que aún no existe— había quedado secuestrada, sellando el perímetro de su propia impotencia.

Por otro lado, la situación era, en realidad, más grave de lo que muchos alcanzamos a calibrar por aquel entonces. Apenas mes y medio después del 20-A se celebraron las elecciones europeas, y el movimiento Canarias tiene un límite se desentendió por completo de aquel acontecimiento. No porque debiera tener una traducción electoral, sino porque evidencia que desatendió la coyuntura. Sobre esto ya se apuntaron algunas consideraciones en otro artículo (Reensamblar el archipiélago eurafricano), por lo que no me detendré aquí. Lo relevante es que, en ese 9 de junio, quedó claro que la energía política acumulada en abril no había encontrado ninguna vía de incidencia, ni siquiera como presión difusa. Coalición Canaria y Nueva Canarias ya ensayaron integrar algunas de las demandas del 20-A en su discurso electoral. Pero fue un gesto más estético que real. El resultado fue elocuente: la protesta no produjo desplazamientos electorales significativos por la izquierda –cuyo batacazo fue humillante–, y la extrema derecha —diversa, fragmentada, pero eficaz— logró el mejor resultado de su historia en el archipiélago con un caudal de 123.000 de los votos contabilizados en Canarias, un 18% del total. La clave es hacerse cargo de que de abril a junio hay un mundo, dos Canarias totalmente distintas. Algo que no queremos ver.

¿Cómo interpretar esto apenas semanas después de un clamor popular que se presentó como una enmienda general al modelo? Yo mismo, como algunas personas en mi entorno, albergaba una ilusión que llegué a plasmar por escrito: que el 20-A, al menos, habría servido como dique frente a la política del resentimiento. Que este nos habría ofrecido una salida igualitarista, con vocación emancipadora, que nos inmunizaba —al menos durante un tiempo— contra el avance reaccionario. Me equivoqué por completo. El 9-J fue una bofetada de realidad: la estructura de sentimiento reaccionaria se puede colar y desbordar sin grandes gestos, sin cultura organizativa ni épicos veintes de abril. 

Desde entonces, lo que hemos presenciado es una deriva preocupante: la frustración colectiva que cristalizó en abril no ha encontrado canalización ni forma. No ha sido transformada en estructura ni en relato. Y cuando eso ocurre, cuando no se ofrece una salida organizada a un malestar expresado masivamente, este no desaparece: muta. Se vuelve parálisis organizativa, se vuelve rabia muda, o se entrega al cinismo reaccionario. Esa es la amenaza que tenemos delante. Y ese es el bloqueo que debemos nombrar.

2.Diagnóstico sobre las limitaciones

¿Qué nos está bloqueando exactamente? Este apartado no pretende ser una enumeración mecánica y fatalista de “todo lo que va mal”, ni un catálogo de errores al uso. No porque no sea necesario realizar un análisis crítico —lo es, y con urgencia— de las limitaciones que ha encontrado el 20-A para escalar su herramienta organizativa e ideológica, sino porque ese análisis debe ir más allá del inventario. Lo que aquí me propongo es detenerme en los bloqueos, desmenuzarlos y tratar de comprender su lógica interna: qué los produce, cómo se reproducen, y en qué medida son obstáculos efectivos o fantasmas que operan como si lo fueran. A veces el estancamiento no es una pared, sino un espejo: y politizar esa diferencia es, quizás, el primer gesto necesario para comenzar a superarlo.

I. La falta de espacios: el movimiento sin lugar

De todos los bloqueos que atraviesa esta fase del movimiento, el más acuciante es también el más evidente: la ausencia de una infraestructura popular donde pueda sedimentarse algún tipo de continuidad organizativa o política. Quien se movilizó el 20-A y hoy desee reencontrarse con esa experiencia o prolongarla —ya sea para debatir, organizarse o simplemente participar— no tiene en su universo mental un espacio concreto al que dirigirse. No existe, en términos generales, una “plaza política” donde volver.

Es posible que esta afirmación provoque extrañeza entre quienes forman parte de colectivos históricos o redes activas: sí, en Canarias existen —aunque en situación de reflujo— algunos pocos centros sociales, fundaciones, asambleas vecinales o colectivos ecologistas que siguen funcionando como espacios de militancia. Pero no se trata de negar su existencia, sino de reconocer sus límites: esos espacios están anclados en ciclos políticos previos, responden a configuraciones organizativas y subjetividades militantes de otro momento histórico, y no han sido capaces —ni tienen por qué serlo por sí solos— de absorber el nuevo sujeto difuso que emergió en abril de 2024.

