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La cadena perpetua, la tele de las mañanas y Von Schirach

Ilustración de Patricia Bolinches.

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En la era del clickbait y la audiencia como primer mandamiento es delicado empezar a teclear sabiendo que más del 70% de los lectores está contra la tesis de la columna que arranca. Y se trata de una estimación conservadora: algunos partidos tienen encuestas donde el 81% de la población respalda la prisión permanente revisable, esa especie de cadena perpetua que el Gobierno de Mariano Rajoy instauró en España en 2015 al calor de algunos crímenes mediáticos que sacudieron a la opinión pública. Sondeos rápidos de televisiones y webs sitúan el apoyo popular a esa medida por encima del 90%. 

Ni siquiera los partidos de izquierdas que se posicionaron en contra, los juristas que firmaron manifiestos o las ONG por los Derechos Humanos más críticas con la reforma sostienen ya esa bandera. Cuatro años después de que Pedro Sánchez llegase a la Moncloa con una mayoría de izquierdas, la prisión permanente revisable sigue vigente, ya se han dictado unas treinta condenas, y no hay ningún indicio de que ese castigo vaya a ser eliminado del Código Penal.

Si alguien creyó de verdad que los crímenes terroríficos se iban a terminar con esa norma, puede consultar en las crónicas de sucesos las historias del triturador de Majadahonda, del parricida caníbal de Madrid, del rey del Cachopo y de otras celebridades del periodismo de casquería.

El caso es que la mayoría conservadora en el Tribunal Constitucional avaló el cambio legal con el argumento de que no es técnicamente una cadena perpetua porque las penas se evalúan a partir de los 25 años, así que el reo podría salir entonces de prisión si su comportamiento y los informes de los técnicos lo respaldan. Según ese criterio, no se trata de “una medida degradante” ni “inhumana”, pusieron por escrito. 

Otros tres magistrados progresistas dentro del mismo tribunal, incluido su actual presidente, dijeron lo contrario: emitieron votos particulares y concluyeron que las duras exigencias para revisar esas penas implican en la práctica volver a la cadena perpetua que se aplicó durante el siglo XIX para sustituir a la pena de muerte que había sido derogada en el Código Penal de 1928. Expertos en reinserción avisaron insistentemente de que una vuelta a la calle normal tras 25 años entre rejas será un milagro sin las estaciones intermedias de la política penitenciaria española.

Así que como este Rincón de pensar no nació para acumular Trending Topics sino que fue creado como una de esas áreas de descanso que reservan las autopistas a los que quieren bajar la velocidad y apearse del tráfico por un rato, este texto va sobre esa costumbre que empieza a arraigar (en España pero no solo) de tomar decisiones en caliente y con las vísceras sobre asuntos que requerirían sosiego y debates desapasionados. En los periódicos, en el Congreso de los Diputados, en los tribunales… o en esos tres sitios a la vez. (El texto también va sobre las consecuencias de todo eso).

Contaba Enric González en una de las mejores columnas que se escribieron sobre periodismo (y que pretendía ser un manual sobre dry martinis) que tanto este oficio como su bebida favorita, que define como “la invención americana de mayor perfección estética”, requieren criterio, y que el criterio requiere opinión y que la opinión requiere reflexión y que la reflexión, a su vez, requiere escepticismo. 

Todo eso faltó en el tratamiento periodístico de los crímenes y por supuesto en la tramitación de la reforma legal que volvió a instaurar la cadena perpetua en España al abrigo de una supuesta alarma social que no se entendería sin la retransmisión casi en directo de algunos delitos espeluznantes en el que sigue siendo uno de los países más seguros del mundo. 

La perspectiva que da el paso de los años sugiere que faltó tiempo para que periodistas y políticos dejaran enfriar aquellos reportajes y se hiciesen algunas preguntas antes de ejercer, entre todos, de Poder Legislativo enfurecido. Aquí van algunas que no se hicieron entonces y que no tiene pinta de que vayan a hacerse ya:

¿Tiene algún sentido restaurar una pena que ni siquiera se consideró cuando ETA mataba a centenares de personas por toda la geografía española? 

¿Puede justificarse en un país que ya contemplaba condenas de cárcel de hasta 40 años?

