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Carles Pradas: “En cuanto el personaje trasciende su contexto, las palabras, puede situarse donde uno quiera”

Carles Pradas i Kaspar Hauser / ENRIC CATALÀ

Joana Castells Savall

A partir de repliegues, recodos, veladuras y silencios, La setena vida de Kaspar Schwarz es, con todos los detalles, una obra abierta –de par en par–, que se mueve, que huye, que no muere nunca y en cada capítulo, párrafo o en cada palabra, recomienza. Inesperada como una sorpresa, inquietante como un baile de máscaras y bienvenida como la promesa de un viaje: sideral, en el tiempo, a ultramar, de la mano de un ser escurridizo y extraordinario. Y en ese paseo por el siglo XX a caballo de la historia y la quimera, los ojos del lector tendrán que acostumbrarse a la oscuridad, acaso para no dejar de creer en una vaga idea de paraíso que nos persigue, y nos hace querer volver a existir, de nuevo, otra vez, y otra… como en la biografía apócrifa, septuplicada, de un fantasma.

Siete vidas… ¿necesitamos tantas para encontrarle un sentido? ¿Y para construir un personaje? (¿De dónde sale Kaspar Schwarz?)

Eso de las siete vidas… así que abres el libro y entras en las primeras páginas ya entiendes de dónde viene el significado, ¿verdad? Más que nada respondía a la idea de que el título resumiera el personaje, su rostro (que ya veréis). Así que se trata de un juego formal, un guiño, a partir de un tópico.

Y sobre el origen del protagonista, lo cierto es que el libro nace de las fotos más que del texto. Todo empezó el día en que me compré una óptica nueva para la cámara fotográfica y, solo en casa con mi gato, empecé a sacarle fotos para probar la lente, era el modelo que tenía a mano en aquel momento (¡y mira que no es un modelo nada fácil!). Y mientras procesaba las fotos, escuchaba a David Bowie y tenía por encima de la mesa El libro del desasosiego, de Pessoa, que estaba leyendo por aquellos días. Y de repente se conjuraron estas tres cosas, Pessoa con sus heterónimos, la música de Bowie y el personaje de Ziggy Stardust, y vi a Kaspar (que así se llama mi gato, Kaspar Hauser). Y en ese momento se juntó todo, Kaspar estaba soñando encima de la mesa, sonaba David Bowie, tenía Pessoa en la cabeza… y cogí las fotos que le estaba haciendo a Kaspar y las incrusté en fotografías de época que iba encontrando. Y a partir de ahí se fue tejiendo la historia, como un pie de foto, en un proceso inverso de los libros ilustrados habituales.

Kaspar Schwarz muda la piel como quien cambia de camisa. ¿Hay alguna lógica –¿un karma?– que encadene un disfraz –¿una existencia?– tras otro?

Es que el libro, creo, y no sé si se percibe de esa forma, es una historia de amor. Básicamente es una historia de amor romántica y apasionada (que a mí me encantan, sobre todo en el cine: soy un fan de Dr Zhivago, El camino a casa y ese tipo de historias…). Pienso que Kaspar es un personaje que, en esta búsqueda de su amada (Vaira, que ya conoceremos), cuanto más se acerca a ella, más se aleja de sí mismo. Y este alejamiento le lleva a ir generando identidades nuevas, que primero son identidades suplantadas pero que al final se van convirtiendo en existencias que va imaginando y creando como una manera de vivir en sí misma. El tema de la identidad siempre me ha fascinado, y quería tratar de hacer un juego de espejos a partir de esta idea de que con cada identidad nueva que Kaspar construye, más se aleja de su yo verdadero, si es que eso existe, si es que este yo no es más que la suma de todos los personajes, con un resultado siempre distinto. De este modo, también, cada lector, escogiendo los aspectos o los fragmentos de cada personalidad que más le gusten, puede acabar creando su propio Kaspar Schwarz.

En la novela, realidad y ficción se imbrican y se confunden como un mapa del mundo en una fotografía velada. De qué modo intervienen la verdad y la mentira en la construcción narrativa? ¿De qué depende, para ti, la verosimilitud de una historia, de una escena, un gesto o un personaje?

