Hace tiempo que se habla de la inminente reedición de los felices años veinte, esa época de desmadre previa al desastre de la Segunda Guerra Mundial que ahora sería sustituido, previsiblemente, por la definitiva debacle económica y medioambiental. En realidad, ya estamos en la nueva fase cataclísmica, y la reedición del período previo de inconsciencia colectiva lo vivimos hace tiempo: fue en los ochenta y parte de los noventa. Ahora que nadie, ni siquiera Paco Clavel se atreve a reivindicar sin rubor aquellas décadas, permita el lector que rememore unas cuantas postales fechadas en septiembre de 1988. En la primera de ellas se puede ver a una muchedumbre agolpada delante del Carnegie Hall, la mítica sala de conciertos de Nueva York. Puede que sean cuatrocientas o quinientas personas, y están haciendo cola para asistir a un recital operístico. A mediodía ya han protagonizado la inauguración tumultuosa de un edificio de ocho plantas en esa misma calle del centro de Manhattan, la 57. Esa misma mañana han asistido a una misa en la catedral de St. Patrick, oficiada especialmente para ellos por el cardenal de la diócesis, y la noche anterior llenaron un teatro de Broadway para ver en rigurosa versión original Los miserables. Después del concierto que está a punto de celebrarse, última postal de la serie, cenarán vestidos con sus mejores galas en el Tavern on the Green, el famoso restaurante situado en Central Park, que han reservado al completo.
Lo realmente peculiar de esas imágenes es que todo ese gentío procede de Valencia. Han fletado un par de Boeing 747 que los han traído directamente desde Manises, un aeropuerto del que no salen habitualmente vuelos trasatlánticos y donde las gigantescas aeronaves tienen que apurar la pista para poder despegar. Pero ellos lo han hecho como quien alquila un autocar para ir de excursión a Andorra. Son estampas que uno inevitablemente asocia con otras que describe Kenneth Tynan en un breve ensayo publicado a mediados de los setenta, en el que intenta explicar lo inexplicable, las excentricidades de la ciudad de Valencia y, por extensión, las del conjunto de los valencianos. Cuando se refiere al Parador del Foc, al que define como «un club nocturno erigido especialmente para las Fallas en el parque municipal», lo describe así: «Le Tout-Valence se concentra en ese entoldado, demasiado pequeño para tanta gente, que en su interior está decorado con pinturas que imitan tapices e iluminado con candelabros. Unas cuatro mil personas acuden para presenciar la actuación de un grupo importado de rock francés. Pero lo más sorprendente es que todos los hombres van vestidos de etiqueta. ¿En qué otro lugar de Europa podría encontrarse dos mil hombres con traje de etiqueta reunidos en el mismo edificio, y no digamos bajo un toldo?», acaba preguntándose el cronista. Y uno se pregunta si el espectáculo que dio aquel tropel de gente atildada, yendo en comandita a algunos de los lugares más emblemáticos de Nueva York, lo podrían haber dado otros que no fueran valencianos, le Tout-Valence, como habría dicho Tynan. Porque allí estaban todos, encabezados por las máximas autoridades del momento, Joan Lerma, el todavía alcalde Ricard Pérez Casado, los líderes de la oposición y la crème de la crème del entonces boyante empresariado local —alguno había que parecía haber dejado aparcados el carro y el caballo en Washington Square—, flanqueados por algún que otro poderoso banquero y un expresidente del gobierno del Estado.
Pero no son esos personajes los que más llaman la atención, ahora que el recuerdo los agruma a voluntad y hace recuentos aparentemente caprichosos. Los paganos de aquel fiestorro eran los Lladró, de Almàssera, tan envidiados entonces como olvidados ahora. La soprano que dio el concierto era Enedina Lloris, hija de Alfara del Patriarca y, a decir de los críticos, una de las mejores cantantes líricas de la década, que ahora mismo sería una celebridad mundial en su cenit si un desafortunado problema de tiroides no hubiera truncado su carrera. El director de la orquesta era Enrique García Asensio, respetado maestro valenciano que empezó su carrera, precisamente, dirigiendo la Filarmónica de Nueva York. El edificio inaugurado había sido diseñado por el singular arquitecto de Ruzafa Rafa Tamarit. Además de contener una muestra extensísima piezas de porcelana, indiscutible elemento de continuidad con el mundo fallero, albergaba en la última planta una galería en la que estaba previsto que se exhibieran obras de pintores preferentemente valencianos, lo que explica que algunos de ellos también formaran parte de la manada que iba de aquí para allá. Y con ellos, la decena de escultores que trabajaban para la casa, con mucho más oficio y potencial que el que daban a entender las denostadas figuras que tan buenos dividendos les proporcionaban.