¿Alguien piensa que un cambio en la legislación para alargar esas penas va a disuadir a un criminal dispuesto a cortar a las dos hijas de su pareja con una sierra radial, como hizo el primer condenado a prisión permanente revisable en España?  

Se suele alegar a favor de la reforma que el apoyo social era incuestionable. Una encuesta de GAD3 para ABC cifró en un 71% el respaldo de la sociedad a la medida, sin grandes diferencias entre partidos. Está el ejemplo de Ciudadanos, que pactó en aquel acuerdo de Gobierno con el PSOE derogarla y pasó a encabezar su defensa, tras el asesinato de la joven madrileña Diana Quer y del niño Gabriel.

Si la respuesta política va a darse a base de sondeos, cabrían entonces nuevas preguntas. 

¿Y si algún partido en cuestión hubiese planteado justo después de un asesinato o una violación execrable la pena de muerte mientras las parrillas de televisión y los digitales más amarillentos repiten día tras día los detalles del crimen y la desolación de los amigos y familiares de la víctima? ¿Hasta dónde subiría la silla eléctrica en las encuestas? ¿Se contagiarían otros partidos?

El debate de la Ley del Talión es de todo menos novedoso. Algo parecido estaba vigente en un código de Babilonia, en el siglo XVIII antes de Cristo. La venganza está también en el Antiguo Testamento e incluso en las Tablas de la Roma Antigua. Convive con el ser humano desde hace miles de años, pero la sociedades occidentales habían llegado al consenso unas décadas atrás para evolucionar hacia la reinserción del delincuente y desterrar las políticas del ojo por ojo.

El debate sobre si los actos del ser humano -y de las comunidades- deben estar dominados por la razón o por la emoción ha sido una de las grandes preguntas de la filosofía, desde los autores más clásicos. Y también desde hace siglos vienen escribiéndose tratados que indagan en la legitimidad de un hombre para castigar a otro a la hora de perseguir sociedades más justas.  

En lugar de retroceder a Platón, Sócrates o Hegel, cada uno con su propia teoría, deténgamonos en Ferdinand Von Schirach, un pensador que ha tratado con material muy sensible y que sigue vivo. Von Schirach es un abogado penalista alemán y también un escritor superventas. Los títulos de sus libros –Crímenes, Culpa, Castigo, Terror, en la editorial Salamandra– dan idea de su obsesión por tratar de entender a algunos asesinos a los que defendió en los juzgados de Munich. Su propia historia personal puede ofrecer pistas sobre cómo nació en él esa necesidad de comprender el mal: además de abogado y novelista, Ferdinand Von Schirach es nieto de Baldur Von Schirach, quien fuera jefe de las juventudes hitlerianas. En sus libros, traducidos en treinta países y que acumulan premios en Alemania, cambia los nombres y los datos sensibles de sus clientes para preservar el secreto profesional pero mantiene lo importante: las historias y circunstancias personales que les llevaron a cometer crímenes horrendos. 

Von  Schirach cree, por ejemplo, que el Estado no debería ejercer violencia contra ninguno de sus ciudadanos. Y lo escribe así: “El deseo de tomar venganza no es una perversión. De hecho, es una emoción que sentimos todos en muchos momentos de nuestras vidas, cuando vemos que se ha hecho algo injusto a nosotros o nuestros seres queridos. Y entonces queremos tomar venganza ya. Eso es perfectamente humano. Pero la Justicia no puede dejarse guiar por venganza, rabia, indignación u odio. La Justicia debe canalizar esos sentimientos. Por eso la Justicia actúa de forma lenta, es una razón para calmar los ánimos y que el fallo no sea guiado por emociones negativas; también es un tiempo necesario para que surja el ser humano detrás del acusado y podamos conocerle mejor”. 

