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Opinión Tribuna Abierta

Un honor enrarecido

Director de la Cátedra de Memoria Histórica y Democrática Eduardo de Ontañón,
José Nicolás-Correa

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No habría querido escribir este texto por implicar una crítica pública a cierta decisión de mi Universidad, lo que no me hace feliz. Cualquiera que me conozca mínimamente sabe cuán implicado he estado siempre en la defensa de los intereses, mejora, crecimiento y proyección de la Universidad de Burgos, pero por coherencia con esa misma preocupación y dedicación de gestión y, sobre todo, por mi especialización científica a la Antropología Social e Historia Cultural, con particular atención al estudio de la Memoria e Historia del siglo XX, siento la obligación de redactar estas líneas.

El asunto de conflicto gira en torno al Doctorado Honoris Causa concedido al empresario José Ignacio Nicolás Correa.

El reglamento de honores y distinciones (art. 4), así como los estatutos de la Universidad (art. 14), señalan: “El Doctorado Honoris Causa tiene la consideración de suprema dignidad académica concedida a personas físicas que se hayan distinguido por su decisiva contribución en el ámbito científico, cultural, artístico y técnico, así como por sus sobresalientes aportaciones a la sociedad”.

Las razones para su concesión, como se ven, pueden ser varias, y podría entender que el empresario beneficiado haya contribuido ─así ha sido─ al desarrollo de diversas tareas formativas y de prácticas estudiantiles en el ámbito de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales. Tan loable colaboración, sin embargo, cuesta entenderse que sea merecedora de nuestra “suprema dignidad académica” ─a ver qué empresario, de los muchos que contribuyen y cooperan con la UBU, no se van a sentir a partir de ahora con derecho a idéntico reconocimiento─. Nadie habría puesto pega alguna a que recibiera la Medalla de la Universidad de Burgos, o la Placa de la Universidad, otras honrosísimas distinciones que parecían ajustarse mejor al perfil del laborioso empresario.

Pero el Doctorado Honoris Causa no es una mera condecoración o un título de ringorrango, sino una dignidad académica, y por regla general, esto supone el reconocimiento a la excelencia adquirida en un campo del saber. Se me dirá que el Sr. Nicolás lo recibirá en el ámbito empresarial, ─todo sea dicho, tras un proceloso proceso de gestión de la propuesta, galimatías de orden rajoniano que podría llevar a la revisión del cumplimiento del artículo 6 del reglamento similar a la cita presidencial de “todo es falso, salvo alguna cosa”─. Pero, pero, sí, pero, ha sido el Sr. Nicolás Correa quien se ha empeñado en hacernos saber a todos, a la ciudadanía y a la comunidad académica, que por su parte, a la vez que se le reconoce su valía empresarial, él no puede sino dejar claro su profundo desprecio por las Humanidades académicas, concretamente, por la Historia.

La Universidad, para el Sr. Nicolás Correa, no es un ámbito científico, de trabajo concienzudo, analítico, sino un ámbito de sospecha y desconfianza. Así, él, un completo outsider en lo que a historiografía se refiere, sin formación específica, viene completamente ensoberbecido a enmendar todo lo avanzado en los últimos sesenta años en el campo de la Historia Contemporánea. Lo hace como altavoz del más rancio revisionismo histórico, que propala falsedades y medias verdades sin cuento, mostrando así cuánto desconoce de este complejo campo, cuán falto está de preparación para entender lo delicado y trabajoso que es el análisis del pasado, cuánto ha de conocerse de los contextos de época, del desarrollo del pensamiento, de los movimientos sociopolíticos internacionales, de las coyunturas económicas globales y de la distinción de necesidades, motivaciones e impulsos según las clases y sectores sociales, y aún de los individuos.

Posiblemente, el mal que atenaza al Sr. Nicolás tiene que ver con la extrema confusión que domina en el ámbito del ultraconservadurismo con sus resistencias a asumir la importancia de la Memoria Democrática, del propio valor de las víctimas reconocidas bajo la expresión de Memoria Histórica y de la confusión posmoderna que embrolla y magnifica el valor del recuerdo y la emoción con el sentido colectivo de la Historia, y su valor ético.

