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Monarquía y opinión pública: la necesidad de un referéndum

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9 de julio de 2020 21:39 h

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La institución monárquica choca frontalmente con los dos principios en los que descansa el Estado Constitucional democrático: el principio de igualdad y el carácter representativo del poder político. Si hay algo que el Estado democrático no puede tolerar es que jurídicamente se configuren distintas categorías de individuos jerárquicamente ordenados. Para evitarlo fue, precisamente, para lo que se inventó el concepto de ciudadanía, que supone la equiparación jurídica de todos los individuos independientemente de sus diferencias personales. Esta regla no admite excepción. Pero, además, el Estado democrático exige que la manifestación de voluntad del mismo se reconduzca permanentemente a lo que dichos ciudadanos, bien directamente o a través de sus representantes, decidan. Por eso el Estado democrático es ante todo una forma de organización política formalmente igualitaria y representativa. Ésta es la razón por la que la Monarquía como forma política es, desde la imposición efectiva del Estado Constitucional, una especie bajo amenaza permanente de extinción. En última instancia, el Estado Constitucional no es más que un proyecto de ordenación racional del poder, tanto en su origen como en su ejercicio, y en el mismo no tiene cabida una magistratura de tipo hereditario. La herencia es una institución coherente con la propiedad privada, pero no con el ejercicio del poder del Estado, que se caracteriza precisamente por la separación del poder político de la propiedad. El poder no puede ser de nadie por muy rico que sea.

La Monarquía, en consecuencia, no tiene ni puede tener una justificación de tipo racional en el interior del Estado democrático, sino que tiene, allí donde todavía existe, una justificación exclusivamente histórica. Es una consecuencia del peso de la institución monárquica en el proceso de formación del Estado nacional en el continente europeo. Por eso, a pesar de que la Revolución Francesa y los procesos subsiguientes a través de los cuales se puso fin al Antiguo Régimen en Europa fueron fundamentalmente antimonárquicos “en los principios”, no fueron capaces de serlo “institucionalmente”. En la Europa de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX en la mayor parte de los países una forma política no monárquica resaltaba difícilmente imaginable. Los siglos de la monarquía absoluta pesaban demasiado todavía.

Esta contradicción “principial/institucional” ha marcado desde entonces la evolución de todas las monarquías europeas sin excepción, resolviéndose siempre la misma a favor del primer término de la contradicción, es decir, del principio democrático, y en contra del segundo, es decir, de la institución monárquica. 

Desde una doble perspectiva:

En primer lugar, aquellas monarquías que no supieron adaptarse institucionalmente a los nuevos principios del Estado constitucional, es decir, aquellas monarquías que no supieron convertirse a lo largo del siglo XIX en monarquías parlamentarias y en las que el rey continuó siendo un poder real y efectivos del Estado, resultaron incompatibles con la propia existencia del Estado Constitucional en el tránsito del liberalismo a la democracia en los primeros decenios del siglo XX. Serían barridas por la historia. Es el caso de las monarquías autoritarias centroeuropeas, alemana y austrohúngara, rusa, portuguesa, italiana y española, aunque esta última, a diferencia de todas las demás, ha tenido la oportunidad de mantenerse como “forma política del Estado español” tras su restauración por el general Franco.

En segundo lugar, las monarquías que supieron adaptarse al Estado constitucional a lo largo del siglo XIX y consiguieron de esta manera sobrevivir a la marea democrática posterior a la I Guerra Mundial, han experimentado un proceso de “democratización sui generis”, que las hace depender cada vez menos de su carácter hereditario y, por tanto, de su legitimidad histórica, y cada vez más de su aceptación por la opinión pública.

La monarquía es, pues, una anomalía histórica que ha tenido que ser “corregida” por el Estado constitucional, bien mediante su supresión pura y simple, bien mediante el sometimiento de la misma, de una manera peculiar por supuesto, a ese axioma del constitucionalismo democrático según el cual “todo poder procede del pueblo”. La monarquía, o ha dejado de existir, o allí donde todavía se mantiene se ha convertido en una institución sumamente dependiente de la opinión pública del país. Su legitimidad de origen histórico no basta para continuar justificando su existencia en nuestro días, sino que necesita una suerte de legitimidad de ejercicio, que solo puede obtener de su sintonía con la opinión pública. 

Cuando esta legitimidad de ejercicio deja de ser visible, la institución monárquica entra en crisis con riesgo para su propia supervivencia. Le ocurrió a la monarquía belga tras la II Guerra Mundial y también de alguna manera a la inglesa tras la muerte de Diana de Gales. 

Desde hace varios decenios la justificación de la monarquía en el constitucionalismo europeo ha pasado a ser distinta de lo que fue en el pasado. Una institución cuya “utilidad” residía en el hecho de que, al estar garantizada la Jefatura del Estado por un orden de sucesión perfectamente definido, la primera magistratura del país quedaba a cubierto de los vaivenes de la opinión pública, convirtiéndose de esta manera en una suerte de símbolo de la unidad y permanencia del Estado, ha pasado a tener una justificación completamente distinta. Distinta, que no opuesta, siempre que la legitimidad histórica se subordine a la legitimidad democrática. Si esto no ocurre, la distinción se convierte en contraposición y la institución monárquica no puede sobrevivir. 

Dicho de otra manera: justamente porque la monarquía es una magistratura hereditaria, porque el monarca no puede ser desalojado de la Jefatura del Estado cada cuatro años, es por lo que la exigencia de su aceptación cotidiana por la opinión pública se hace todavía más necesaria que respecto de las magistraturas elegidas. El elemento personal, el factor humano, que es del que se pretendía hacer abstracción al instaurar la monarquía como forma de Estado y del que de hecho se ha venido haciendo abstracción hasta hace bien poco en los Estados monárquicos europeos, se ha convertido en un elemento de importancia capital en estos últimos años. 

Aquellas monarquías en las que los miembros de la dinastía reinante no saben estar a la altura de lo que la opinión pública espera de ellos, van a tener enormes dificultades para subsistir. La monarquía, como la nación en la famosa definición de Renan, se está convirtiendo en el Estado democrático de nuestros días, en un plebiscito permanente.

Este es el problema con el que tiene que enfrentarse la monarquía española, a pesar del enorme esfuerzo que se está haciendo desde el Gobierno, la mayoría parlamentaria con la colaboración de los servicios jurídicos de las Cortes Generales, el Tribunal Supremo y ya veremos si también el Ministerio Fiscal, para evitar que tenga que hacerlo. 

Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII, Alfonso XIII (Primo de Rivera y Francisco Franco), Juan Carlos I. ¿Justifica la conducta de todos ellos que la monarquía siga siendo la forma política del Estado español? ¿Puede descansar en dicha conducta la justificación de que Felipe VI ocupe la Jefatura del Estado? ¿Es posible encontrar otra justificación?

Se mire la cuestión por el lado que se la mire, la conclusión es la misma: únicamente mediante la celebración de un referéndum se puede decidir la forma política del Estado. 

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