No hablamos, por lo tanto, de reencontrarse, porque para muchas de las personas que se movilizaron en 2024, este sería su primer contacto real con un espacio político organizado. Y ahí es donde reside la potencia del 20-A: haber convocado multitudinariamente a sectores sin tradición militante, sin experiencia política estructurada, sin un pasado organizativo. Reducir su valor a la — feliz, por supuesto— reactivación de los núcleos activistas es malinterpretar por completo el alcance del fenómeno. La oportunidad no estaba en fortalecer lo ya existente, sino en abrir lo que aún no existe.

Por eso, un diagnóstico de partida es este: la falta de espacios comunes no es solo una carencia logística o táctica, sino una condición estructural del estancamiento. Mientras no seamos capaces de construir lugares donde ese nuevo sujeto pueda reconocerse, nombrarse y organizarse —no como prolongación del pasado, sino como composición inédita—, no habrá campo popular posible. Y sin campo popular, el 20-A quedará como un hito extraordinario, desde luego, pero de carácter episódico y no como momento fundacional de un tiempo nuevo.

II. El cortocircuito de lo unitario

Uno de los rasgos menos visibles —pero políticamente más corrosivos— del ciclo iniciado tras el 20-A ha sido la incapacidad de articular una cultura política unitaria que permita procesar las diferencias sin que estas se conviertan, automáticamente, en fracturas. Esta carencia de procedimientos compartidos, de códigos democráticos y de buenas prácticas no se manifiesta siempre de forma espectacular, pero actúa como un bloqueo subterráneo, constante, que dificulta toda posibilidad de consolidación organizativa en el tiempo.

El episodio más paradigmático fue, sin duda, el comunicado del Sindicato de Inquilinas de Tenerife apenas tres días antes del 20-O. En él, la organización se desmarcaba públicamente del movimiento, alegando diferencias programáticas irreconciliables con la propuesta de regulación de la residencia. Más allá de la legitimidad de su posicionamiento (es de agradecer, por lo menos, algún tipo de explicaciones al público general de lo que ocurre para variar, aunque sea como excepción) —y de que probablemente su impacto desmovilizador fue muy marginal—, el gesto tuvo algo profundamente inquietante: no por lo que decía, sino por lo que revelaba. Que una discrepancia sobre una ley que hoy carece de profundización teórica, sin elaboración de anteproyecto, sin una rigurosa exposición de motivos, algo que en términos de política europea es una quimera en el medio plazo (por mucho que Fernando Clavijo se esfuerce en demostrar lo contrario), bastara para justificar una ruptura pública sugiere que no existe una gramática común de lo colectivo, un mínimo de paciencia estratégica para sostener el conflicto interno sin hacerlo estallar.

No se trata de exigir una disciplina castrense, ni de negar que haya diferencias relevantes. Se trata de distinguir entre divergencia y descomposición. En un campo popular amplio y plural, la disidencia no debería ser una amenaza sino una condición de posibilidad. Pero cuando toda diferencia se traduce en salida, cuando el portazo se vuelve método, lo que se erosiona no es tan solo el movimiento, sino la posibilidad misma de construir hegemonía. Por eso, este no es un asunto moral (quién tuvo razón, quién fue elegante o no), sino una pregunta de fondo sobre el tipo de cultura política que puede germinar tras el 20-A. Si no se tramita el disenso como parte constitutiva de cualquier proyecto común, la repetición de este tipo de episodios es solo cuestión de tiempo. Y cada reiteración será, inevitablemente, más debilitante.

III.  Identidades para ganar 

Una de las carencias más determinantes del ciclo abierto por el 20-A ha sido la ausencia de una identidad política común, mínima pero compartida, que permita articular un “nosotros” con vocación de transformación. Sin ese “nosotros”, no hay posibilidad de construir hegemonía. Lo que se produce, en su lugar, es un reflejo defensivo, reactivo, impotente: un juego de espejos en el que el adversario define el marco y nosotros respondemos desde la caricatura.

El ejemplo más evidente de este reflejo condicionado ha sido la reacción con automatismos frente a cualquier movimiento institucional. Cuando Coalición Canaria anunció una propuesta legislativa sobre la regulación de la residencia, o cuando planteó una ecotasa insularizada, la respuesta dominante ha sido una mezcla de sarcasmo, desprecio y desdén. Como si estuviéramos demasiado curtidas como para dejarnos engañar. Esta actitud, más que una demostración de lucidez política, encierra una trampa: la del cinismo como identidad y la desconfianza como horizonte. Y ahí se produce un desplazamiento peligroso. Al no tener una hoja de ruta ideológica propia, proyectada en el tiempo, cada gesto del adversario nos coloca ante una disyuntiva inmediata: a favor o en contra. Reaccionamos como si nos defendiéramos de un intento de apropiación, sin entender que la apropiación simbólica del adversario es parte del juego hegemónico y no puede combatirse solo con sospecha.

