Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
De lobos, urbanitas y filósofos
Hace no mucho tiempo, en este mismo medio, Lucía López Marco presentaba una fantástica pieza sobre los lobos, sobre su conservación, sobre lo que eso significaba para la biodiversidad y para los ganaderos que aún tienen en ocasiones que sufrir (sí, sufrir) a este fenomenal depredador. Un artículo ponderado, que explicaba perfectamente la cuestión, huyendo de falsas moralinas y con el doble valor de estar escrito por una conservacionista que, pese a todo, era capaz de ver pros y contras o, más bien, entender los de los demás.
Eso me hizo recordar un texto con el que tuve oportunidad de trabajar hace ya un tiempo. Uno de esos documentos achacosos, ajados por el tiempo, con folios que crujen al pasarlos y, sin embargo, aparecen perfectamente conservados cientos de años después de haberse escrito (supongo que sobre esto se podría sacar alguna enseñanza, pero ese es otro tema). Eran las Ordenanzas del callejo de lobos del concejo de Los Carabeos, fechadas en el año 1794.
Los callejos de lobos eran muy frecuentes en la Cantabria histórica. Básicamente hablamos de trampas en forma de cuña que se iba estrechando cada vez más hasta terminar en un foso. Diferentes batidas de vecinos (porque la caza de los depredadores era una actividad vecinal, que se llevaba a cabo por todos y en beneficio de todos) iban aventando jaurías, dirigiéndolas a la trampa, espantándolas para que huyeran en dirección al pozo de su final. Una vez allí los animales eran alanceados y dados muerte. De estos “cepos tridimensionales” aun se pueden ver restos, por ejemplo, en los montes de Novales…
En esas ordenanzas que antes citaba todo el proceso aparece perfectamente delimitado, desde quién debe de hacerse cargo de la compra de pólvora para la primera parte del acoso hasta la distancia mínima a la que niños y mujeres (sí amigo, vayan quitándose de la mente la idea del matriarcado histórico en Cantabria) tienen que situarse para no sufrir daños. La hora de la batida, el lugar donde se reúnen los batidores (por si a alguien de la zona le interesa eran, respectivamente, los sitios de El Campo en Los Carabeos, el Campo de la Hoya en Riconchos y el Campo de San Roque en Arcera), el mantenimiento anual del callejo o las multas por no acudir a este oficio obligatorio están exquisitamente reguladas en este valioso documento. Y también, claro, el reconocimiento al carácter astuto, casi sobrenatural, del lobo. Que nadie encienda fuego durante las mangas, pues huirán. Que nadie quiebre rama o corte leña en día de callejo porque el lobo, el inteligente lobo, el poderoso lobo, lo escuchará, lo sentirá, lo palpará… y huirá.
Las ordenanzas concejiles fueron cuerpos legales de carácter local que durante toda la Edad Moderna y Contemporánea (y aún antes, y después) rigieron la vida diaria en los pequeños núcleos rurales de Cantabria. Cada pueblo tenía sus propias ordenanzas, e incluso algunos espacios comunes, como los callejos de lobos, contaban también con ellas. La figura del lobo aparece frecuentemente citada, con una mezcla indisimulada de temor, odio y respeto. Respeto por su perspicacia, por ese carácter casi sagrado que se le ponía de tan sutil, de tan intuitivo. Y temor por los ataques, a ganado, sí, pero también a personas, a sarrujanes, a niños. Y en muchos de esos textos se documenta, meticulosamente, el premio que tiene quien mate a un lobo. Más si es un macho adulto o una hembra preñada. Menos por cada cachorro. Más si es invierno, menos si es verano. Y etcétera.
Que nadie lea esto de forma inadecuada, porque no pretendo hacer un alegato, ni mucho menos, de la lucha contra el lobo. Nada más lejos de mi intención. Pero, al igual que decía Lucía en su texto, alcanzo a entender a quien convive a diario con un animal como ese y no puede comprender que nosotros, desde la ciudad, desde nuestros zapatos bonitos y nuestros cómodos sillones, nos pongamos a darle lecciones. A dictarle cómo debe comportarse. A prohibirle que haga lo que él ve natural hacer, porque es lo que ya hicieron sus padres y sus abuelos, como acabamos de comentar. No me gusta esa idea, digo, la de la imposición, porque tiene un tufillo de superioridad moral e intelectual que me repugna. Como si desde los edificios altos pudiéramos decirles a los de las casas de aldeas lo que tienen que hacer. Nosotros, los listos. Ellos, los tontos. Los simples.
Hace unas décadas el filósofo y antropólogo belga Claude Lévi-Strauss escandalizó con una teoría de los derechos humanos que básicamente venía a decir que si son impuestos no pueden tener esa distinción. En otras palabras, Lévi-Strauss decía que si vamos obligando a la gente a que se emplee en democracia, si les entregamos un listado de derechos fundamentales a respetar y, en definitiva, asignamos arbitrariamente la libertad esta deja de ser, por fuerza, libre, y torna en dictadura… Incluso llegó a poner un ejemplo bastante extremo de este caso que no es momento ahora de repetir. Pues bien, esta teoría le condenó prácticamente al ostracismo, a ser un apestado a nivel doctrinal. Se le alejó de raíz, sin tener en cuenta ni siquiera las implicaciones más básicas de un pensamiento que podría resultar criticable en sus conclusiones, pero que no dejaba de ser una invitación para reflexionar en su mismo desarrollo. ¿Quiénes somos para andar repartiendo lecciones de moral, de justicia, de verdad? Con lo difuso que eso es…
A lo mejor ahí está la clave. En la misma idea de que imponer, aunque sea desde la razón (o desde lo que se piensa es razón, o desde la razón propia, que siempre es la razón más apreciada y la menos apreciable) y la Justicia (aquí el paréntesis sería tan largo que mejor lo dejamos para otro día). O en la idea de que, oye, los de pueblo muy listos no deben de ser, porque si lo fueran se habrían mudado a las ciudades, así que… Relativicemos, relativicemos siempre. Y hablemos todos.
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