Esta misma semana, José Ignacio Nicolás Correa ha presentado a bombo y platillo en Madrid un libro que recoge lo que, en un centro privado y confesional, el CEU, le han admitido como tesis doctoral. En este acto, hecho al amparo de una fundación ultraderechista y con el concurso de un director de un medio de comunicación de idéntica orientación, ha pretendido sentar cátedra sobre historia española a unos días de ser investido Doctor Honoris Causa en Burgos. Allí se ha despachado con una sarta de barbaridades ─perdóneseme el vulgarismo, no encuentro otro epíteto más acorde─ como que la II República fue un régimen de advenimiento ilegal o que las elecciones de febrero de 1936 estuvieron amañadas. Esto solo se puede decir desde la más pura ignorancia, el desconocimiento profundo de una época, del propio análisis histórico, amén de un profundo afán tergiversador de lo que fue la España de los años treinta y la Europa de entreguerras. Por supuesto, tales revelaciones no podían sino concluir en que “el Alzamiento del 18 de julio estuvo justificado”, tal y como nos cuenta la reseña de prensa del acto. Así, la Segunda República ─y no los militares sublevados─ fue culpable del propio golpe. En fin.

Confundir el modelo institucional, las estructuras y funcionamiento de un régimen democrático y garantista como el de la II República con la actuación de determinadas facciones y grupúsculos políticos a estas alturas del siglo XXI, es un acto de mala fe. Como sabemos de la capacidad de información para el mercado global de la máquina herramienta del empresario, está claro que la ignorancia que mantiene sobre el conocimiento académico de la historia del siglo XX no puede ser sino un acto consciente. O más llanamente, de fe, de concebir que se trata de elegir bando, que la historia es cosa de ideologías y revelaciones. De recuperar la versión de la inmisericorde victoria de quienes ganaron la Guerra Civil. A esto le llamamos 'revisionismo histórico' un tanto inexactamente, lo más propio es decirle 'neofranquismo', pues trata de recuperar como justificaciones históricas aquellas esgrimidas por los propagandistas de la dictadura para paliar su falta de legitimidad, su origen golpista.

Por lo demás, el acto de presentación del libro terminó con una referencia positiva a las derivas anticientíficas y antidemocráticas de los proyectos normativos de konkordia de Aragón, Valencia y Castilla y León promovidos por los gobiernos autonómicos de Vox/PP.

Uno entiende que todos somos hijos de nuestras circunstancias, y que a nuestro empresario, como a tantos otros, le duele una particular España a partir de su propia historia personal, de su cúmulo de recuerdos, emociones y percepciones. Pero eso no es Historia. Y desde ahí es imposible hacer Historia. Es respetable que cada uno tenga sus opiniones y que comprenda el pasado desde la pequeñez y el vaho de lo particular, pero cuando se pretende hacer de la visión intolerante, antidemocrática y pro-violencia categoría general, despreciadora de cualquier otra, particularmente de aquellas sostenidas académicamente desde la especialización y el cultivo del rigor metodológico, acceso a fuentes primarias y la articulación de perspectivas comparadas, entonces tenemos un grave problema, máxime ante la concesión de un alta distinción universitaria.

Una de las máximas acádemicas, puede que para sorpresa de ajenos, es justamente la humildad interdisciplinar. A mayor especialización, mayor constatación de cuánto nos queda por saber, de la inmensidad de conocimientos por alcanzar. Los académicos somos muy cuidadosos de meternos en jardines ajenos, en otros campos ─o campos de otros─, por más que estemos más o menos informados o leídos, porque cada una de nuestras disciplinas son áreas llenas de esforzados trabajadores que dedican sus vidas al conocimiento y avance de su respectivos saberes. Por eso es tan bonito en la Academia ver el trabajo reconocido, compensada tanta, tanta dedicación.

El Sr. Nicolás Correa podía haber tenido un Doctorado Honoris Causa que, con mayor o menor merecimiento, hubiera pasado con cierta discreción pública y relativa satisfacción personal a su quehacer industrial, pero ha preferido darle su particular y jactancioso sello antiacadémico. Podía haber elegido formar parte de uno de los colores que distinguen nuestras vestimentas por campos del saber, en vez de pretender para sí un arcoíris sobre la base de creerse un Leonardo paradójico a partir de despreciar las Humanidades, el ejercicio de la profesión de Historiador y una no muy honrosa vitola antidemocrática. Para lo bueno y para lo malo, como señala Cervantes, uno es hijo de sus obras, o también, de sus elecciones. Quienes analicen este momento dentro de unos años, comprenderán perfectamente que todo lo descrito arriba se produjo en un contexto determinado, de fuerte impulso iliberal, con claras tomas de partido, como así se encargaron de recordar sus mantenedores en la conclusión del acto de presentación del libro tan desafortunado como desajustado.

Los académicos solemos reconocernos en la máxima de Publio Terencio Africano Homo sum, humani nihil a me alienum puto, que tanto sirve para señalar la inagotable capacidad para sorprender del ser humano, como para sentirnos concernidos por todas y cada una de sus emociones, valores, desaciertos y miserias                                                                        

 

Ignacio Fernández de Mata es profesor titular de Antropología Social y Director de la Cátedra de Memoria Histórica y Democrática Eduardo de Ontañón, de la Universidad de Burgos.

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