Todos, y la mayor parte de la comparsería, entre la que también había de todo, habían nacido y vivían en la comarca de L'Horta Nord. La mayoría eran de los pueblos que rodean la capital, un terrón de apenas veinte quilómetros de radio. Y, sin embargo, con menos de eso y por muy kitsch que resulte o precisamente por eso, se puede llenar el imaginario de alguna nacioncilla con o sin estado. Lo que habían hecho podía haber sido el paso para la consolidación de muchas carreras personales y el inicio de un brillante recorrido colectivo. Pero la pintoresca troupe, después de pasar por Disneylandia, volvió a casa ahíta, como los operarios de un taller fallero al día siguiente de la noche de la plantà, dejando tras de sí aquella enorme falla por quemar. No tardó en arder. Ahora mismo, de todo aquello solo quedan cenizas. Como debe ser, según un código idiosincrático que nadie acierta a descifrar. Podríamos intentar explicarlo apelando a la crisis económica, al cambio de modelo productivo, a la globalización o a la siniestra mano de George Soros, pero seguramente nos equivocaríamos. Las explicaciones que remiten a macrofenómenos producen un efecto lenitivo, pero engañoso, porque hacen que parezca racional lo que no lo es en absoluto. Y en este caso intervienen factores muy peculiares que rayan en lo metafísico. Sin ir más lejos, el meninfotisme, expresión de un resignado existencialismo asociado a una absoluta ausencia de ambición colectiva.
El breve ensayo de Kenneth Tynan, integrante de una recopilación que Anagrama tituló La pornografía, Valencia, Lenny, Polanski y otros entusiasmos, está lleno de pasajes como el citado más arriba, y a juicio de quien suscribe tendría que ser considerado uno de los textos capitales de la literatura identitaria valenciana, junto a obras como Nosaltres els Valencians, País Perplex o cualquiera de los tochos de Cucó. En cierto modo las supera, porque la mirada distante del británico, aunque visiblemente colonialista, está libre de las legañas patrias que enturbian la de los autores nativos. Ciertamente su testimonio se centra en la ciudad de Valencia y en una época que parece que queda ya muy lejos (exactamente como las otras obras mencionadas), pero todo lo que dice es extrapolable al resto del territorio, y el sustrato temperamental sigue ahí, inalterado, anidando bajo la peluca de esos que están pretendiendo hacer ya unas fallas postpandemia en pleno mes de julio, corre que me cago.
«[Las Fallas] se queman, dicen los valencianos, para demostrar que la malicia es mortal y que tampoco la belleza dura eternamente», reseña Tynan, para añadir que esa es «una forma muy agotadora de machacar dos cuestiones que nadie puede, francamente, discutir. Sería más adecuado decir que son destruidas espectacularmente porque la destrucción espectacular es la única imagen que fascina forzosamente a todo el mundo». Así es. Pero no todo el mundo da rienda suelta a esas pulsiones de una manera tan insensata. La cultura, en definitiva, consiste en canalizar toda esa energía irracional de un modo civilizado y provechoso. Pero no es nuestro caso. Aquí lo hacemos bordeando la demencia, como se desprende de esta otra escena que Tynan describe cuando habla de la noche de la cremà: «“¡Precioso!”, le oí murmurar a una mujer anciana, resplandeciente a través de la neblina de humo y ceniza, que contemplaba extasiada unas llamaradas de treinta metros de altura. En sus brazos, estirados al máximo por encima de su cabeza, sostenía a un bebé que llevaba el vestido de bautizo. Por un momento pensé que iba a tirarlo al fuego».
El bebé puede que no, no todavía, pero muchas otras cosas que merecerían mejor destino sí que van de cabeza, a todas horas y sin contemplaciones, a la indiferencia, al olvido, al lecho de Procusto o directamente a la nada, a un fuego autodestructivo que por estos pagos no se extingue nunca. Por eso siempre hay por aquí alguno recomenzando algo, porque aun no sabe que no es más que el ninot de una falla perpetua, y antes de que pueda darse cuenta se verá empapado en gasolina y con veinte metros de traca enrollados al cuerpo.
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