Después de todo lo que ha vivido él en los tribunales y de todo lo que ha pasado por su bufete, el escritor y penalista ha concluido que en las democracias los procedimientos cuentan y que las formas también son fondo. Es interesante esa teoría suya según la cual en ocasiones es preferible conceder pequeñas injusticias en aras de proteger un bien mayor. Pone un ejemplo: “A veces hay fallos jurídicos que no nos parecen justos pero que, a largo plazo, son buenos y beneficiosos para el sistema legal. Nos puede resultar muy negativo el caso de un hombre que asesina a su mujer y en una charla telefónica con su hermano lo admite. Y la Policía, que le ha pinchado el teléfono, lo lleva a juicio. Y el juez lo absuelve porque dice que las grabaciones fueron obtenidas de forma no autorizada y por ello no hay prueba concluyentes. Y esa resolución nos puede indignar pero, a largo plazo, tiene resultados beneficiosos. Sólo así el sistema estatal va a comprender que no puede acceder a nuestro teléfono o a nuestro mail sin nuestra autorización. Es decir, así el Estado y las autoridades saben que hay límites que no pueden invadir. Así que este fallo que puede ser injusto a corto plazo, hace justicia en mayúsculas a largo plazo”.

¿Se imagina alguien cómo tratarían esos magazines en España una absolución a un asesino si se filtrase una llamada suya confesando un crimen a su familia en un audio grabado sin autorización judicial?

Pues igual que la Justicia, el Poder Legislativo también fue concebido con trámites deliberadamente lentos (informes, comisiones parlamentarias, dictámenes de organismos consultivos) en coherencia con esa idea de no hacer leyes en caliente. 

Esa filosofía original es lo contrario a lo que sucedió en la tramitación de la prisión permanente revisable, donde los portavoces del partido del Gobierno de entonces recriminaron a los diputados que votaron en contra y les animaban a explicárselo a las familias de las víctimas de esos crímenes horribles que estaban sentadas en la tribuna de invitados del Congreso. 

Con la nueva legislación en vigor, ya se ha dicho, la vida ahí fuera ha seguido más o menos igual estos últimos siete años. Los criminales (si atendemos a la estadística global, en España muy pocos, aunque sus consecuencias sean dolorosas y habitualmente irreparables para las víctimas) siguen cometiendo actos igual de horripilantes. Poco importa: ya nadie va a discutir sobre dar marcha atrás a esa cadena perpetua con el 80% de la población en contra. Menos, en un ambiente preelectoral que salta de unos comicios a otros sin pausa. El cortoplacismo se ha adueñado del periodismo y también del debate político en una espiral donde cuesta saber qué fue primero. Por supuesto, tampoco hay manera de pactar leyes que duren cien años en medio de una precampaña permanente.

Permitirá el lector que la última cita de este artículo se aleje de los libros y de la filosofía para detenerse en una experiencia personal. Habla de una abuela, que como tantas se tuvo que poner a trabajar muy pronto, sin más formación que algo de escritura y las cuatro reglas matemáticas básicas. Esa abuela fue madrina de dos chavales que nacieron en la España de los sesenta y setenta, entre el tardofranquismo y los primeros años de la democracia. En la primera década de este milenio uno de ellos, J., discutía habitualmente con ella sobre esa costumbre suya de defender la aplicación de la pena de muerte a los autores de asesinatos y secuestros que veía en televisión. Mientras M., el otro ahijado, entraba y salía a cada poco de la cárcel arrastrado por los trapicheos que sufragaban su adicción a la heroína. 

Un mal día, el ahijado M. acudió al domicilio de otro habitual del mundillo del hampa, camello como él, también consumidor de heroína y según se le definió en el juicio, de carácter faltón y vacilón. Preso del mono de la droga, M. cosió a cuchilladas a su vendedor y le destrozó el cráneo. Fue uno de esos escasos pero ruidosos crímenes que alteran el vecindario de una apacible capital gallega de tamaño medio.  

La madrina que siempre había defendido la pena de muerte, de acuerdo con lo que veía en los programas de la tele, cambió súbitamente de opinión y comprendió que había sido la heroína la que transformó a un sobrino encantador en el criminal más espantoso de la ciudad. Como en los libros del penalista alemán, mi abuela asumió entonces que muchos culpables llevan también una víctima dentro.

Dos preguntas finales para este rincón de pensar:  ¿Cuánto mejores serían las leyes en España si en lugar de magazines matutinos se consumiese más lecturas de Von  Schirach? Y en ese caso, ¿qué dirían las encuestas?

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