Se inauguró la feria del libro y la radio estaba allí para contarlo. El reportaje estaba estructurado de manera que una serie de escritores desfilaban ante el micro para hablar de lo llevaban en el zurrón. «Yo vengo a la feria para presentar esto o aquello», y a continuación trataban de describirlo, haciendo un penoso ejercicio de jibarización, y adornaban su intervención glosando la importancia que para ellos tenía el arte de la escritura o lo bonita que les parecía la primavera. Uno detrás de otro. Y a medida que avanzaba el desfile, uno sentía avanzar una oleada de vergüenza ajena, una íntima incomodidad impregnada de humillación vicaria. Una institución, la prensa, que en principio es la subsidiaria, le marcaba la pauta a la que se supone que tiene prelación, la literatura. En teoría, el escritor crea y el periodista informa, pero la crónica estaba guionizada por este último, y los literatos, convertidos en personajes de la farándula, se esforzaban por cumplir con agradecimiento el papel asignado dentro del degradante formato. Al fin y al cabo, estaban allí para eso, para convertirse en espectáculo, conseguir la gacetilla o la simple mención del día siguiente, atraer al público, tratar de colocarle sus miríficos específicos dispensados en verso o en prosa e intentar hacer algo de caja.
En esto también el mundo se ha puesto del revés. En lugar de ir el vulgo en busca de sabios en los que encontrar consejo, son estos los que corren detrás de las masas reclamando algo de atención. No insistiré mucho en lo equivocado de la estrategia, porque quien más, quien menos, lo sabe. Las gacetillas sirven para llenar periódicos y ahí suele acabar su utilidad. Y exhibiéndose en presentaciones, firmas y debates, el autor se arriesga a defraudar las expectativas del lector devoto, si es que este se presenta, ya sea porque su dedicatoria autógrafa decepciona o porque sus habilidades sociales no colman las expectativas que ha creado con sus habilidades literarias. Y qué decir de aquellos que van a ver cuán convincente o simpático es un escritor de cuerpo presente para decidir si comprar su libro. Es como comprar melones palpándole los testículos al frutero. En ese lance escénico siempre tienen las de ganar los individuos mediáticos, es decir, los previamente mediatizados, y los que saben ser didácticos de manera acrítica o con un criticismo meramente formal, algo que el lector autocomplaciente y perezoso agradece y que la industria sabe y hace tiempo que explota convenientemente. Ni que decir tiene que los verdaderos sabios —salvo las excepciones y los excepcionales— acaban renunciando a participar en este espectáculo de transformismo y despersonalización, o siendo desalojados por la puerta del fracaso en compañía de todos los que, por una razón u otra, son incapaces de seguir el juego.
La mercancía que exhiben las casetas copadas subrepticiamente por las grandes editoriales y distribuidoras lleva el blindaje del éxito y se viste con toda suerte de enunciados ampulosos que sacralizan la letra impresa, legitimando apriorísticamente cualquier uso que se hace de ella, obviando las muchas sandeces que se imprimen por cada frase con sustancia. Pero no toda la culpa de lo que pasa es del mercado. El tutelaje por parte de la Administración de la actividad creativa, asimilándola al concepto patrimonial de cultura, puede que no sea tan buena idea como muchos piensan, al menos tal como se practica aquí. Ahora mismo, al margen de la industria del entretenimiento a gran escala y del mainstream, hay muy pocas editoriales que no dependan en un grado u otro de las ayudas públicas, bien sea a través de convenios revestidos de premios literarios, de ayudas directas (pero no indiscriminadas), o de subsidios a través de ciertos negociados temáticos, eso que algunos, con ánimo injurioso, llaman chiringuitos. Como tampoco hay banda ni músico cuya supervivencia no dependa de contratos municipales o de instituciones que se nutren directa o indirectamente del erario, ni película que no esté financiada con dinero público —sobre todo, reveladora paradoja, las que vienen avaladas por grandes grupos mediáticos—, ni artista plástico que no dependa de los presupuestos de los museos y centros culturales que proliferaron como setas en la década de los noventa.
De modo que no pocos «creadores», en vez de parte activa del contrapoder, se convierten en escribas, en resignados o sumisos servidores del establishment, y sus obras se convierten en prontuarios de los asuntos que están de moda en función de criterios comerciales, políticos o de ambos a la vez, cuya lista llevan bien aprendida, igual que la manera de enfocarlos. Pero, aun así, no tienen que hacer. La industria cultural camina a pasos agigantados hacia el oligopolio, hacia el duopolio más bien, por mucho que la pluralidad de sellos se mantenga dando una falsa imagen de diversidad empresarial. Recientemente, en el ámbito de la edición, Planeta se ha hecho con el control de Bromera, y Penguin Random House acaba de adquirir Roca Editorial, con lo que esos dos grandes grupos ya han comprado casi todo lo que les salía a cuenta. Cada vez menos autores, menos empresas editoras, productoras y distribuidoras copan el grueso de un mercado en el que introducen una y otra vez los mismos o parecidos productos, parafraseados o consumidos repetidamente por un público con pulsiones adictivas. La aparente abundancia de la oferta no hace sino camuflar un panorama paupérrimo, el balasto sobre el que se yerguen unos pocos tótems visibles para la mayoría. Situación que induce a pensar que las amenazas para el futuro del libro y de los productos culturales en general no vienen tanto de las nuevas tecnologías o de una superinteligencia suplantadora, como de quienes, ahora mismo, ejercen el control sobre ellos.
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