Pienso que la verosimilitud se alcanza –o se busca– sobre todo a partir de la forma: el libro no deja de ser una traslación literaria del mockumentary –el falso documental–, que es un género cinematográfico que me interesa mucho porque consigue, a través de un determinado formato (articulando entrevistas, exponiendo los resultados de una investigación, con un tono de pretendida verdad…), que lleguemos a creernos una historia que, tal vez, si nos la presentaran desde la ficción, como un relato cinematográfico, no nos tragaríamos. Lo que ocurre en esta novela, sin embargo, es que llega un momento en que se sale de madre, y aquí es donde tienen que intervenir las ganas de creer del lector, donde se le pide que se deje llevar y acompañe el viaje. Es lo que Coleridge llamó la “suspensión de la incredulidad”, que consiste en abordar la ficción dejando de lado, temporalmente, las dudas y suspicacias. Y también hay un capítulo de los Simpson que, para mí, lo resume muy bien, es un episodio en que Leonard Nimoy está presentando un Twilight Zone o algo así, y dice:

(Busca en su libreta)

«Hola, soy Leonard Nimoy. El siguiente capítulo sobre extraterrestres es real, y si es real, es que es falso. Todo son mentiras, pero mentiras entretenidas, y al final, ¿no está ahí la auténtica verdad? La respuesta es no».

Este es un libro hecho de recortes, fragmentos, intuiciones, fotografías, trucajes… ¿las imágenes ilustran o confunden?

Sí, como he dicho antes, el relato surge de las imágenes, y es que me interesaba jugar con el hecho de que hoy, más que nunca, no nos podemos fiar de ellas. Y aunque hace más de cincuenta años ya existía el trucaje (las míticas fotos de Franco y Hitler en la estación, etc.), ahora es de lo más habitual: ¿hasta qué punto nos podemos creer los modelos que aparecen en las portadas del Vogue o el Cosmopolitan? Todos ellos son personajes inventados, que no tienen esas formas ni esos ojos ni esos labios. Pues eso me seducía mucho, plantearme y cuestionar la veracidad de las imágenes. Incluso pienso que actualmente podemos confiar más en según qué textos, si conocemos su autor y su contexto, que en ciertas imágenes, que hasta ahora se habían tenido por un testimonio fidedigno de la realidad. Y tal vez ya no haya nada de lo que podamos decir que es completamente real, o verdad.

Y ligando esto de las fotos con el tema de las identidades, que ya hemos apuntado, me gustaría relacionarlo con la cuestión de las redes sociales hoy en día: ahora cualquier persona se puede generar un personaje y ser quien no es, crear un perfil de sí mismo a partir de fotos y narraciones. En el fondo, Facebook está lleno de Kaspars Schwarz, de gente que se exhibe de una manera, pero que en realidad no tiene esa vida tal como la muestra, como quiere hacer creer, acaso como querría que fuera. Y a nuestra generación aún se nos escapa bastante, pero los nativos digitales crecen con esta autopercepción poliédrica, con la posibilidad de inventarse y de mostrarse de muchas formas diferentes. Y al fin y al cabo, quizá esto se haya hecho siempre, y tal vez todo el mundo lo haga, ¿no? Todos nosotros nos proyectamos en vidas y mundos y personalidades que no son los nuestros, que quedan fuera de la “realidad” compartida y tienen más que ver con la subjetividad y los deseos de cada uno. Y Kaspar, pobre, está tan confuso que yo creo que tiene que ir cambiando de nombre y de vida porque no se soporta a sí mismo, no aguanta convivir mucho tiempo con la misma identidad.

La “técnica del manuscrito encontrado”, un recurso frecuente en la historia de la literatura (que tiene en El Quijote uno de los ejemplos y de los precedentes más ilustres), engrana la narración y nos permite seguir el rastro de alguien que se esconde y que no para de crecer. ¿Cambiaría algo si las pistas fueran falsas, tendríamos que dejar de creer en él?El Quijote

No necesariamente, ¿no? Aquí lo importante es la ficción. El Quijote, de hecho, que es una referencia obvia para el lector de literatura universal, es precisamente la obra que nos hace entender que en la novela cabe todo. Y de eso ya hace unos cuantos siglos, ¡es impresionante! Cuando la ficción funciona, dejas de plantearte qué es real y qué no lo es porque ya no hace falta saberlo, ya no tienes ninguna duda.

