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La 'tricentenarización' del Turó de la Rovira

José Mansilla

Vuelve a abrirse a las visitas, tras unas obras que se han prolongado durante varios meses, el Turó de la Rovira, situación privilegiada de las baterías antiaéreas que defendieron, o al menos amenazaron -no se sabe a ciencia cierta si llegaron, si quiera, a disparar-, a la aviación franquista durante la Guerra Civil. Situada en el barrio del Carmelo, la zona acogió durante años el asentamiento barraquista dels Canons, reflejo y testigo del desarrollo capitalista de la ciudad durante décadas.

Hasta su remodelación, hace cuatro años, el Turó era un sitio desconocido para la gran mayoría de barceloneses. Los pocos que visitaban su gran explanada de cemento lo hacían con la intención de gozar de una de las mejores panorámicas de la ciudad, de llevar a cabo encuentros amorosos, citas clandestinas, reuniones de amigos o, simplemente, pasear por un sitio que, en cierta medida incontaminado, exhalaba un aliento especial. Los que sí conocían ampliamente el Turó eran los vecinos del Carmelo, barrio popular y luchador que veía que una de sus zonas más olvidadas recibía, en el año 2012, el Premio Europeo del Espacio Público Urbano, y cómo a partir de ese momento cambiaba todo.

El Premio a la museización del Turó de la Rovira, según las actas del Jurado, hace hincapié en que el “espacio ha sido recuperado para la memoria colectiva”, evocando su significado en relación a la Guerra Civil y al “asentamiento de viviendas autoconstruidas evitando cualquier atisbo de sobreactuación” (sic) y generando, según la web del Ajuntament, un nuevo espacio patrimonial donde había “un lugar de la ciudad hasta entonces bastante degradado, aislado y desconocido”.

Lo que parece ignorar la institución municipal es que la recuperación de la memoria colectiva no se puede hacer mediante la cosificación de un espacio. El actual espacio patrimonial del Museu d'Història de Barcelona “Turó de la Rovira” recogió, en su momento, la memoria de un lugar, hasta que el Ajuntament lo ha convertido, tristemente y en aras a su mercantilización -convirtiéndose en uno de los lugares favoritos de los turistas para hacerse selfies-, en un lugar de memoria, aunque no de cualquier memoria. La exaltación de un pasado de heroica resistencia frente al asalto fascista conviene a unos poderes que, en cierta medida, han rellenado con victimización y resistencia, parte de su mochila histórica.

Resaltando el pasado de lucha antifranquista del Turó, y aunque sin olvidarlo totalmente, se anula el resto de la memoria del lugar, el de sus vecinos y vecinas, venidos desde distintas partes del Estado y que se asentaron en sus inmediaciones. Con esta tricentenarización, esto es, la elección interesada de una parte de la historia de Barcelona para, una vez elevada a los altares, ponerla al servicio del capital turístico e inmobiliario de la ciudad, se matan dos pájaros de un tiro: por un lado se crea un nuevo recurso en una ciudad donde el turismo ha llegado a ser un auténtico monocultivo en algunas zonas (Ciutat Vella, Barceloneta, etc.) y, por otro, se oscurece una parte de la historia de la ciudad que no es del entero agrado de sus élites.

Afortunadamente, como diría Maurice Halbwachs, sociólogo muerto en el campo de concentración de Buchenwald y padre de la teorización sobre la memoria colectiva, la memoria es como un río caudaloso que va recibiendo afluentes, manteniéndose viva y palpitante. Las voces, recuerdos y sensaciones de los hombres y mujeres que (mal)vivieron en este entorno del Carmelo, pueden ser recogidas, en un proceso infinito, por aquellos que las escuchan, enriquecen y vuelven a volcar sobre el auténtico magma social que supone una ciudad. La diferencia de la memoria con la historia es que esta última es como una lápida esculpida, fría y reluciente, sí, pero que siempre se puede romper.

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