Una crítica sin propuesta no suma, y una propuesta sin identidad no circula. Sin un núcleo identitario compartido —por modesto que sea—, las ideas se dispersan, los diagnósticos no se sedimentan, y la intervención política se convierte en una sucesión de impulsos. Deberíamos ser cautelosos ante esta cuestión. No sea que, al final, la caricaturización sistemática del adversario termine generando, por inversión, una caricatura de nosotros mismos.

IV.  Institucionalización sin instituciones

Una parte importante de los colectivos que vertebraron la protesta del 20-A entendió el acontecimiento al revés. Lo interpretaron no como una ruptura que abría un nuevo espacio-tiempo políticos, sino como una ocasión para reforzar lo que ya existía. Y en esa decisión —de naturaleza estratégica, aunque se presentara como táctica— se selló gran parte del estancamiento posterior. Lo que podía haber sido el inicio de una construcción popular abierta se transformó en un repliegue hacia el interior de las estructuras organizativas previas. Pronto, dejaríamos de hablar como pueblo y cada vez más como una pequeña parte de él.

La expresión más clara de ese error fue Canarias Palante. Nacida como intento de mantener la articulación del 20-A, construyó una estructura orientada hacia adentro: más preocupada por sostener la coordinación entre colectivos ya existentes que por mantener viva la interlocución con el nuevo sujeto popular que había irrumpido. El vínculo con “la gente” —con quienes no provenían de la militancia, con quienes salieron por primera vez a la calle— hoy no existe. Muy poca gente de la que acudirá al 18-M sabe lo que es Canarias Palante. Esto no ha ocurrido por mala voluntad, sino por una deriva que priorizó la autogestión interna por encima de la construcción de un afuera compartido. 

A esto se suma la siguiente derivada que es un proceso de institucionalización fallida. Canarias Palante no ha sido capaz ni de insertarse en el juego institucional —porque ha sido ignorado repetidamente por el Gobierno de Canarias— ni de producir instituciones propias —porque se ha limitado a reproducir la forma asociativa tradicional de los colectivos que la integran—. No hay, en rigor, una nueva institucionalidad emergente. Como mucho hay una red logística, pero que no genera ni dispositivos propios, ni subjetividades políticas renovadas.

V.  El fetiche de la tecnocracia

Junto con el fracaso de una institucionalización real —ni absorbida por el sistema ni capaz de generar dispositivos propios—, Canarias Palante se replegó sobre una apuesta tecnocrática. Como si la ausencia de tracción del post 20-A pudiera compensarse con solvencia técnica. Se convocó a la ciudadanía a reunir propuestas. Desde la organización se aduce que el Gobierno de Canarias y sus 51 propuestas (muy pobremente expuestas, por cierto) han opacado las más de 1000 de las que dispone Canarias Palante. Hoy, que sepa quien escribe estas líneas, el contenido de estas no se ha trasladado al público, luego el argumento no se acaba de entender. 

Se confundió la formulación de alternativas con la capacidad para hacerlas valer. Como si bastara —de tener realmente la capacidad de elaborar las mejores propuestas, lo que está aún por ver— con tener razón. Como si la disputa por la hegemonía fuera un ejercicio de eficiencia técnica y no de acumulación de fuerzas. Pero la palabra técnica, sin relato político que la respalde, no arrastra ni interpela. Solo se escucha a quien tiene fuerza detrás. Y quienes queremos el cambio de modelo productivo todavía no la tenemos. Esa es la trampa: querer producir programa sin un proceso que coherentemente lo acompañe. 

VI. Un movimientismo sin sujeto

Hay una imagen que resume con crudeza el estado del movimiento tras el 20-A. Tras escuchar atentamente una sucesión de propuestas en el encuentro de Canarias Palante de noviembre de 2024, un compañero me dijo algo con una sencillez devastadora: “Aquí hay un montón de gente pidiéndole a alguien que haga algo.” Esa frase no era un reproche. Era un diagnóstico político. Porque lo que ha predominado en buena parte del ciclo posterior a abril ha sido precisamente eso: una subjetividad demandista.

Como correlato de lo anterior, uno de los rasgos más desconcertantes del presente político canario es el constante espectro de una cultura movimientista sin sujeto político real que la sostenga. A primera vista, parecería que existe en el archipiélago una cierta efervescencia organizativa: plataformas que se convocan, colectivos que irrumpen –y desaparecen tan rápido como emergieron–, campañas que circulan. Sin embargo, bajo esa superficie móvil no hay un cuerpo político común, ni una estructura de mediación, ni atisbo de una dirección colectiva sólida. 

