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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

“Una mañana os despertaréis”

John Travolta y Samuel L. Jackson, en una escena de 'Pulp Fiction'.

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Como el resto de formas de expresión tradicionales, el cine se ha vuelto autoreferencial. Casi siempre por defecto, fagocitándose a sí mismo a través de estereotipos, pero también a veces de manera explícita y autocrítica, como ha hecho Nani Moretti en su última película, El sol del futuro. Su protagonista es un director de cine veterano que trata de rodar una película a contracorriente mientras reconsidera su trayectoria vital y profesional, su militancia política y todo aquello en lo que han desembocado sus esperanzas y las de toda una época. Para él, como para Moretti, el arte es intrínsecamente moral. Su manera de rodar es dubitativa, tortuosa, interferida constantemente por dilemas éticos. En un momento dado asiste al rodaje de otra película dirigida por un colega joven, entusiasta, acorde con los tiempos que corren, y trata de impedir que este filme una escena en la que un hombre, de pie, ha de disparar sin contemplaciones a otro que está arrodillado. Es una imagen mil veces vista en el cine actual. El viejo director le argumenta al otro por qué debería renunciar a hacer esa escena. No solamente enmascara lo difícil que es matar a otro ser humano cara a cara y obvia las implicaciones que ese acto comporta —le dice—, sino que es una imagen manida que, por un lado, “perjudica gravemente al cine”, y por otro banaliza la violencia al convertirla en un espectáculo disfrutable. El cineasta joven alega que él quiere “cegar el mal iluminándolo”, pero al alter ego de Moretti, como al real, eso le parece una gilipollez, otro tópico, y agota todos sus recursos dialécticos para demostrar que a lo único que obedece esa secuencia es a la fascinación generalizada por la violencia que ha creado el propio cine. Con todo, el problema, para él, no es tanto la violencia como el hecho de que su profesión se haya vaciado de principios. “Directores, guionistas, productores… una mañana os despertaréis y os pondréis a llorar por todo lo que habéis hecho”, dice en un momento dado. Naturalmente, la escena se acaba rodando tal y como estaba previsto hacerlo.

Un poco más adelante, el Moretti ficticio se queda sin dinero para su rodaje, y en busca de financiación accede a entrevistarse con unos ejecutivos de Netflix. Estos empiezan la reunión recordándole con insistencia que sus productos, los de Netflix, se ven en ciento noventa países, y a partir de la autoridad que eso les confiere, le dicen qué es lo que no les gusta de su película y todo lo que tendría que cambiar para que ellos accedan a financiársela. Básicamente, lo que le exigen es convertirla en otra completamente diferente, ajustada a los estándares de la plataforma. Queda claro que no les agrada que el tema elegido sea abiertamente político; hay que adelantar el desencadenante de la acción —al minuto dos, concretamente—, así como los giros de guion; también hay que introducir en la historia un momento what the fuck y, por supuesto, no quieren actores italianos, quieren “superestrellas”. Nada de todo eso tiene que ver con las leyes de la dramaturgia, sino con una cosa llamada “marketing de contenidos”. El tipo sale de allí sin dinero y visiblemente desubicado, con cara de what the fuck, qué coño ha pasado. Para colmo, parte del equipo se le va para trabajar en una serie norteamericana. Para quién, si no. Finalmente, unos productores de Corea del Sur ponen los cuartos necesarios para acabar la película. Hay que suponer que es otro chiste, porque en ninguna parte del mundo como en ese país se hace actualmente, entre otras cosas más o menos estimables, un cine tan violento y lleno de clichés, a la peor manera de Hollywood.

El cliché impera. Nadie parece advertir que lo que consumimos son productos culturales reciclados, sucedáneos, contrahechuras, restos recalentados de banquetes anteriores, pecios de una riqueza heredada. Eso, los más sibaritas. Los que se empeñan en vivir exclusivamente al hilo de la novedad se alimentan de un pienso incomible. Si quieres acompasar tus gustos a los de los tiempos que corren, abre tus orejas al hip-hop, tus ojos a los refritos de Tarantino —quien por lo menos no esconde lo mucho que le pone la violencia—, tu mente a happenings insustanciales y efímeros, prepárate para degustar los productos de la IA generativa, esa que es ya capaz de producir textos, música e imágenes a partir de la información disponible en Internet, y, en general, ajusta tu sensibilidad a la mediocridad, al déjà-vu, al imperio de un arte ocurrente y superficial envuelto, si acaso, en una retórica lo bastante confusa como para que no puedas ver la quincalla que encubre. Es verdad que con un pequeño esfuerzo nos es dado disfrutar del legado de siglos anteriores. Nos podemos dar una vuelta por los museos o por las filmotecas o, casi mejor, por alguna que otra página web medio proscrita. A veces atisbamos algo de ese legado gracias a que algún artista postmoderno lo ha recreado con descaro, o porque algún influencer, queriendo o sin querer, se lo desvela a sus seguidores. O porque aparece embebido en un anuncio televisivo o lo descubrimos por nuestra cuenta tirando de algún hilo suelto. Pero siempre como patrimonio que nos viene de lejos, generalmente dentro de un cajón de sastre, con la cronología rota y con grandes dificultades para entenderlo de manera cabal. A partir de todo eso, muchos están convencidos de que vivimos en una época especialmente creativa, pero lo realmente significativo para juzgar la época en que uno vive no es lo que esta pone a tu disposición según y como, sino lo que es capaz de generar. Y cada vez parece más improbable que ahora mismo pueda surgir nada realmente novedoso.

Se podría argumentar que ex nihilo nihil fit, nada surge de la nada. Nadie duda de que esa es una ley fundamental de la física, de la biología y también del arte. Pero a lo largo de la historia ha habido fenómenos creativos que eclosionaban con tal fuerza que eclipsaban todo lo anterior, mientras que el único fenómeno específico de los tiempos que corren es la carencia de singularidades artísticas sustanciales. No se dan porque en todos los frentes hay un fuerte blindaje contra cualquier intento por contradecir el discurso oficial, sobre todo si uno se aparta de las leyes del mercado, y más si uno se dedica a tocar las narices a los colegas que se someten gustosamente a ellas. La mejor prueba de la existencia de un dirigismo cultural tan férreo como exitoso es que no se nota. Para imponerse, el dirigismo ya no depende exclusivamente de los resortes políticos tradicionales —que siguen siendo parte esencial—; se ha desplazado a todos los ámbitos de actividad artística, cada vez más monopolizados y con un discurso más estrecho. No es que no haya dirigismo, como muchos creen, es que sus directrices están tan incardinadas en los procesos creativos, en los usos y rutinas de consumo, ha penetrado de tal manera en los gustos del público, está este tan moldeado por un mercado oligopólico, que no se percibe como tal. Es decir, que sí, la oferta cultural es muy abundante, apabullante, pero cada vez más pobre, reiterativa y canalla, enfocada casi en exclusiva al entretenimiento, hecha a la medida de lo que requieren Netflix y sus colegas, para espanto de Moretti y otros cuatro extemporáneos. Moretti, por cierto, se las apaña para que su película, El sol del futuro, acabe siendo, pese a todo, optimista. Se trata de optimismo de la voluntad, naturalmente, y para expresarlo no tiene más remedio que recurrir a una fantasía, pero era eso o una soga colgando del techo. En la película, digo.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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