El Prado oculta la violencia de la colonización cultural de América

Peio H. Riaño

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Entre las ausencias históricas del Museo del Prado —además de la perspectiva de género en su relato y la presencia de mujeres artistas— figura el arte creado en América durante tres siglos de virreinato. No hay ni rastro en sala permanente, no hubo registro en exposiciones temporales. América era otra de las invisibilidades sobresalientes de la institución cultural más importante de España, a pesar de que el Prado es heredero de la antigua colección artística de la monarquía en la que se reflejan los territorios propiedad de la corona: España, Flandes, Italia y América. La ausencia de esta última en las salas del centro es una falta mayúscula teniendo en cuenta que fue la plata procedente de allá la que sustentó los gastos de la monarquía de acá, entre ellos los destinados a las propias colecciones artísticas admiradas hoy.

En teoría hoy el Prado mitiga este déficit con la inauguración de la exposición Tornaviaje. Arte Iberoamericano en España, su mayor apuesta para 2021. La tesis de la exposición temporal, comisariada por Rafael López Guzmán, catedrático de la Universidad de Granada, es que en el siglo XVI, XVII y XVIII en España se convivía con más objetos artísticos de procedencia americana que de origen flamenco o italiano. El director del Prado, Miguel Falomir, se sorprende de “una realidad que mayoritariamente ignora” el público español, a pesar de que es la institución que dirige uno de los responsables que alimentan este vacío de conocimiento. Falomir ha anunciado en la rueda de prensa que no levantará ningún depósito para enriquecer la colección permanente con algún ejemplo de arte hecho por pintores latinoamericanos.

La exposición está compuesta por 107 piezas, de las cuales 95 están custodiadas en instituciones culturales, espacios religiosos o colecciones de España. El director ha asegurado en rueda de prensa que la intención de la exposición era “contarle al público español que el arte que se produjo en América no es tan diferente”. Ese objetivo está ampliamente logrado porque Tornaviaje es un reflejo de lo español en América, pero no viceversa. El propósito no era descubrir cómo el gusto español colonizó las culturas invadidas y, sin embargo, es lo más interesante de esta exposición: una vez colonizadas y sometidas, se dedicaron a copiar y revisar los mitos católicos y a reproducirlos para satisfacer un mercado al otro lado del Atlántico que demandaba esta imaginería.

Una visión infantilizada

Escribe Miguel Falomir en el catálogo que Tornaviaje “quiere ser una invitación a repensar el lugar de América en la sociedad española, pasada y sobre todo presente, ahora que cientos de miles de nuestros conciudadanos son de procedencia hispanoamericana”. La conclusión de esta exposición a ese noble propósito es poco prometedora: América en la sociedad española está integrada, pero en el museo asoma como un deje exótico. América como apéndice de España es el producto del punto de vista colonialista con el que se relatan las obras de arte hechas durante la Edad Moderna por artistas americanos de los que nada se explica y a las que se ha usurpado el contexto político, económico y social. Tampoco conocemos quiénes encargaron las piezas ni por qué.

La ausencia de contexto crea una visión infantilizada de la aparición de un arte impuesto a la población originaria. Según esta particular mirada que desactiva todo lo que ocurre más allá del marco, la tradición pictórica americana surgió de manera espontánea de la nada: de repente, América pintaba europeo. Quizá la ausencia de explicaciones se deba a la intención del comisario de crear un relato “muy visual y con textos mínimos” que refuerzan la idea de “originalidad y creatividad estética” de aquellos artistas.

Hay muletillas que enfatizan la mirada colonial como el paternalismo que destilan algunas cartelas, como aquella que explica que “los pintores americanos fueron conscientes de su calidad técnica”. A menos que al comisario le extrañe que hubiera pintores americanos, estos fueron conscientes, entre otras cosas, porque era el oficio del que vivían. No parece que sea un hecho lo suficientemente extraordinario como para destacarlo. Es impensable una fórmula retórica similar aplicada a pintores como, por ejemplo, Velázquez. “Fue consciente de su calidad técnica”…

Una mirada colonialista

En el amplio recorrido no hay ni una sola mención a los verdaderos intereses de España, necesitada de productos que hicieran rentable el comercio de larga distancia. Los encontraron en las especias, los metales preciosos y los esclavos. En esos barcos que llegaban a Cádiz y Sevilla, según el relato que plantea el Museo del Prado, sólo venía arte y ni un esclavo. Este silenciamiento es el más escandaloso de una mirada que centra su atención en las materias, los materiales, las técnicas y los pinceles para escapar de una investigación histórica sobre los auténticos motivos que hizo posible ese “tráfico artístico transatlántico”. Tornaviaje es una reivindicación estética de las obras de arte que oculta la dimensión política que supuso el largo proceso de invasión y colonización cultural de América.

El llamativo cambio del término “evangelización” por “catequización” tampoco ha sido aclarado por el comisario de la muestra, que ve en esta sustitución una mera alternativa de sinónimos. La visión de aquel momento habla de evangelizar a los salvajes para convertirlos al cristianismo y hasta el expresidente José María Aznar emplea ese término para referirse a aquel propósito del catolicismo español. Hablar de evangelización supone abrirse al conflicto de la revisión crítica de la historia de España, que el Prado no está dispuesto a realizar. Tornaviaje habría sido una buena oportunidad para ver cómo sucedió aquella conquista en el terreno de las artes plásticas. Para conocer esta imposición cultural habrá que seguir esperando a que el museo asuma los términos críticos de la historiografía poscolonial.

Solo en el inicio del recorrido el comisario y su equipo se acercan tímidamente a la invasión y a la colonización cultural, con cuatro cuadros prestados por el Museo de América. En ellos se resumen los acontecimientos más sangrientos; lo que ocurrió entre medias, entre el sometimiento de las poblaciones indígenas y el nacimiento de los primeros artistas americanos europeizados, debe imaginárselo el visitante.

Por todo Tornaviaje no es una mirada a América, sino una mirada a España y al gusto que reinó durante tres siglos incluso al otro lado del Atlántico. Es un homenaje a los que asimilan la imposición, una muestra que celebra al “Murillo del Nuevo Mundo” y no enseña qué arte se producía sin deseo de agradar a la corte española. Se habría agradecido el contraste. Y lo mejor que le sucede a la exposición es que la pretensión de analizar la cultura artística americana termina por derivar, involuntariamente, en otra sobre el gusto español impuesto en la invasión. Por supuesto tampoco es una investigación sobre la diversidad del arte americano conservado en España, ni un diálogo entre las comunidades que forman la “hispanidad”. Es la celebración de la mirada europea más allá de Europa.