Esto no es una crítica moralista, ni una llamada a la ortodoxia organizativa. El éxito del 20-A mismo fue, organizativamente hablando, en buena medida fruto de lo que en la sección anterior llamé “lo viejo del 20-A”. El problema aparece cuando eso se toma por modelo. No abunda en Canarias, a diferencia de otros territorios peninsulares como Madrid o Barcelona, el militante autónomo negriniano —¡de Toni, no de Juan!— dotado de gran conciencia política. Y tampoco un campo que aspire a construirlo. Lo sorprendente es que, a pesar de ello, ciertas formas de intervención reproducen las exterioridades del movimientismo autónomo. 

Lo que predomina desde un tiempo a esta parte es una lógica de agregación débil: nombres que firman comunicados, colectivos que se suman a convocatorias, redes que se autodenominan “movimientos”, sin que nada de eso produzca densidad política en forma de continuidad organizativa. Hay formas externas de lo político —visibilidad, discurso, estética—, pero no hay interioridad política: el reconocimiento mutuo de estar construyendo algo en común, con dirección, con fases, con sentido. Lo que se ha generado, en muchos casos, es la ilusión de estar en movimiento. Pero moverse no es lo mismo que tener un proyecto. Una campaña no construye un sujeto. Una protesta no es un proceso. Una consigna no es una estrategia.

Esta confusión entre movilización y movimiento, entre efervescencia y proyecto, es una de las principales causas del agotamiento actual. Se nos ha enseñado a desear el acontecimiento —cada vez que el adversario movía ficha, la reacción instintiva de mucha gente era exclamar: ¡dónde están los colectivos, hay que volver a salir a las calles como el 20-A! —, pero no a escalar la herramienta. Nos hemos acostumbrado a la sensación de estar haciendo política través de gestos, declaraciones, actos, posicionamientos, sin preguntarnos si existe realmente una dirección hacia alguna parte. Y así, muchas veces, la colectividad se desplaza sin saber hacia dónde se dirige, como si el hecho de estar en marcha fuera garantía suficiente de estar construyendo algo.

No solo hacen falta energías —que también, pues las asociaciones y colectivos organizados realizan una tarea encomiable en condiciones muy precarias, y requieren de mayor masa militante para seguir con este ritmo en el tiempo— o capacidad de diagnóstico. También es necesaria una voluntad colectiva que se piense a sí misma como sujeto histórico. Una voluntad que no confunda mecánicamente la actividad con el avance, ni la visibilidad con la construcción, ni la coordinación con la articulación. Mientras esa voluntad no se constituya, lo que nos mueve no es un proyecto, sino una inercia, por muy hermosamente que esté inspirada esta. Y, en política, sin sujeto cualquier forma de ilusión puede pasar por potencia. Ahí comienza el verdadero bloqueo.

VII. Mitos construidos, bloqueos imaginados

Sobre las virtudes —y también los riesgos— de cierto adanismo político ya me referí en el anterior artículo. Ahora conviene señalar el nuevo bloqueo fruto precisamente del adanismo, más sutil pero igualmente paralizante: el de creernos nuestros propios cuentos. Nos hemos contado una historia —hemos construido toda una mitología sobre el 20-A— que en ocasiones es tan generosa que deforma en extremo la realidad. Un relato que estira tanto el mito que lo desgasta, y con ello entorpece la capacidad de diagnóstico y dificulta una gestión realista de las expectativas.

Uno de los ejemplos más claros es la narrativa sobre las cifras. Hay quien ha llegado a convencerse de que el 20-A fue la movilización más grande de la historia de Canarias. Pero eso no se sostiene ni en términos absolutos (número total de asistentes), ni relativos (proporción en relación con la población), ni tan siquiera si nos limitamos a Tenerife, epicentro del ciclo de protestas contra el modelo turístico. Además, el carácter archipielágico fue más incipiente que consolidado: en islas como La Palma o La Gomera la movilización fue modesta, casi testimonial. Por supuesto, ello no quita que tuvo el mérito de proyectarse fuera del territorio en ciudades peninsulares y europeas. En cualquier caso, el propio diseño de los manifiestos —insulares, por otro lado— ilustra mejor una coalición de una irregular heterogeneidad que una síntesis política propiamente dicha.

No se me entienda mal: me repito como un loro, pero como manifesté en el pasado, las cifras son importantes, pero no lo más relevante. Sí, los mitos y la épica son absolutamente imprescindibles. Y porque son imprescindibles, hay que hacerse cargo responsablemente de ellos. Pero los usos que se le den a estos dispositivos pueden ser fatales si son mal empleados, generando un doble efecto: por un lado, impide evaluar con precisión qué se logró el 20-A de 2024 realmente; por otro, obliga a imaginar el futuro desde una ficción del pasado. Cuando se intenta construir desde una ficción y no desde el principio de realidad, lo que se edifica no es una estrategia, sino más bien una imagen.

