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La mancha

Vertido de aguas residuales en la zona de La Hondura, el martes 9 de mayo, en Santa Cruz

David Cuesta

El martes 9 de mayo, un avión comercial se dirigía hacia una de las conocidas como islas afortunadas. Durante la maniobra de aproximación al aeropuerto, justo en el lugar donde el mar abraza la tierra, varios pasajeros contemplaron a través de la ventanilla algo que despertó su curiosidad. Fueron solo unos segundos, el tiempo que el aparato tardó en atravesar el corazón de Santa Cruz, pero lo suficiente como para generar un distendido debate a bordo.

“Mamá, mierda”, exclamó un niño que iba en uno de los asientos delanteros del avión. “Kevin Yeray, te he dicho varias veces que no digas esas cosas”, le replicó la madre, que levantó entonces la mirada de su revista para acercar la cabeza a la ventanilla. Al divisar la mancha, se apresuró a salir del embrollo. “Eso es chocolate, hijo. ¿No ves esa fábrica que hay detrás? Ahí se preparan las chocolatinas que nos dan las azafatas”. 

“No hay que mentir a los niños, señora. Eso no es una fábrica de chocolate, es una refinería. Y su hijo tiene razón, esa mancha es consecuencia de unos vertidos que vienen de la depuradora. No es agua de colonia, precisamente”. Justo detrás de Kevin Yeray, un hombre de unos 40 años, con cara de formar parte del movimiento No a Todo, se alongó para continuar con su arenga particular. “Vivo en Chamberí y llevamos años soportando esto, además de mosquitos y malos olores. Privatizaron el agua y ahora pagamos más por peores servicios. A ver si las promesas se convierten en hechos”. Su elevado tono de voz terminó por animar el interés del resto del pasaje. 

Un joven con aspecto de usuario avanzado de redes sociales tomó entonces la palabra. “Está usted equivocado, don. Por ahí no solo se pierden nuestras aguas fecales. El sumidero también está conectado directamente con el Ayuntamiento. Hace unos años, desde aquí arriba se podía contemplar cómo se vertían billetes de 500 euros al mar. Como se lo cuento. La mancha era más grande que esta. Que si 40 millones por Las Teresitas, que si seis millones por el García Cabrera, otros 10 millones por el mamotreto… Así todos los días”. Una pareja de turistas que intentaba entender la conversación interrumpió el discurso para, no sin dificultades, expresar su preocupación de forma concisa.

“What the fuck?”. La mujer, cuyo rostro parecía curtido por una intensa vida viajera, señalaba con una mano la imagen de una guía turística que mostraba una playa paradisíaca llena de palmeras, mientras que con la otra apuntaba a la mancha. El muchacho se dio cuenta de que su alegato podía dañar la imagen turística de la isla, así que optó por lo primero que se le vino a la cabeza para recuperar la cara más amable. Se desabrochó el cinturón de seguridad e intentó darle una abrazo a la pareja. “What the fuck?”, repitieron de nuevo los extranjeros mientras se quitaban de encima al extraño que pretendía agasajarlos. La azafata, alertada por el atrevimiento del joven en pleno aterrizaje, le gritó desde su asiento para que respetara las medidas de seguridad. “Solo intento explicarles que Tenerife tiene muchos atractivos, que los vertidos son casos aislados”, se defendió antes de volver a meter la hebilla por la ranura. 

“No son casos aislados”, alertó otro de los pasajeros que se había percatado de la mancha. “En Canarias hay 500 puntos de vertidos al mar y solo 102 están autorizados”, aseguró con expresión de conocimiento de causa. El hombre subió la mirada por encima de sus gafas antes de rematar su intervención, consciente de que el resto del avión lo escuchaba. “Aunque no lo crean, nadamos entre aguas fecales sin darnos cuenta”. El silencio se adueñó de la cabina. La calma solo duró un segundo.

De golpe, se formó un gallinero de discusiones. Los residentes comentaban sus experiencias y los visitantes mostraban su enfado por la mancha inesperada. El murmullo subió de volumen hasta ocultar el sonido del hilo musical que los aviones utilizan para relajar los nervios en los momentos más críticos. “En unos minutos tomaremos tierra en el aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife Norte. Rogamos mantengan las formas”, se escuchó por el altavoz. Ni caso. El comandante activó entonces el protocolo para situaciones de indignación extrema durante un aterrizaje, que pasa por soltar un gas invisible, de olor imperceptible, que provoca un profundo sueño a todo aquel que lo respira. 

Al despertar, lo último que recordaban los pasajeros era el sabor dulce de una chocolatina. Nada más bajar del avión, dos jóvenes sacados de un concurso de belleza, embutidos en un mono de color amarillo, salieron a su encuentro con varios folletos publicitarios en la mano. “Bienvenidos a Tenerife”. Todo estaba en orden. 

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