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La llegada del calor a nuestro país en 1982 coincidió con una serie de acontecimientos de una marcada significación, en un año que estuvo preñado de efemérides históricas en España. El 10 de junio de 1982, durante la cumbre aliada de Bonn, Leopoldo Calvo-Sotelo se convertía en el primer presidente del Gobierno que asistía a una reunión del Consejo del Atlántico Norte, organismo en el que España había ingresado formalmente en los días previos. Apenas un día después de la presencia del político de UCD en la capital de la Alemania Occidental, se inauguraba la Copa Mundial de la FIFA España 1982, que prolongó su duración hasta el 11 de julio. Fue un año de apertura de nuestro país al mundo, una proyección internacional que habría de vivir sus momentos más luminosos dos lustros después con motivo de los fastos de 1992.
Nuestra región atravesó también durante esos meses estivales de 1982 por fechas de enorme trascendencia. Durante junio y julio se discutió en las Cortes Generales el texto que acabaría convirtiéndose en la Ley Orgánica 9/1982, de 10 de agosto, de Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha. Con su entrada en aplicación, echaba a andar formalmente la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha. Un día antes del cierre de nuestra Copa del Mundo, el Boletín Oficial del Estado publicó otra disposición fundamental para la historia de este territorio: la Ley 27/1982, de 30 de junio, sobre creación de la Universidad Castellano-Manchega.
Las coincidencias temporales casi nunca son casuales. Ya Voltaire nos advirtió de que lo que llamamos casualidad “no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido”. Este pensamiento resulta de absoluta aplicación en el caso de la autonomía castellanomanchega y la Universidad regional. Del mismo modo que la descentralización territorial fue posible gracias a la implantación del sistema democrático, nuestra universidad no se entiende sin la autonomía y el autogobierno político. Tenemos universidad porque existe Castilla-La Mancha.
Esta idea no dejó de sobrevolar los planteamientos de quienes más hicieron por conseguir que el decreto de 1982 fuera una realidad. Fue esta una aspiración que, aunque detectable ya en los últimos años del franquismo, cobró especial fuerza con el advenimiento de la democracia. Medios de comunicación, personalidades y partidos políticos, asociaciones ciudadanas, ayuntamientos de la región, cámaras de comercio… Todos ellos sirvieron de cauce de expresión para un tejido social que contemplaba como un objetivo y anhelo común el disponer de una institución universitaria propia. Fue la combinación de muchos esfuerzos la que hizo posible un decreto que en apenas cinco artículos, una disposición adicional, una transición y dos disposiciones adicionales, sentaba los cimientos de un edificio aún por construir.
Cuarenta años es tiempo suficiente para hacer balance. Durante estas cuatro décadas la Universidad de Castilla-La Mancha ha demostrado ser un instrumento social de implicaciones extraordinarias: la UCLM genera el 1,1 % del PIB y el 1,6 % del empleo total de la región, devolviendo a la sociedad casi tres euros por cada uno invertido. Las notables contribuciones de nuestra universidad a la sociedad y al bienestar de los ciudadanos y las ciudadanas van desde su aportación a la movilidad social y la protección contra el riesgo de pobreza y la exclusión social, a la defensa de igualdad de género, los hábitos de vida saludables o la protección del medioambiente de la sociedad castellanomanchega.
Bien podríamos asegurar, por tanto, que del mismo modo que tenemos universidad porque existe Castilla-La mancha, hoy esta Comunidad Autónoma se encuentra más vertebrada, cohesionada, y se identifica más nítidamente a sí misma porque existe la UCLM. Son cuarenta años de éxito; justo es que lo celebremos y nos aprestemos a poner de nuestra parte para garantizar un futuro igual de venturoso y próspero para una institución de la que nos debemos sentir legítimamente orgullosos.
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