Aquí finaliza la lectura de los obstáculos. Tan solo por añadir una cuestión más: pudiera aducirse la idea de que el estancamiento se debe a la represión institucional o al silenciamiento mediático. Sin duda, ha habido actos de represión selectiva —basta ver cómo se ha reanudado la ejecución de macroproyectos como en La Tejita—. Pero reducir la crisis organizativa del movimiento a una operación del adversario es una forma de no interrogar sus propios límites. 

3.Lo que viene

El diagnóstico de los bloqueos conduce a constatar que, si tuviéramos que reducir todo lo anterior a la formulación más simple, es que hoy Canarias tiene un límite carece de hipótesis propia. No hay un relato que estructure las convicciones, ni una arquitectura que articule los fines, ni una dirección que proyecte el conflicto. En el mejor de los casos existe una intuición fragmentaria, sostenida por una energía social voluntariosa pero sin traducción organizativa estable ni horizonte compartido. La única orientación que podría calificarse de tentativa ha sido la lógica demandista, centrada en exigir mesas de negociación al Gobierno de Canarias. Pero sería un tanto generoso atribuir a ese impulso la condición de hipótesis política. La experiencia del último año es más que suficiente para constatar que ese camino está políticamente agotado: ni avanza posiciones ni genera acumulación de fuerzas.

En este contexto, resulta útil observar qué otras hipótesis están siendo formuladas en otros lugares y por otros actores, y qué pueden decirnos sobre el momento presente. A modo prospectivo, resulta interesante considerarlas, aunque aún no se han desplegado plenamente en el archipiélago, pero probablemente comenzarán a aparecer de forma más o menos orgánica en el corto plazo. Por un lado, está la hipótesis del poder popular y la confederación de luchas, defendida desde los Sindicatos de Inquilinas. Por otro, la hipótesis del Movimiento Socialista. Ambas, cada una a su manera, podrían convertirse en referencias emergentes en el periodo que se abre tras el 18 de mayo.

I. Dos almas

Las dos hipótesis comparten una característica infrecuente en el actual paisaje político: proponen una lectura estratégica del momento y una arquitectura organizativa pensada en términos de largo plazo. Una —la formulada desde algunos sectores del sindicalismo de vivienda como el Sindicato de Inquilinas de Madrid/Sindicat de Llogateres de Catalunya— apuesta por un poder popular territorial basado en la articulación de luchas desde abajo. La otra —defendida desde el Movimiento Socialista— plantea la necesidad de una organización militante que reconstituya la clase trabajadora como sujeto político revolucionario. Ambas parten del reconocimiento del agotamiento de una fase, y ambas formulan, aunque con gramáticas y estrategias distintas, una voluntad de recomposición.

La seriedad de estas propuestas no reside en su impacto actual, sino en que plantean preguntas que otros espacios esquivan: ¿cómo se acumula poder? ¿qué forma de organización puede sostener una estrategia transformadora? ¿desde dónde se construye el sujeto político? No improvisan consignas, no se limitan a gestionar la frustración, ni tampoco ofrecen dispositivos exclusivamente tecnocráticos. Formulan, con mayor o menor precisión, hipótesis de poder.

A pesar de esta ambición compartida, los puntos de convergencia son escasos. Coinciden en el rechazo a la espontaneidad como metodología, y en la crítica al institucionalismo como vía de transformación. Más allá de eso, se mueven en planos estratégicos distintos. El MS opera en una lógica clásica de construcción de partido con centralidad obrera y horizonte comunista. La propuesta del poder popular de los Sindicatos de Inquilinas, en cambio, no se orienta, al menos inicialmente, a la toma del poder, sino a la prefiguración de instituciones desde abajo, con un sujeto en construcción que emerge del conflicto territorializado. Lo que una estructura lo piensa como partido, la otra lo piensa en red.

Es el escenario a la vista. La hipótesis del MS, aunque incipiente, ya se ha presentado de forma preliminar sobre el escenario canario con un análisis más que sólido. La propuesta articulada desde los Sindicatos de Inquilinas, en cambio, aún no ha aterrizado de forma orgánica, aunque es probable que llegue más pronto que tarde a través de algunos sectores activistas canarios ya consolidados. En cualquier caso, el potencial de ambas hipótesis en el archipiélago está todavía por medirse.

Lo que resulta indudable es que ambas hipótesis desbordan el campo nacional-popular canario. Una lo hace frontalmente (el MS, que considera amortizado el ciclo abierto por el 20-A); la otra lo bordea (la hipótesis de la confederación de las luchas, que trabaja sobre los márgenes de ese ciclo, pero no desde dentro de sus coordenadas). En ese sentido, no prolongan la narrativa ni las formas organizativas del 20-A: las superan o las rehacen, cada una a su manera, planteando ya cómo reorganizar el tiempo que viene.