A la narración en tercera persona y a la voluntad de rigor documental se intercala la voz más desnuda –y de color verde– del protagonista, que se muestra a través de fragmentos reflexivos, fogonazos líricos, cartas o recortes de un diario personal. ¿Desde la intimidad nos hacemos una idea más afinada del mundo?

Sí, esto era un problema que tenía el primer manuscrito, que era todo en tercera persona y desde ese punto de vista documental, y sentía que me limitaba mucho literariamente, como si estuviera escribiendo sólo un informe. Y entonces no puedes huir demasiado, no puedes hacer ciertos viajes. Luego la introducción de la voz del protagonista me permitió, además de llegar a entender un poco mejor al personaje, escribir más libremente, hacer escapadas. O sea que se trataba, por un lado, de una opción que era pertinente para el libro, pero también de una decisión tomada egoístamente, desde una necesidad personal de volar. Las cartas, los pensamientos y los escritos de Kaspar me permitían, a un tiempo, proyectar cosas propias y presentar en la novela dos posturas: una vertiente más clínica, más neutra o aséptica y otra más subjetiva o poética. Aunque, al final, acaso haya un proceso de asimilación entre ambas voces, el narrador-investigador termina contaminándose mucho de la mirada del protagonista.

Y el tema de plasmar en color verde la subjetividad del personaje fue más bien una opción estética en el momento de maquetar, una solución visual para que el lector se creara en seguida una imagen mental de ambas voces. Y aquí tengo que destacar lo que esto tiene de apuesta y de riesgo por parte de la editorial, por el trabajo y el coste que suponía editar el libro desde el punto de vista gráfico, del diseño (¡el verde reventaba el presupuesto!), pero al final decidimos mantenerlo por el bien del libro, y agradezco esta confianza por parte de los editores. Fue un poco como Death or Glory [de The Clash], a por todas, lo que se acerca bastante a la filosofía de Males Herbes.

Y además el verde es su color, ¿no?

Sí, encima eso (ríe). Y es que Kaspar es un Males Herbes de la cabeza a los pies, y ya que esta vez la portada no era verde, dijimos, pues hagámoslo dentro, en la voz del protagonista.

¿La historia contemporánea funciona como un telón de fondo o quiere ser parte de la materia narrativa de la novela? (¿Y nos habla aquí, acaso, de la necesidad de reinventarse?)

De hecho, para la elección del período histórico me ayudó la circunstancia de que las imágenes de las que disponía (de Creative Commons y de libre licencia) eran de aquella época (la Primera Guerra Mundial, el período de entreguerras, el crack del 29…), y eso me sirvió de corsé a la hora de escribir, me ayudó a acotar el paisaje de la novela. Pero, además, el trasfondo histórico era útil para trabajar la idea de la inmortalidad del personaje, no desde una visón cristiana, sino transportada a la propia imaginación del lector, porque una vez el personaje trasciende su contexto, las palabras, se puede situar donde uno quiera, ¿no? En el libro, cuando en algún momento Kaspar realiza unos viajes que, en cierto modo, se escapan de la física, no hace falta dar una explicación, en la novela está, pero no resulta imprescindible, Kaspar va adonde tú quieras que vaya. Es como lo que decíamos antes de El Quijote, tú lo podrías hacer aparecer aquí mismo, en esta plaza… como Orson Welles, que llevó Sancho Panza a los sanfermines y seguía funcionando: el personaje era el mismo en la época que fuera, o en cualquier caso desentonaba tanto entonces como lo hizo en su momento, en su libro. Son caracteres tan excéntricos y tan especiales que los puedes transportar a todas partes.

Y la historia, pues, aquí, es un contexto y un pretexto. Pero además, la historia del siglo XX me interesa mucho, porque es la época de un gran trastorno. Un momento en el que nacen muchas ideas y muchas cosas, cambian otras, mueren un montón, sobre todo, mueren muchas cosas. Y la historia también nos habla de la violencia que parece que ha sido necesaria siempre, por desgracia, para que se produjeran grandes cambios.

