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Consejo del Puerto de València, segunda parte. Una anomalía

Joan Olmos

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Viernes 27 de septiembre, el Puerto de València aprueba su polémica ampliación con la única oposición de Joan Ribó.

En pura lógica democrática, habría bastado que el alcalde de la ciudad levantara la mano para pedir un receso para que la maquinaria portuaria se detuviera. Así de claro. El alcalde tan solo pretende solicitar nuevas pruebas a fin de disipar las dudas (y contrarrestar las evidencias demostradas, añadimos) que existen sobre los previsibles impactos de todo tipo. En principio, no se muestra contrario a la ampliación.

El resto de miembros presentes en la reunión del Consejo desatendieron la petición y apoyaron la propuesta oficial. El resultado es esperpéntico y a mi entender, sienta un precedente gravísimo en la gestión de los espacios portuarios: el alcalde de la ciudad no tiene capacidad para intervenir en un amplio territorio de su término municipal (unas 600 hectáreas) que ocupa unos 5 km de su fachada litoral y cuyas afecciones y demandas al resto de la ciudad son obvias y amplias.

Como casi nadie se ha ocupado en las últimas décadas de ver qué pasa en el Puerto, y menos todavía de cómo se gobierna ese gigante, todo había pasado hasta ahora más o menos de tapadillo. Pero hemos llegado a una situación límite. Por un lado, por la creciente concienciación sobre los peligros del Cambio Climático. Vaya acierto que tuvo el presidente del Puerto para elegir el día de la reunión, en plena movida internacional por la salud del Planeta.

Por otro lado, la situación destapa esa anomalía que supone que el puerto disponga de un estatus parecido a la extraterritorialidad, una situación admitida en el derecho internacional por la que un territorio (o un edificio) no se rige por las leyes del estado en el que está ubicado, sino por las del estado al que pertenece.

La anacrónica ley de Puertos concede a los espacios portuarios unas facultades que les libran de someterse a las autoridades municipales (ya cuidaron también de autoproclamarse 'autoridades portuarias') ni tampoco a sus normas, no han de tener en cuenta el planeamiento municipal ni pedir licencia para sus obras. Como señala el Secretario del Ayuntamiento de València en un reciente informe, “…las exime (a las obras) conscientemente de todo control urbanístico por parte de los Ayuntamientos afectados, cuya intervención se limitará a la emisión de informe a requerimiento del órgano ambiental competente, en la fase de consultas y participación pública del procedimiento de evaluación de impacto ambiental del proyecto, en calidad de Administración con competencias afectadas”. Un informe, por cierto, que terminaba diciendo “que la APV, en su calidad de órgano promotor, debiera haber instado una nueva evaluación de impacto ambiental” por las modificaciones derivadas del proyecto de 2018.

Lo mismo podemos decir de la Generalitat Valenciana, con competencias prácticamente exclusivas en Urbanismo y en ordenación del territorio, incluida la ordenación del litoral, y sin embargo sin capacidad de intervenir en los espacios portuarios, convertidos en auténticas taifas. Por lo tanto, más allá del conflicto por las obras, ahora se plantea un asunto de gran trascendencia en cuanto a la gobernanza y a la legitimación democrática.

El alcalde recibió un mandato de sus electores, formó gobierno con otro grupo político y en sus programas se apostaba por la defensa del medio ambiente y del interés general. Frente a este hecho, no puede una decisión emanada de una ley de tercer rango poner trabas por más que una y otra vez anuncie que lo hace para defender la economía y los puestos de trabajo. Aquí mismo, en otro artículo reciente, hemos resumido los argumentos que se contraponen a las tesis oficiales.

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