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Ochocientos cuarenta y dos euros

No sé si ustedes lo recordarán, pero yo lo tengo grabado a fuego. Trabajaba en una televisión local, era joven y no tenía claro hacia qué faceta de la comunicación quería dirigir mis pasos. Bien pronto aprendí, eso sí, lo recuerdo, que hacer de vocero de instituciones, partidos políticos y demás colectivos de nuestra sociedad era un paquete soberbio. Las ruedas de prensa. Las ruedas de prensa deberían ser prohibidas. Por ley. Nadie entiende lo que puede llegar a aburrirse un periodista escuchando cosas irrelevantes. Que vamos a poner más farolas. Que vamos a destinar el cuarenta por ciento del presupuesto a asuntos vacíos, da igual que la gente, nuestra gente, las pase canutas, no pueda poner la calefacción en enero. Da igual que se queden sin la cena y el desayuno si con ello no se colapsan los recibos de la luz en las entidades bancarias.

Qué asco de mundo. En algún momento preciso sé que los periodistas fuimos los únicos que seguimos ejercitando el derecho de nuestros oídos a escuchar. El resto se dedicó a hacer que oía, y los debates ya no fueron debates, la política se convirtió en un escenario teatral en el que sólo importaba el largo de la melena, la fluidez de las manos frente a las cámaras, la sonrisa ante el interlocutor cansado.

Pero antes de eso, antes de la crisis económica y de la soberbia, antes de que los ricos se hicieran más ricos y los pobres fueran pobres de solemnidad, llegó la voz de la calle a los medios de comunicación. Y la opinión de cualquiera era importante, vital. No había pieza en la que no se colara un minuto con valoraciones ciudadanas varias, y fue en ese instante, en el 25’32“ de la DVC Pro, cuando dije, mira no, esto ya sí que no, una cosa es aguantar todos los días los tostones que le meten a una en la sala de presa del Gobierno y otra muy diferente es salir a la calle, micrófono en mano, cara de demente, a acosar a ciudadanos inocentes que te miran como si fueras el señor que instala su negocio de pedir monedas en el acceso al parking de Pombo.

¿No les ha pasado nunca? ¿Jamás se han encontrado con una criatura de mirada inocente, flaca a rabiar, vestida a lo Blossom, rogando unas palabras de caridad para el informativo del mediodía? Pues era yo. ¿Y se acuerdan de cómo pasaban a su lado, airados, giraban la cabeza, hacían como que no veían la súplica en su cara de quiero-matarle-pero-esto-es-un-micro-no-es-un-cuchillo? Pues sí, era yo. Y les aseguro que con cada desaire en su actitud les hubiera estampado tartas de nata y fresa en el careto, pero no quería perder el dineral que me pagaban por bajarme los pantalones en la calle rogando por unas palabras acerca de qué tal habían entrado ustedes en el euro, una opinión vital, vete María al Mercado de la Esperanza y pregunta, pregunta a las señoras si se aclaran con los céntimos, claro, hija, si nosotras nacimos cuando los reales, y yo, qué demonios, a la mierda con todo esto. Ochocientos cuarenta y dos euros. En la vida olvidaré los números que amortajaban aquellas nóminas.

No veo la televisión. Me ofenden los programas, no los soporto. Pero sí que escucho la radio en el coche, por ejemplo. Y esta mañana, Onda Cero, Alsina, con lo que yo te amo, tema del día, una pregunta lanzada a los oyentes, que alguien tiene que llenar la falta de contenidos interesantes, dígannos, señores, ¿con quiénes se han reencontrado en las redes sociales? ¿Un amigo de la época escolar? ¿Un antiguo amor? Y he llegado al trabajo, arrugando la nariz, despotricando pensamientos. Cómo no iba a llegar la decapitación de la Filosofía en las aulas. Cómo no pasar por el aparato digestivo las Humanidades. Si a becerros no nos gana nadie.

No sé si ustedes lo recordarán, pero yo lo tengo grabado a fuego. Trabajaba en una televisión local, era joven y no tenía claro hacia qué faceta de la comunicación quería dirigir mis pasos. Bien pronto aprendí, eso sí, lo recuerdo, que hacer de vocero de instituciones, partidos políticos y demás colectivos de nuestra sociedad era un paquete soberbio. Las ruedas de prensa. Las ruedas de prensa deberían ser prohibidas. Por ley. Nadie entiende lo que puede llegar a aburrirse un periodista escuchando cosas irrelevantes. Que vamos a poner más farolas. Que vamos a destinar el cuarenta por ciento del presupuesto a asuntos vacíos, da igual que la gente, nuestra gente, las pase canutas, no pueda poner la calefacción en enero. Da igual que se queden sin la cena y el desayuno si con ello no se colapsan los recibos de la luz en las entidades bancarias.

Qué asco de mundo. En algún momento preciso sé que los periodistas fuimos los únicos que seguimos ejercitando el derecho de nuestros oídos a escuchar. El resto se dedicó a hacer que oía, y los debates ya no fueron debates, la política se convirtió en un escenario teatral en el que sólo importaba el largo de la melena, la fluidez de las manos frente a las cámaras, la sonrisa ante el interlocutor cansado.