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Opinión - Contra la política del odio. Por Esther Palomera

Animales

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Como es bien sabido, recientemente el alcalde de Madrid hizo disparar trescientos quilos de pólvora a orillas del Manzanares, en una zona renaturalizada donde anidan y campean numerosas aves migratorias, nutrias, culebras de agua, algún que otro zorro y mucho viandante, con rumbo y sin él. Más de ciento ochenta especies, según dicen los que se dedican a contarlas. Una animalada. Fue para celebrar la victoria de su partido político en la ciudad de València, dijeron, aunque nueve meses después de alcanzada y, casualidad o no, el día de las elecciones gallegas, que también han ganado. Pero, detalles aparte, era por una buena causa, era, según palabras del edil, «para estrechar lazos entre dos comunidades autónomas fundamentales para el futuro de España». Diríase que todavía no se han enterado de que los valencianos estamos en el mundo para ofrendar glorias a España desde, por lo menos, la exposición regional de 1909. No será porque no lo proclamamos bien alto y en el primer verso de nuestro canto más emblemático, para que no se diluya la idea. A que sacaran réditos de la proeza pirotécnica contribuyó no poco una parte de la oposición local y cierta prensa alarmista, que a falta de objeciones de mayor enjundia hicieron suyas las de los animalistas. La mascletà tendría lugar en un lugar inapropiado, la fauna silvestre iba a sufrir y las mascotas de la zona se iban a traumatizar. E iba a molestar a los viejos, a los enfermos, e incluso a algunas personas de aspecto saludable a las que, inexplicablemente, enervan las explosiones. Memeces.

Un tipo se llevó a un husky siberiano al evento para demostrar que un perro bien educado, un perro de bien, no tiene por qué tener miedo a las carcasas, con tan mala fortuna, que cuando empezaron a silbar los cohetes borrachos y las serpentinas al chucho se le multiplicaran las fuerzas, se deshizo de la correa y puso pies en polvorosa, y para demostrar lo inoportuno del evento y lo inadecuado del lugar, la disidencia difundió un vídeo en el que se veía al dueño corriendo detrás del acojonado animal. Imágenes a las que alguien añadió las de un pato supuestamente infartado a causa de las explosiones. Como se supo después, el palmípedo ya estaba muerto cuando empezó el festejo, pero, aunque no hubiera sido así, da igual, no dejaban de ser unas pruebas de chicha y nabo. El pato, un flojo, ya lo dijo la presidenta de aquella comunidad, y el husky, un cagueta que merece ser degradado a la condición de perrito faldero. Estos animalistas son unos ilusos. Hace falta serlo para pensar que con tales indicios iban a conmover a los promotores del sarao. ¿Cómo va a afectar la muerte de un puto pato a aquellos que convierten en asignatura para escolares el arte de convertir a un toro en una agonizante morcilla, a esos que no movieron un dedo ni dejaron que nadie lo moviera para auxiliar a más de siete mil ancianos que se estaban asfixiando porque, de todas maneras, «no se salvaban en ningún sitio», a los que corren a homenajear a los aficionados al tiro al niño palestino, deporte de moda y especie en vía de extinción, o a los muchos que no quieren saber nada de tales asuntos o que sabiéndolo les da igual o lo aplauden? No way.

En cualquier caso, hay que alegrarse de que los habitantes de otras latitudes empiecen a percatarse de qué va esto de las Fallas. Que imaginen esos siete minutos que duró la ensordecedora machada multiplicados por mil. Seguro que encuentran motivos para solidarizarse con una parte de sus congéneres valencianos. Pero que tomen también buena nota: hoy la mascletà es solo un simpático gesto de hermanamiento; si se convierte en tradición, mañana será un acto sagrado que los definirá como colectividad. Quien se excluya de él, se autoexcluirá de esa colectividad, mostrará su desafección a la misma. La fiesta es un aglutinante poderoso que evita la necesidad de argumentos para la adhesión a un grupo. La acción ritual y el respeto a los elementos sagrados evita fatigosos raciocinios. Y una vez todos los corazones van a una —los cerebros no hace falta, porque desaparecen—, es fácil reinar sobre la masa resultante. La mascletà es uno de esos actos que armonizan, igualan, hermanan. Nada une tanto como una traca estruendosa, una hoguera —si es con ejecución, mejor—, una música animosa, rítmica y reiterativa, o un santo patrón. El precio es dejar de ser uno mismo, pero una vez se ha probado lo cómodo que resulta, son pocos los que vuelven a reclamar la unicidad existencial. Quien se excluye del desfile, del cántico, de la procesión, quién no participa del entusiasmo general y no vibra al unísono, se convierte en disidente y se proclama enemigo, y si no se proclama él, ya lo hacen los demás.

