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En el inicio del curso académico conviene reflexionar sobre la adecuación del sistema universitario español a las necesidades de la sociedad española y, especialmente, sobre el grado de empleabilidad de los jóvenes egresamos universitarios que el sistema aporta.
En primer lugar conviene señalar que, en opinión compartida, el problema no radica en la calidad de la formación, similar a la de otros países, sino en la planificación de la oferta de los estudios universitarios y las deficiencias del mercado laboral. Tras la aplicación del plan Bolonia se ha producido una proliferación de títulos que no se corresponde con la demanda laboral real. Hemos pasado de 145 titulaciones a más de 2.000 y la distribución de los alumnos no se ajusta a las salidas laborales de las diferentes carreras.
Esta proliferación en función de modas o demandas pasajeras hacen que la formación del universitario pretenda ser excesivamente especializada desde las fases preliminares de la misma y poco polivalentes en función del título elegido. La desaparición de aquella demanda puede conducir al egresado a una vía muerta vital. Los grados deben constituir una formación generalista, con una formación solida en materias instrumentales y metodológicas, con una base teórica y fundamental relevante y con un alto componente empírico en el caso de Estudios técnicos, que les permitan reubicarse en nichos de actividad cambiante, con una formación de especialización de calidad que debe impartirse a nivel de postgrado.
Esto nos debe llevar a reconsiderar un catálogo de titulaciones fundamentales en cada una de las áreas de conocimiento que permitan un diseño curricular transversal y polivalente. Mi propuesta sería crear grupos de trabajo formado por académicos de reconocido prestigio y miembros de referencia de la sociedad civil en cada ámbito del conocimiento para definir el perfil de titulaciones básicas que permitan unas competencias transversales y adaptables, en lo posible, a entornos inciertos y cambiantes.
Una de las críticas, con razón, que recibimos de los empleadores los que nos dedicamos a la gestión universitaria es el desconocimiento sobre las habilidades y competencias profesionales que aportan una multiplicidad de títulos, de esos más de 2000 grados inscritos en el RUCT, sin peso formativo específico pero con un marketing académico atractivo en función de modas pasajeras. Un engaño al alumno y a la sociedad.
Los 74.000 alumnos que en diez años han perdido las carreras técnicas, pese a ser las de mayor empleabilidad, indican que algo falla en la información y los estímulos que reciben los alumnos a la hora de decidir algo tan importante como su futura profesión. Probablemente, el mayor desestímulo venga también del mercado de trabajo por cuanto no existe una discriminación salarial relevante entre las titulaciones que mayor o menor esfuerzo de estudio y dedicación suponen. Si aceptamos que una ingeniería exige un mayor nivel de esfuerzo y dedicación que otras titulaciones, este esfuerzo no se ve, en la práctica, recompensado por un diferencial salarial en consonancia, por lo que no se recupera, en términos monetarios, el sobreesfuerzo y dedicación realizado en la capitalización formativa en los años iniciales en muchos casos. Dicho llanamente, ¿para que voy a coger una carrera dura y difícil si luego voy a tener una escasa recompensa adicional en forma de colocación, promoción o salario?
A ello hay que añadir un mercado laboral anómalo en el que solo las grandes empresas parecen en condiciones de absorber a los titulados de mayor cualificación. El tejido industrial y cierta cultura empresarial hacen que muchas de las pequeñas y medianas empresas apenas inviertan en innovación y se planteen para que necesitan titulados universitarios si con técnicos de grado medio o ciclos formativos de grado superior cubren sus necesidades a corto plazo.Este planteamiento es muy general en empresas con escasa vocación de promoción para alcanzar mayores dimensiones que permitan crear núcleos empresariales de alto valor añadido o, como se decía antes, polígonos industriales de alta capacidad tecnológica y económica, susceptible de generar empleo estable y de calidad, y, lo que es más grave, este comportamiento es más habitual en comunidades autónomas menos desarrolladas, contribuyendo a abrir la brecha de renta y riqueza territorial.
Estudios recientes confirman que la precariedad laboral comienza a afectar de forma significativa también a las capas de la población con mayores niveles de estudios, y dentro de ella a las mujeres en una escandalosa mayor proporción.
No podemos seguir así. Este debe ser uno de los asuntos que el nuevo Gobierno tiene que abordar con mayor celeridad y debe constituir una política de Estado de carácter estratégico, pero dada la ¿calidad? de nuestra política, y de nuestros políticos, muchos de ellos salidos de aulas universitarias y que deberían comprender el reto, me temo que es pedir peras al olmo y nuestra enseñanza superior seguirá a la deriva frente a determinantes retos como país civilizado y desarrollado.