II. Diversidad de escenarios a la vista

A las puertas del 18 de mayo, el movimiento se encuentra ante un punto de inflexión. La ausencia de una hipótesis de futuro compartida y la falta de una estructura organizativa con vocación de continuidad abren la puerta a diversas derivas que, más que opciones deliberadas, se prefiguran como tendencias inerciales no formalizadas. Algunas de estas podrían desarrollarse en paralelo dándose de forma simultánea o incluso mezclarse en formas híbridas. 

La primera tendencia, y posiblemente la más probable, es la disolución progresiva del ciclo político articulado en torno a Canarias tiene un límite. En este escenario, algunos actores se incorporarían a espacios con mayor capacidad organizativa y mayor claridad estratégica. Por afinidad ideológica y por la madurez de su despliegue, generar estructuras canarias de los Sindicatos de Inquilinas aparece como una opción especialmente verosímil. Al mismo tiempo, otros sectores del movimiento podrían quedar desmovilizados o pasar a formas de acción directa sin mediación política —como prácticas de sabotaje—, desplazando la confrontación hacia el terreno de la espontaneidad dispersa.

Una segunda posibilidad, menos probable pero no descartable, es la configuración de una estructura sociopolítica con vocación institucional, bien sea en forma de partido, bien como plataforma electoral de nuevo cuño. Su referente más cercano sería la experiencia de Sí Se Puede (SSP) en sus orígenes de 2007, y su objetivo, disputar poder en los ciclos electorales venideros. El antecedente de la derrota del movimiento contra el puerto de Granadilla, y la centralidad de Tenerife como epicentro del malestar, podrían alentar este tipo de apuesta. Pero, sin una estrategia e identidad políticas diferenciadas, esta vía podría acabar replicando viejas fórmulas sin resolver las carencias de ciclos anteriores.

La tercera opción consistiría en una profundización de la dinámica espontaneísta, derivada de la frustración por el bloqueo institucional y la pérdida de tracción desde el 20-A. En este caso, la lectura dominante no sería la necesidad de reestructurar el campo político, sino de persistir en el carácter informal, antiinstitucional y reactivo del movimiento, llevándolo a formas más radicalizadas de acción directa y a un rechazo aún más marcado de toda mediación o formalización.

Cada una de estas tres derivas proyectaría, de forma implícita, una lectura distinta de la fase movimientista. La pulsión disolutiva sugiere que el ciclo se ha agotado y que su impulso debe canalizarse hacia otros marcos organizativos. La pulsión electoralista interpreta que el movimiento expresó un malestar legítimo que ahora debe traducirse en representación institucional para disputar el poder que no pudo el 20-A. Por su parte, la pulsión espontaneísta considera que el 20-A fue el comienzo de una ruptura inorgánica que debe profundizarse, intensificando su lógica antijerárquica y directa. Ninguna, sin embargo, se plantea como una reconstrucción del movimiento en sentido estricto, sino como derivaciones posteriores a su ocaso funcional.

En ese contexto, el 18 de mayo aparece como un momento de encrucijada inevitable. No porque vaya a resolver por sí solo el impasse, sino porque puede convertirse —si no hay una mutación política real— en la repetición ritualizada, una farsa del 20-A. Que el 18-M reabra el tiempo político o lo clausure simbólicamente no dependerá de las movilizaciones —alguno de sus voceros ha avisado de que el 18-M es un “ultimátum” (veremos)—, sino de si logra o no constituirse como punto de inflexión real: uno que anuncie una voluntad organizada y no solo una nueva fecha en el calendario.

4. Apuntes para salir del impasse

Si existe alguna forma de desencallar el momento político actual tras el 20-A, no pasa por ofrecer soluciones prefabricadas ni por diseñar una hoja de ruta detallada. No existe hoy en Canarias ese motor capaz de ofrecer semejante dispositivo. Lo que sí puede hacerse es formular algunas consideraciones sobre las condiciones mínimas necesarias para que cualquier iniciativa política con vocación de continuidad tenga una oportunidad real de sostenerse, acumular fuerza y proyectar dirección. Bastan tres líneas a partir de las cuales trabajar.

La primera tiene un carácter que podríamos llamar doctrinal o autoconsciente. La falta de una reflexión sistemática sobre lo que el movimiento es, sobre cuáles son sus convicciones y cómo estas se traducen en organización y acción política, ha impedido que se constituya como sujeto político propio. Lo que está ausente no es tanto la voluntad, como la capacidad de elaborar una teoría política para una praxis política, de ofrecer un dispositivo de politización que dote de orientación al vasto campo de personas que se movilizaron el 20-A pero que se encuentran huérfanas de brújula. La consecuencia directa de esta carencia es la debilidad del dispositivo ideológico: será difícil avanzar posiciones en la correlación de fuerzas si no se sofistica el repertorio de ideas que articulan el discurso, la acción y la organización. El movimiento no tiene por qué ser un espacio cerrado ni doctrinario, pero sí necesita saber desde dónde actúa, con qué fines, y con qué lenguaje.

