Los procesos de cambio que han atravesado con más o menos virulencia todos los ámbitos de convivencia social a lo largo y ancho del mundo (en especial en los últimos veinte años), en campos como el trabajo, la familia o la estructura social, han afectado de manera muy intensa a las ciudades. Como bien sabemos, es en las áreas urbanas donde se concentran los problemas, pero también las oportunidades. Donde significativos procesos de innovación conviven junto a dinámicas de individualización o de segmentación social que tienden a separar funciones y personas. Como demostró Jane Jacobs, la ciudad fue la gran propulsora de la modernización, y lo fue gracias a su capacidad de diferenciación.
La ciudad siempre ha sido un lugar complejo y conflictivo, vulnerable y dependiente del exterior. Pero también enormemente atractivo, pues sólo en ellas parece posible generar cambios significativos en cómo hacer las cosas, cómo vivir, producir, aprender o disfrutar. En palabras del economista y premio Nobel, Robert Lucas, lo que en el fondo hace que la gente siga persistiendo en vivir en lugares difíciles y caros como Londres, Nueva York o París, es que les gusta, que necesitan vivir con otra gente. Esa fuerza de la agregación, de estar juntos, es lo que atrae como base de creatividad, de innovación y de generación de riqueza. La ciudad permite hacer no sólo más cosas, sino, sobre todo, hacerlas de manera distinta.
En los últimos años hemos visto como la evolución del mundo, de sus estructuras económicas y sociales, acentuaba las ventajas de la ciudad, a la vez que transformaba la misma idea de ciudad. Si hasta ahora lo específico de la condición urbana era la capacidad de contener, dentro de unos límites precisos, un sinfín de relaciones, intereses, posibilidades y recursos, cada vez tenemos más ciudades cuyo éxito les permite superar las fronteras impuestas por la política y el urbanismo. Podríamos decir que el triunfo de la ciudad nos ha llevado a una dislocación del binomio clásico “ciudad-urbano”.
Esa misma superación de los límites tradicionales de la ciudad y la tendencia a generalizar lo urbano han propiciado que se hable de “la muerte de los lugares”. Desde esta perspectiva, la gran facilidad de conexión propiciada por las nuevas tecnologías habría minimizado el problema de la distancia y la importancia de la localización. Las tecnologías de la comunicación habrían “aplanado” el mundo para acercarlo todo y los flujos (de comunicación, de relación, de intercambio,…) estarían reemplazando a los lugares. Pareciera que ya no hay que estar en la ciudad para poder crear-diferenciar-inventar. Sin embargo, nos hemos ido dando cuenta que, si bien ello es en parte cierto, también lo es que la capacidad de innovación y de diversificación (siguiendo a Jacobs), ha seguido concentrándose, no ya únicamente en las ciudades en sentido estricto, pero si en ciertos territorios que engloban ciudades.
El escenario actual, pues, presenta dos caras. En una se trivializa el lugar. No es demasiado importante donde se producen los bienes, y en ciertos casos tampoco es significativo desde donde se gestionan o se generan los servicios demandados. Al mismo tiempo tenemos muchas evidencias de que las actividades económicas que generan alto valor añadido, tienden a concentrarse en un reducido número de lugares. Quizás con novedades significativas -como Dublín, Shangai, Bangalore, Seúl o Singapur- en relación al mapa de ciudades-estrella de hace veinte años pero sin que ello produzca una difuminación del valor emplazamiento territorial como concentración fuerte de recursos en innovación, diseño, finanzas y medios de comunicación. Podríamos decir que, paradójicamente, cuanto más móviles son las cosas más determinantes son los lugares en que esas cosas se piensan y se gestionan. El lugar importa, pero importa asimismo lo que ocurre en ese lugar.
También resulta paradójico que la disolución de los límites urbanos en las ciudades globalizadas, en vez de significar su éxito sobre la “no-ciudad” que rodeaba su perímetro, en la práctica ha implicado una regresión en relación al sentido liberador que la ciudad había tenido en el medioevo (“El aire de la ciudad nos hace libres”, Stadtluft macht frei). Si ésta había sido históricamente el espacio limitado que permitía prácticas ilimitadas, estamos cada vez más en presencia de entornos urbanos que se nos presentan como ilimitados (en sus contornos físicos), pero que sólo permiten prácticas limitadas en alguno de sus pliegues internos. Las megaciudades, “lo urbano generalizado”, trae como consecuencia, su fragmentación interna, la segmentación de sus gentes y prácticas.
Cuanto más se generaliza lo urbano y el flujo predomina sobre el orden interno, más pierden las ciudades su significación autónoma, su capacidad de ser promesas de integración y liberación. Pero, atención, esa nueva realidad que subvierte la relación centro-periferias, no despolitiza la ciudad. Siguen existiendo jerarquías entre espacios urbanos, a partir de su mejor o peor conexión con las redes globales, y a partir de la mayor o menor capacidad de contener los nuevos y viejos recursos que explican innovación, diferenciación y creatividad. Las ciudades se despliegan hacia fuera, mientras crean nuevos repliegues internos, repliegues en los que se concentran riqueza o pobreza, conectividad-movilidad o enraizamiento-dependencia, seguridad público-privada o inseguridad autónomamente gestionada.
No hay duda de que el debate de la cuestión social está intrínsecamente unido a la cuestión urbana. Y son precisamente los cambios más recientes en el desarrollo capitalista, con su impacto sobre la dimensión urbana, los que ha ido conduciendo a esa convergencia entre “lo urbano” y “lo social”. A medida que se difuminan los límites entre ciudad y región, entre centro y periferia, a medida que se pone el énfasis en los “flujos” sin dejar de preocuparse por los “lugares”, más difícil resulta mantener diferenciados los campos de reflexión de las dinámicas urbanas y de las dinámicas sociales. Y es precisamente esa reconfiguración y revalorización del espacio público como gran contenedor de todas las complejidades e interacciones sociales, desde las más cotidianas a las más generales y abstractas, la que refuerza la necesidad de una repolitización de lo urbano. En su renovada dimensión territorial, lo urbano busca respuestas específicas para un espacio concreto, con todo lo que ello significa de ruptura con aproximaciones universales a la ciudadanía.
Lo que algunos han llamado “ideología espacialista”, que tanto éxito ha tenido en Barcelona, ha tratado de defender la idea que la clave de la convivencia estaba en el diseño de los lugares. Probablemente sea cierto, pero ya no suficiente. Para que los ciudadanos puedan hacerse suyos esos lugares, deben poder practicar en ellos su autonomía, expresar su diferencia, hacer reales las posibilidades de solidaridad e igualdad. Para ello se precisan ciertas condiciones en cuanto al empleo, la formación, la vivienda, la salud, la seguridad y el transporte. Y todo ello debe ser posible en el lugar, sin quedar condenados a residir para siempre en el mismo. La condición de movilidad es hoy esencial. Sin movilidad ya no podrá haber lugares. Buscamos sitios en los que permanecer, pero también sitios de los que salir.
Más allá de la ciudad esta la vida. Está la política. Una política que vive momentos de tribulación y de esperanza. De desafección y de alternativa. Van superándose las cautelas no resueltas de la transición, y reaparecen viejos problemas con nuevos ropajes. Más allá de la crisis institucional y de los grandes partidos, hay vida, hay política.