Peregrinación a la apostasía
Apostasía. La palabra apareció en mi mente tan pronto como el cabreo que me pillé a raíz de la ley del aborto de Gallardón subió mi tensión.
La Real Academia de la Lengua Española define apostasía como el hecho de negar la fe de Jesucristo recibida en el bautismo. Y eso es precisamente lo que firmemente me propuse llevar a cabo. No es que antes no lo hubiera pensado, es que ahora lo considero más que necesario, una obligación de toda persona comprometida con la libertad. Lo que antes concebía como intrascendentes actos de mi vida en su fase prerracional, ahora son manchas en el que considero destacado expediente de cordura que mi inteligencia va escribiendo día tras día. En eso es en lo que consiste apostatar, en seguir los dictados que libertad, igualdad, fraternidad y justicia exigen porque todo eso es cordura. Aquí ya no hay medias tintas. O se es parte del problema o cada uno de nosotros le echamos una mano a la solución.
Apostatar es ese verbo que deberíamos conjugar más a menudo porque es mucho lo que está en juego. Para empezar, nuestro futuro sobre ser o no un satélite de la Plaza de san Pedro. Para continuar, la virginidad de nuestro libre albedrío, violado en el momento del bautismo. Y para acabar (acabo por mera coherencia enumerativa, bien sabe dios que con él no acabaría nunca), la vida misma, a la que por mucho que se empeñen en negar en la conferencia episcopal no hacen más que insultar a cada vez que abren sus miserables bocas.
Lo único que me encabrona de todo este asunto de la apostasía es que, como ya he dicho anteriormente, supone negar a Dios. Y he ahí la más irrisoria ironía que se pueda encontrar: negar algo que no existe, lo cual es ontológicamente imposible pues, por poco que se reflexione, esta aparente paradoja encierra más bien una contradicción. En realidad, lo que ello verdaderamente viene a ser es una manifestación más de la arrogancia religiosa y sus dogmas lógicamente insostenibles. Aún así, si apostato es porque quiero que conste mi rechazo a todo cuanto es la religión, que es todo menos algo bueno. De hecho, y aquí va una invitación a la conciencia del lector en forma de reivindicación social, creo que todos deberíamos apostatar para así hacerles evidente el alto grado de disociación con la realidad en el que viven porque uno de los pocos argumentos de que se valen (como siempre, falaz) es el de la mayoría, el de dios existe porque muchos creen en él. En fin, la mierda de siempre, qué voy a contar que no se sepa ya.
Por todo eso y por muchas cosas más que, sin duda, darían como mínimo para una de esas miniseries que tanto se estilan ahora, me marqué el convencido propósito de apostatar. Para ello, me puse en contacto con el arzobispado de Valencia. Allí lo único que se me dijo fue que enviara una carta que recogiera la petición apóstata. Sí, se atendió mi petición, pero la indiferencia con la que se trató el requirimiento administrativo sólo pudo ser solventada gracias a mis contínuas, y con toda clase de probabilidad, molestas preguntas para mi interlocutor. Así pues, después de sonsacar todos los detalles burocráticos y cumplimentarlos, abandoné la carta que liberaba mi nombre del yugo religioso en un buzón. Quién me iba a decir que un objeto tan vintage en esta era digital, casi que únicamente servible para subir fotos a Instagram, sería el primer paso de la excarcelación en este pulso que mantengo con la iglesia de san Pedro.
Por si se lo pregunta el lector, el texto de la carta que envié a la sede arzobispal era uno de los miles de formularios estándar de apostasía que figuran por la red. Eso sí, me aseguré de contrastar y verificar todos los artículos y demás puntos legales que en él se citaban.
Quedo ahora a la espera de una respuesta, que se supone debe ser un documento justificativo en el que quede reflejada mi negación de la fe. Sea cuál sea, la compartiré en un próximo artículo. No sé quién debe concederme la gracia de la apostasía, si el arzobispo, un administrativo de la sede o la secretaria del jefazo. Sea como sea, la única respuesta válida sería un simple “Te pedimos disculpas por tratar de manipularte, tratar de aniquilar tu libertad y tratar de que hicieras lo mismo a los demás”. No me van a decir eso, lo sé. Sin embargo, me quedo con el convencimiento de que ellos lo saben, de que en algun lugar de su oscurantismo lo saben. Yo, por mi parte, desde estas líneas os digo: tratasteis de hacer todo eso y no lo conseguisteis. Por eso estoy aquí hoy, rechazando ser parte de la secta que sois gracias a dos palabras que siempre han sido contrarias a vuestro modus operandi: libertad de pensamiento.
Una última cosa. La hipócrita sociedad en la que vivimos me obliga a afirmar que cualquiera que se escandalice por los tacos que he ido soltando tiene un serio problema de déficit de atención y una nula capacidad argumentativa.