La segunda consideración es de carácter estratégico. No existe hoy un horizonte compartido al que aspirar, ni siquiera en términos difusos. Es verdad que no debería corresponde necesariamente a un movimiento social diseñar un proyecto de país—esa tarea le competería más bien a una organización política como un partido—. Pero dado que el movimiento Canarias tiene un límite se ha arrogado desde sus inicios una forma de representación colectiva, excluyendo explícitamente a partidos y sindicatos (una exclusión que, en el caso de estos últimos, afortunadamente comienza a revertirse), es legítimo plantearle también exigencias en ese plano. En tanto que la lógica de los movimientos sociales tiende a ser discontinua y fragmentaria, si uno de ellos pretende encarnar al sujeto popular en su conjunto, entonces debe asumir cierta responsabilidad estratégica. Y en ese sentido, la ausencia de horizonte es un síntoma crítico. El 20-A enunció como consigna central el cambio de modelo productivo. Pero esa consigna, más que un proyecto, ha funcionado como una imagen deseada: parece que lo acariciamos, que lo rozamos, pero no lo hemos formulado. Qué significa eso —en qué medida implica una ruptura con el actual modelo, en qué medida descarta la posibilidad de una reforma interna— sigue siendo una tarea pendiente, eternamente postergada.

La tercera línea es de naturaleza táctica, pero no por ello menor. Idealmente, la táctica debería estar subordinada a la estrategia, aunque se descentralice en función de las particularidades de cada colectivo o territorio. Aquí lo que está en juego es la mediación política entre el sujeto organizado y lo social que le rodea: cómo contribuyen las acciones al fortalecimiento de la sociedad civil; cómo el trabajo militante permite ensanchar el campo propio y estrechar el ajeno; cómo forzar al adversario a ahogarse por sus propias contradicciones internas sin regalarle nuevas bases de legitimidad. Lo que está en juego, en última instancia, es de qué manera el qué y el cómo se hace —la táctica— permite avanzar sobre el para qué se hace —la estrategia—. Esa relación no puede ser mecánica ni espontánea. Requiere, también, pensamiento político. En ese sentido, es preocupante la no coincidencia entre el ciclo de movilización de Canarias tiene un límite y el intento de huelga del sector hostelero en la provincia occidental. Han discurrido en paralelo, pero sin llegar a entrecruzarse. Ello evidencia algo más: evidencia una renuncia —a querer construir el campo popular— y consolida una identidad —la del movimiento como actor ecologista—. Si verdaderamente se pretende disputar la construcción de un orden propio, no hay ninguna batalla relevante en la correlación de fuerzas que pueda considerarse desdeñable. Y menos aún en un contexto donde el ecologismo —pese a varias de sus gloriosas victorias— nunca logró imponer de forma duradera su hegemonía.

5.Consideraciones finales

Se ha repetido que el 20-A abrió un ciclo que inspiró protestas similares en otras ciudades de España. Pero, a mi juicio, sería una oportunidad no aprovechada el leerlo como un eslabón en una cadena de malestares equivalentes. La cuestión canaria no replica una lucha más contra los efectos colaterales del modelo: pone en cuestión el modelo mismo. No es solo que el conflicto haya madurado más; es que ha rozado la posibilidad de impugnar el régimen de acumulación que estructura todo el archipiélago. Por supuesto, todo lo anterior se constatará en la praxis y, cualesquiera que sean las derivadas futuras de la contienda en Canarias y de las tesis de cada uno, estas cuestiones se tendrán que trabajar de forma compartida y solidaria entre quienes sostuvieron, sostienen y sostendrán el conflicto social. Desde ahí el reconocimiento que ya planteé en la conclusión del anterior artículo, y que reitero.

Finalmente, hay un aspecto no puede ignorarse, pero cuya importancia es mayúscula: el movimiento Canarias tiene un límite no tiene pleno dominio sobre el tiempo político. La fase movimientista actual es, por definición, una fase: se ha desplegado en un intervalo excepcional, lejos del calendario electoral, lo que ha permitido cierta autonomía en los ritmos, los formatos y los lenguajes. Pero esa condición es, como reza el título de este artículo, provisional. Llegará el momento en que se vuelva a disputar el poder institucional en Canarias. La cuestión no es solo si el movimiento sobrevivirá a ese tránsito, sino en qué condiciones llegará: si con una arquitectura política capaz de intervenir o atrapado aún en la fase anterior. Esa tarea ya era para el día después del 20-A. Lo que ocurra en el largo plazo, para bien o para mal, se decide en los próximos meses. 

