Al instante de atravesar cada mañana la puerta del colegio, los hermanos abotonados de los pies hasta al cuello me impedían hablar la lengua que hablaba en casa. Por eso, de entrada, se me hacía imposible sentirme identificado con la bandera que aquellos mismos “pedagogos” izaban con himno y solemnidad ante los escolares formados en silencio en el patio antes de dar comienzo a las clases.
En casa había otra bandera, que mis padres mantenían plegada y escondida desde muchos años atrás en una cajonera. Más adelante, a raíz de la transición democrática, la bandera escondida proliferó en público como enseña de recuperación. Yo también tengo una en casa, provista de cintas cosidas en los ángulos para colgarla en el balcón las fechas señaladas, en un impulso cívico que los hermanos de mi niñez fueron incapaces de hacerme sentir hacia la suya.
Ahora estoy empachado de banderas y celebro que las nuevas plataformas de izquierda prescindan de ellas en sus actos políticos, no como el PSOE. La bandera que siento mía ha servido para envolverse con ella durante las últimas décadas democráticas a demasiados corruptos, los manipuladores en beneficio propio que acumulan un “rinconcito” en Suiza mientras rebajan las pensiones de los jubilados, cierran escuelas y hospitales, gobiernan con un 20% de la población activa en paro y predican la independencia que sirva para que sigan mandando los responsables de haber hecho pagar la crisis de los especuladores a la clase media y popular.
La bandera que mantengo en casa, para colgarla en el balcón las fechas señaladas, sirve para celebrar algunas cosas, no todas. Mi bandera sigue siendo la mía y la suya sigue siendo la suya, pero ahora ya no es solamente cuestión de patria, identidad nacional ni bandera. La patria de mi bandera es la del 99% de los ciudadanos. No la de quienes se envuelven con ella en beneficio particular, aquí y allí.
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