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La disolución del Parlamento

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, entrega unos papeles antes de dar una rueda de prensa.

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La disolución del Parlamento no es una institución propia de la democracia. No debería existir. En los Estados Unidos, que es el primer país que se constituyó con base en el principio de soberanía popular, no se contempla la disolución del Parlamento. Las elecciones se celebran en fechas predeterminadas, que no pueden ser modificadas. Así ha venido ocurriendo sin interrupción. Ni siquiera la Guerra Civil alteró el calendario electoral.

El cuerpo electoral nunca se equivoca. El presidente, los congresistas y los senadores tienen que interpretar la manifestación de voluntad del cuerpo electoral a la que deben su condición de tales. Al constituyente de Filadelfia no se le pasó siquiera por la cabeza la posibilidad de que los representantes se dirigieran al cuerpo electoral para decirle que se había equivocado y que tenía que volver a expresar de nuevo su voluntad de manera que se pudiera formar Gobierno.

En Europa no ha sido así, porque el principio de legitimidad democrática no estuvo en el origen del Estado constitucional. El principio de legitimidad propio del Estado constitucional, que se expresó en la forma de soberanía parlamentaria o soberanía nacional, tuvo que competir con el principio de legitimidad propio de la monarquía para imponerse. En esa competición es donde hizo acto de presencia la disolución del Parlamento.

Desde el momento en que el sufragio universal se ha convertido en la forma indiscutible de expresión de la soberanía popular, la disolución del Parlamento debería haber desaparecido de los textos constitucionales. Pero no ha sido así. Continúa formando parte de la fórmula de gobierno de las democracias parlamentarias europeas.

Ahora bien, el hecho de que la disolución esté prevista en la Constitución no la convierte en una institución inequívocamente democrática. La disolución es una “excepción” a la vigencia del principio de legitimidad propio de la democracia. Materialmente es antidemocrática, en la medida en que supone una suerte de rebelión de los representantes contra los representados. Formalmente no lo es, porque el propio constituyente así lo ha decidido. Es la “única excepción” a la vigencia del principio de legitimidad democrática que se contempla en la Constitución.

Justamente por eso, la disolución del Parlamento es uno de los mejores indicadores, si no el mejor, de la calidad democrática del sistema político. Cuando el sistema político goza de buena salud, no se hace uso o casi no se hace uso de la disolución del Parlamento. Por el contrario, cuando no goza de buena salud, se hace uso frecuentemente de la disolución.

Cuando el Estado está políticamente descentralizado, como ocurre en España, donde junto al Parlamento del Estado hay diecisiete parlamentos de las comunidades autónomas, el indicador de mala salud democrática que el uso de la disolución parlamentaria supone adquiere una dimensión mucho mayor.

Inicialmente no se previó la disolución de las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, pero bien mediante ley o bien mediante reforma de los estatutos de autonomía el instituto se ha ido incorporando a los subsistemas autonómicos. Y se ha ido haciendo uso de la misma cada vez con más frecuencia.

La pendiente por la que nos estamos deslizando es peligrosa. Aunque jurídicamente las elecciones generales y las elecciones autonómicas son compartimentos estancos, políticamente no lo son. Lo acabamos de ver con las elecciones catalanas y con la disolución de la asamblea legislativa de Madrid esta misma semana. Son elecciones autonómicas, pero sus resultados siempre comportan una lectura estatal. Cada disolución supone un paso más en la devaluación del principio de legitimidad democrática. Supone un paso más en la pérdida de legitimidad del sistema político.

Si alguna vez se llega a estudiar seriamente la reforma de la Constitución, pienso que habrá que tomar en consideración qué condiciones habría que incluir para el ejercicio de la facultad de disolución del Parlamento, llegándose incluso a la exclusión de la disolución de los parlamentos de las comunidades autónomas.

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