A menudo, cuando me pongo a pensar en la coyuntura, recuerdo como una catarsis algo que me dijo una compañera algunos meses después del 20-A: 

“A mí una cosa que me ha ayudado en estos dos meses, que he tenido bastante bajona y ansiedad con este tema, ha sido aceptar. Aceptar que no estábamos preparadas para un momento así, que no le quita lo bonito y las potencias que tiene, pero es una realidad y las fuerzas son las que son. Pues a prepararse.”

Notas y referencias

i. Nuez, G. (6 de mayo de 2025). Un año del 20A: Las resistencias al turismo masivo que desbordaron el mapa. El Salto Diario. https://osalto.gal/cuadernos-de-ciudad/un-ano-movilizaciones-del-20a-canariasresistencias-al-turismo-masivo-desbordaron-mapa

ii Brito. J.M. (13 de abril de 2024). Canarias tiene un límite: malestares y sentidos comunes. La Provincia. https://www.laprovincia.es/opinion/2024/04/13/canarias-limite-malestares-sentidos-comunes100997661.html

iii. En un interesante seminario organizado por el Centro de Estudios de Difusión del Atlántico que versaba sobre el 20-A y las diversas interpretaciones que se le podían dar, recuerdo una cuestión que se planteó en tono enigmático. Esta planteaba en qué medida el movimiento ecologista canario en todas sus décadas de 17 historia de lucha había conseguido más victorias o más derrotas. Esa pregunta flotó en el ambiente del seminario y despertó un murmullo incómodo entre el público. Hoy, esa pregunta sigue sin respuesta.

iv. En este sentido, me pareció de especial interés la conveniencia de que una institución como el IDRA de Barcelona pudiera germinar en Canarias. En el presente, disponemos aún de datos insuficientes sobre el mercado de la vivienda. Esta propuesta la leí en el artículo de Quilombo, quizá uno de los análisis más lúcidos y completos de los publicados a raíz del 20-A. Pueden consultarlo en: Quilombo (21 de abril de 2024). Canarias tiene un límite: radiografía y mirada al futuro. Zona de Estrategia. https://zonaestrategia.net/canarias-tiene-un-limite-radiografia-y-mirada-al-futuro/

v. Particularmente llamativo ha sido el nulo efecto político que ha tenido la intensa campaña (aunque algo tosca en su ejecución) que el PSOE ha desplegado contra Partido Popular y Coalición Canaria en relación con la renuncia del PP a votar en el Congreso de los Diputados a favor del reparto de menores no acompañados que acoge el archipiélago para derivarlos a los sistemas de acogida de otras Comunidades Autónomas. Esto revela lo cohesionado que se encuentra el bloque conservador no solo a nivel de gobierno, sino sobre todo entendido como coalición por abajo desde sus bases sociales.

vi. Ferrera, T. (3 de abril de 2025). Un año del borrador de la ley canaria de alquiler vacacional: aún sin norma, pero con 13.000 pisos turísticos más. Canarias Ahora. https://www.eldiario.es/canariasahora/sociedad/ano-borrador-ley-canaria-alquiler-vacacional-norma-13- 000-pisos-turisticos_1_12186625.html

vii. Ferrera, T. (2024). “Aunque haya especulación”: Canarias confía en la RIC para atajar la crisis de vivienda pese a los avisos del pasado. Canarias Ahora. https://www.eldiario.es/canariasahora/economia/haya-especulacion-canarias-confia-ric-atajar-crisisvivienda-pese-avisos-pasado_1_11912942.html

viii. González Jerez, A. (17 de febrero de 2025). ¿Qué paraíso? El Día. https://www.laprovincia.es/opinion/2025/02/17/paraiso-114373087.html

ix. Labajos, V., Gil, J., Comerna, N. (17 de noviembre de 2024). Poder popular y confederación de luchas: Una hipótesis de ciclo político. El Salto Diario. https://www.elsaltodiario.com/opinion/sindicatoinquilinas-poder-popular-confederacion-luchas-hipotesis-ciclo-politico

x. Santana, D. (octubre de 2024). Canarias tiene un límite (o los límites del capitalismo). Contracultura. https://contracultura.cc/wp-content/uploads/2024/10/Canarias-tiene-un-limite-o-los-limites-delcapitalismo-Doramas-Sanatana.pdf

xi. Pocos días después del 20-A, algunas voces ya apuntaron algunas ideas preliminares en este sentido desde registros mucho pedagógicos que el mío: Martín, J. (8 de mayo de 2024). Veinte reflexiones sobre el 20A y una canción esperanzada. Revista Tamaimos. https://tamaimos.com/2024/05/08/veinte-sentencias-sobreel-20a-y-una-cancion-esperanzada/

xii. Cámara, J. (3 de marzo de 2023). Los movimientos sociales entre la crisis y la necesidad militante. Viento Sur. https://vientosur.info/los-movimientos-sociales-entre-la-crisis-y-la-necesidad-militante/

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