Así como en la música son tan importantes las notas como las pausas, ¿en el libro cuenta tanto lo que se explica como lo que se calla? (¡Hay un capítulo hecho de tres páginas blancas!)

Yo creo que sí. Normalmente, mientras escribo, escucho mucha música, y parte de la banda sonora de Kaspar Schwarz fue Thelonious Monk, un músico que hace evidente que son tan importantes las notas que no toca como las que sí toca. Pues este capítulo vacío –que se titula así, “Buit”, ‘vacío’ en catalán– viene de ahí, quiere ser una pausa (que podría parecer un error: ¡tres páginas blancas!), que el lector podrá llenar en su cabeza imaginando cómo suena lo que falta. Y ocurre lo mismo con los saltos temporales a lo largo del libro, al estilo de los típicos ejercicios de inglés, ¿te acuerdas?, eso de fill in the blanks by putting the verb in brackets into the correct tense? (Ríe)

Sí, es que esos vacíos, omisiones, silencios parece que pidan una determinada actitud lectora: ¿un lector implícito invitado a participar en la construcción del relato y a imaginar todas las vidas posibles?

Sí, aquí el lector dirá. Lo que yo quería hacer –no sé si lo he logrado– era escribir una obra que no fuera complicada de inicio, como esas en las que antes tienes que leer toda la filosofía de Foucault para entender algo (ríe), sino un libro entretenido que te hiciera pasar un buen rato pero que, también, por otro lado, diera la opción de una pantalla dos, por decirlo de algún modo, que en una segunda lectura o desde una mirada más detenida, te permitiera ir descubriendo posibilidades a partir de nuevos detalles, e imaginando reescrituras. O sea, de entrada, yo tenía en la cabeza las tres reglas maestras del espectáculo de Billy Wilder –“entretener, entretener, entretener…”–, mi intención era, sobre todo, que el lector se lo pasara bien, pero al mismo tiempo, dejando la puerta abierta para que, quien así lo quiera, pueda ir superponiendo nuevas capas de sentido.

Y en relación a la tradición literaria, ¿cuáles son los ecos que resuenan en la novela? ¿Hacia qué constelación literaria mira Kaspar Schwarz?

Ostras, ¡qué difícil! Hay muchos, yo creo, hay muchos autores que me gustan, y pienso que mis influencias no son sólo literarias, son también musicales, y sobre todo cinematográficas… Y ya hemos comentado algunas, de hecho, que quizá aparentemente no guardan relación pero que en su momento confluyeron a la hora de escribir la novela: Pessoa, David Bowie (creo que el personaje de Alexander Kosinski tiene mucho de Ziggy Stardust), el mundo del mockumentary –el Zelig de Woody Allen se hace bastante evidente, el Forgotten Silver de Peter Jackson es un (falso) documental que también me interesa mucho–, y un montón de documentales de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Y de referentes literarios, te diría que no hay tantos como visuales y, acaso, si los hay, serían mucho más antiguos, como El Quijote o el Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki…

Dice, en el epílogo del libro: “Esta es, aproximadamente, la historia de Kaspar Schwarz: un claroscuro precipitado de mil finales”, y es que ¿acaso se termina alguna vez de escribir una novela?

Yo creo que hay novelas que sí y otras que no. Esta no tiene final, pero algunas sí que terminan, novelas que quizá sean más cerradas, que tienen sentido por el arco dramático más canónico del planteamiento, nudo y desenlace. Y hay otras que funcionan a partir del momento en que acaban, y buscan, en el punto final, seguir generando contenido mental, imaginativo, en cada lector. De hecho, el comentario de uno de los primeros lectores de confianza de este libro fue: “¡tienes que hacer una serie de Kaspar Schwarz en la historia!”. Y quiero pensar que Kaspar tanto podría acabar en la Revolución Francesa, haciendo rodar cabezas al lado de Robespierre, como dentro de quinientos años, viviendo en Saturno… Yo quería que fuera un personaje lo bastante poliédrico como para transformarse en otros mil, y llegar a un final suficientemente abierto como para que fuera el comienzo de muchas cosas.

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