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Cayetanos gremlins

Santander —
28 de julio de 2025 21:26 h

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En psicología hay un concepto que se denomina 'ventana emocional'. Consiste en un rango de exposición al entorno en que el sujeto se encuentra cómodo en la regulación de las emociones. Lo que queda fuera de la ventana genera malestar y trastorno emocional; lo que hay dentro, es discutible, pero asumible.

De siempre, ha habido opiniones, teorías y experiencias que quedaban en los márgenes de la ventana emocional de un ser considerado equilibrado psicológicamente. Sin embargo, la ventana no es algo fijo y puede desplazarse. Se desplaza a medida que se normaliza lo que antes estaba en los márgenes.

Por ejemplo, si se lanza la 'boutade' de que hay que expulsar a ocho millones de migrantes, fusilar a 26 millones de 'hijos de puta', hostiar a homosexuales o exterminar y/o expulsar a la población gazatí para convertir su tierra en un resort provenzal, paulatinamente se va asumiendo como normal no exactamente esos mensajes, que también, sino el odio al otro, la insolidaridad y el egoísmo bárbaro que subyace tras ellos como base de la convivencia, si es que aún puede dársele este nombre. Poco a poco, se va normalizando lo que antes era considerado descabellado, No se trata de expulsar a millones de habitantes, pero en la ecuación ya entra la variable de expulsión del 'otro' como concepto asumible en la convivencia.

Vamos normalizando la barbarie y la exhibición de la crueldad se instala entre nosotros como un ejercicio de viril insolidaridad, lo que tiene cabida en la ventana emocional de millones de personas. En política se puede destruir a una persona y su entorno familiar con mentiras. Y no pasa nada. La violencia es medicina recomendable para cualquier problema de convivencia, como si no hubiera un contexto problemático detrás de cualquier crisis social. Y se acepta como obvio. La aceptación de la violencia contra la mujer y su cosificación sigue pujante en las nuevas generaciones, ante el pasmo de los burócratas que creen que el trabajo está hecho distribuyendo trípticos o haciéndose fotos en los periódicos. Y qué se le va a hacer. Todo parece admisible, todo vale.

También se normalizan los comportamientos bárbaros de lo cotidiano. Debe ser que me voy haciendo mayor, pero deambular por ese espacio de destrucción que es Santander detrás de cada juerga festiva, y las hay en grado premium cada dos meses, es desolador.

La capital de Cantabria es cada verano una ciudad de 'cayetanos gremlins' que, con el jersey de pico al hombro, se dedican a emporcar las calles, lo que es prueba palpable de que la ventana emocional de los santanderinos anda ya por los márgenes y de que en los colegios pijos no enseñan suficiente educación.

Ese 'laissez faire, laissez passer' de la Semana Grande sardinerina es un mensaje claro que se difunde por tierra, mar y aire sin explicitarse y ante el cual el llamamiento explícito al 'consumo responsable' es tomado a chirigota.

Santander como ciudad abierta al descontrol en determinadas fechas y horarios. El resto del año, palo y tentetieso, que somos gente de orden. Todo sea por la caja hostelera, que ya configura el 'zeitgeist' santanderino, la cultura del vino barato y el orín intempestivo, la playa limpia y la calle emporcada, el anarquismo ebrio y la resaca vespertina, un efecto llamada sanferminesco para el 'spanish tour' del desfase.

Luego pedirán comprensión a los que no pueden pegar ojo; y voluntarios para limpiar calles y playas, que el civismo y la solidaridad queda bien para eliminar gratis los desperdicios de la piara. Y además es educativo.