La fiesta simplifica mucho las cosas a los políticos. El alma de un pueblo contenido en una traca, ¿no es eso un prodigio? Y disparando una en el sitio apropiado ya son dos almas, las de dos pueblos que, mira por dónde, votan mayoritariamente lo mismo. A ver cómo lo hacen el próximo año para meter en el programa una queimada, unas sevillanas y un toro enmaromao, con lo que ya tendrán a más de media España donde debe estar. Como poder, se puede, y no hay que descartar que alguien lo esté planeando. En todo caso, hubo mascletada en el Manzanares y durante estas fallas habrá chotis en el balcón del Ayuntamiento de València. Más allá del circo —con pan o sin él—, la de festero es una eficacísima piel de cordero para cualquier dirigente o aspirante a serlo, de ahí que las fiestas se hayan convertido en los vasos comunicantes de la política. Son como plagas, y los políticos, sus vectores de transmisión. En eso van a todos a una. La alcaldesa de Valencia ha dicho que los que se han opuesto a la mascletà madrileña son unos catetos, y los otros se han defendido alegando que la ensalada de explosiones es «un fenómeno cultural transversal» que «hay que tratar con cordura». Poca discrepancia de fondo hay ahí. La conclusión es que hace falta mucho más que un pato difunto y un perro acobardado para parar una fiesta, y mucho más que unos ciudadanos alérgicos al ruido mientras no sean mayoría. En cuanto a esa oposición que quiere ser reducto de lo que queda de racionalidad en nuestras sociedades, tiene que decidirse: o intentar apropiarse de las tradiciones, en pugna con sus oponentes políticos, o cuestionar sus fundamentos y su vigencia. A los que eligen la primera de las opciones hay que desearles buena suerte cortésmente. Y a los que escogen la segunda, mejor tino que el demostrado en esta ocasión.

Como es bien sabido, recientemente el alcalde de Madrid hizo disparar trescientos quilos de pólvora a orillas del Manzanares, en una zona renaturalizada donde anidan y campean numerosas aves migratorias, nutrias, culebras de agua, algún que otro zorro y mucho viandante, con rumbo y sin él. Más de ciento ochenta especies, según dicen los que se dedican a contarlas. Una animalada. Fue para celebrar la victoria de su partido político en la ciudad de València, dijeron, aunque nueve meses después de alcanzada y, casualidad o no, el día de las elecciones gallegas, que también han ganado. Pero, detalles aparte, era por una buena causa, era, según palabras del edil, «para estrechar lazos entre dos comunidades autónomas fundamentales para el futuro de España». Diríase que todavía no se han enterado de que los valencianos estamos en el mundo para ofrendar glorias a España desde, por lo menos, la exposición regional de 1909. No será porque no lo proclamamos bien alto y en el primer verso de nuestro canto más emblemático, para que no se diluya la idea. A que sacaran réditos de la proeza pirotécnica contribuyó no poco una parte de la oposición local y cierta prensa alarmista, que a falta de objeciones de mayor enjundia hicieron suyas las de los animalistas. La mascletà tendría lugar en un lugar inapropiado, la fauna silvestre iba a sufrir y las mascotas de la zona se iban a traumatizar. E iba a molestar a los viejos, a los enfermos, e incluso a algunas personas de aspecto saludable a las que, inexplicablemente, enervan las explosiones. Memeces.

Un tipo se llevó a un husky siberiano al evento para demostrar que un perro bien educado, un perro de bien, no tiene por qué tener miedo a las carcasas, con tan mala fortuna, que cuando empezaron a silbar los cohetes borrachos y las serpentinas al chucho se le multiplicaran las fuerzas, se deshizo de la correa y puso pies en polvorosa, y para demostrar lo inoportuno del evento y lo inadecuado del lugar, la disidencia difundió un vídeo en el que se veía al dueño corriendo detrás del acojonado animal. Imágenes a las que alguien añadió las de un pato supuestamente infartado a causa de las explosiones. Como se supo después, el palmípedo ya estaba muerto cuando empezó el festejo, pero, aunque no hubiera sido así, da igual, no dejaban de ser unas pruebas de chicha y nabo. El pato, un flojo, ya lo dijo la presidenta de aquella comunidad, y el husky, un cagueta que merece ser degradado a la condición de perrito faldero. Estos animalistas son unos ilusos. Hace falta serlo para pensar que con tales indicios iban a conmover a los promotores del sarao. ¿Cómo va a afectar la muerte de un puto pato a aquellos que convierten en asignatura para escolares el arte de convertir a un toro en una agonizante morcilla, a esos que no movieron un dedo ni dejaron que nadie lo moviera para auxiliar a más de siete mil ancianos que se estaban asfixiando porque, de todas maneras, «no se salvaban en ningún sitio», a los que corren a homenajear a los aficionados al tiro al niño palestino, deporte de moda y especie en vía de extinción, o a los muchos que no quieren saber nada de tales asuntos o que sabiéndolo les da igual o lo aplauden? No way.