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Casi tan antigua como el libro mismo es la idea de que un hombre es un libro por descifrar, y un libro, espejo del mundo y en el que mirarse. Desde que asumí esta verdad, cuando me encuentro con lectores intento averiguar sin disimulo qué libro leen, incapaz de sustraerme a la curiosidad.
Varios prejuicios llevaron a aceptar que el libro del Doncel de Sigüenza era de oraciones. ¿Qué otra cosa podía esperarse en un retrato funerario gótico para un entorno catedralicio? Parece corroborarlo, además, su formato en octavo: un enquiridión o manual, esto es, un libro para llevar en mano a la iglesia, también llamado de faltriquera o de bolsillo. Ese era el tamaño del misal. El arcángel Gabriel sorprende a muchas Vírgenes de Anunciaciones medievales rezando en el jardín con un libro así entre manos.
Ahora bien: ¿es la postura descuidada y perezosa del Doncel la de un hombre medieval que reza? En absoluto.
Es, más bien, la postura de un griego o romano de época clásica en momentos de ocio. Así, reclinados, quisieron retratarse en el arte funerario de su época, como en el sarcófago de la etrusca Seianti Hanunia Tlesnasa, que, coqueta, se arregla el tocado utilizando como espejo la bandeja de bronce que lleva en la mano. Basta con entornar los ojos para comprender que el modelo clásico que inspira al escultor del Doncel sostenía no un códice sino los dos rollos de un papiro.
En 1501 el impresor renacentista Aldo Manuzio decidió publicar en octavo la literatura clásica, los famosos “aldinos”, como se llamaron. Su demanda para bibliotecas de intelectuales de toda Europa provocó el aumento de las tiradas de estos libros de 300 a 3000 ejemplares, y también la moda de retratarse o pasear por la calle con ellos, como evidencia de cultura personal.
El primero fue la poesía de Virgilio. En ese libro lee nuestro no tan joven ni tan gótico Doncel, muerto en batalla, la Eneida, en que se mira como en un espejo. Si aguzamos el oído ante la estatua podemos oír su primer verso: Canto las armas y los hombres…
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