El médico de Valladolid que da nombre al hospital Río Hortega, el científico homosexual y republicano que vivió como quiso
A veces leer biografías de científicos es como leer vidas de santos, y no apetece. Cuando era niño había una colección de tebeos de origen mexicano, Vidas ejemplares, donde se presentaba la vida heroica de algún personaje. Como historias gráficas no valían mucho, pero demostraban que el tebeo servía también para hablar de gente grande que había cambiado el mundo. Casi todos, es cierto, eran hombres y religiosos, pero qué podría uno decir en pleno nacionalcatolicismo de los años 70.
Viene esto a cuento de que uno va leyendo vidas de gente de la ciencia y oscilan entre lo heroico y lo acartonado, posiblemente porque es un género que todavía necesita en nuestro país de una masa crítica con la que encontrarnos con grandes historias, de esas que esperas que un día acaben en Netflix. Y, para colmo, hay una cierta manía de poner todo esto de la ciencia en un pedestal muy digno que fácilmente se convierte en algo convencional y aburrido.
Solo por eso merece la pena un análisis de esas historias de la ciencia, la de la Escuela Histológica Española, y de cómo descansó en hombros de gente que no quería ser heroica, sino simplemente hacer buena ciencia. El libro Un científico en el armario, de Elena Lázaro, presidenta de la Asociación Española de Comunicación Científica, nos permite hacer ese recorrido bien documentado, viajando entre edades de plata y de plomo, entre la pasión y el odio. Y todo ello de la mano de alguien que lo vivió en primera persona, alcanzando además ese lugar reservado a pocos, los que logran abrir un nuevo conocimiento y ser reconocidos un siglo después.
La historia de la microglía de Pío del Río Hortega (1882-1945), publicada por la editorial Next Door, es apasionante, más cuando viene de un personaje que tuvo que afrontar esa trastienda de la ciencia que son los intereses creados, los conventillos, las escuelas.
Él supo que disentir de un maestro como Ramón y Cajal tenía consecuencias; que ser progresista y republicano tenía repercusiones y despertaba odios y malignidades que te podían condenar al ostracismo. Vivió, también, con su pareja de toda la vida, Nicolás Gómez del Moral, la realidad de llevar un estilo de vista castigado con el infierno, sin duda, pero también proscrito legalmente.
Una historia encontrada entre cartas y archivos
Esta es la historia que Elena Lázaro ha ido encontrando entre cartas y archivos científicos, donde Nicolás era el 'amigo íntimo' a quien saluda con afecto un colega en una carta amable, pero, sobre todo, la persona que organizó el sepelio y contó a las hermanas del difunto todo lo que había sido ese acto de despedida de su amor, exiliados en tierras argentinas. Quien tuvo que recoger el apartamento que compartían, quien le había apoyado en sus momentos más duros y quien le había acompañado en todo ese trayecto vital.
En el libro uno va encontrándose con esas pinceladas fundamentales para entender la vida de un gran científico y se pregunta por qué no se había contado antes, en qué armario habíamos escondido a Pío y a Nicolás, al científico y a su vida.
Confieso que esto no es una crítica objetiva: soy además el prologuista del libro y me siento muy identificado con este otro científico homosexual, parte de un colectivo LGTBIQA+ que en la ciencia ha encontrado, y sigue encontrando, un mundo que le niega a menudo su libertad, que le condena a esconderse en el armario o al menos a no molestar. Porque la gente de ciencia, y es triste que haya todavía quien lo crea así, debe ser modosita, no molestar, dedicarse a lo suyo, pero no salirse de lo marcado.
Lo cierto es que la ciencia, esa maquinaria del pensamiento que es capaz de transformar el mundo, está llena de gente modosa y de buen conformar que no molesta.
Gracias a este libro conocemos a alguien que no lo hizo así, sino que aprovechó brillantemente los pocos espacios de libertad en los que uno podía vivir como quisiera para hacer la ciencia sin estar sometido al dictado de los poderosos.
Igual es casualidad, sin más, pero me gustaría pensar que como Pío del Río Hortega descubrió la función de la microglía, abrió con ello un espacio de neurociencia abierta a la diversidad que permitió que medio siglo después un científico trans como Ben Barres estudiara el mismo ámbito de esos astrocitos tan apasionantes como desconocidos, e hiciera también de su vida un ejemplo de activismo por los derechos y la diversidad afectiva y sexual. Vidas ejemplares de la ciencia en las que la sexualidad juega una parte que no se debe desdeñar, y menos ocultar en el armario de lo correcto.
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