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Que te intenten desahuciar en el Hollywood de 'Los Goonies'

Fotograma de 'Los goonies'. Amblin.

Ignasi Franch

El reciente éxito de la serie Stranger Things conecta con una de las facetas más recordadas del cine estadounidense de los años ochenta y los primeros noventa: las historias de compañerismo y aventura protagonizadas por niños o adolescentes. Pero el audiovisual de la época también legitimaba la beligerante política exterior reaganista o defendía el justicierismo.

Mientras Sylvester Stallone, Charles Bronson y compañía exorcizaban la derrota en Vietnam y asesinaban a pandilleros, emergió una pequeña moda: las ficciones sobre acoso inmobiliario y la especulación urbanística. En series como El Equipo A, estas prácticas se convirtieron en un cliché narrativo: empresarios mafiosos querían desalojar viviendas o negocios para vender las propiedades o construir nuevos edificios. Sus planes acostumbraban a tener una fecha límite, y los héroes facilitaban que las víctimas resistiesen.

¿Por qué numerosas películas comerciales de géneros diversos coincidieron en tratar este tipo de situaciones? Obras de décadas previas, como El casero, habían tratado esa realidad. Pero el interés del cine popular por la gentrificación y el 'mobbing' parece acrecentarse, hasta el punto de generar una pequeña burbuja, desde el estreno de Los Goonies, concebida y producida por Steven Spielberg.

Recordemos su premisa: unos amigos deciden pasar juntos un último fin de semana de aventuras antes de que desahucien a sus familias. Sus hogares van a ser demolidos para ampliar el club de campo local, pero los chavales acaban encontrando un tesoro pirata que abre la puerta al happy end.

Quizá el éxito de Los Goonies, producida en 1985, animó a incorporar contextos similares a otros filmes. Dos años después de su estreno, el mismo Spielberg llevó la especulación inmobiliaria a un primerísimo plano cuando produjo Nuestros maravillosos aliados.

A partir de ahí, aparecieron nuevas películas sobre el tema, normalmente en clave de comedia, siempre con finales felices. Los conflictos se resolvían positivamente, reforzando la fe en el sistema. Cuando los empresarios no se redimían, actuaba la justicia, la policía... o un vecindario movilizado, como en la atípica El sótano del miedo.

¿La gentrificación es cosa de risa?

La historia de Nuestros maravillosos aliados combinó la subtrama urbanística de Los Goonies y la llegada de tiernos extraterrestres al estilo de E. T., el extraterrestre. En ella, unos pandilleros locales acosan y agreden a los arrendatarios de un bloque de pisos: el objetivo es que estos se marchen y un empresario pueda derruir el edificio. Una familia de pequeños platillos volantes une fuerzas con los vecinos. Así, la película trató el tema del acoso inmobiliario en clave de fábula fantástica, algo nostálgica y lacrimógena, con ancianitos, discapacitados y mujeres embarazadas. Sus autores, eso sí, defendieron sin ambages la conservación de los barrios y de su vecindario tradicional.

Si Nuestros maravillosos aliados fue una denuncia amable, Loca academia de policia 6: ciudad sitiada fue una farsa que usaba la especulación inmobiliaria como simple excusa. Trató de una ola de crímenes cometidos por una reducida banda de ladrones, liderada por una enigmática mente maestra. La película sorprende porque la mayoría de los personajes, sean policías, ladrones o políticos, se comportan como niños: juegan con barquitos y se gastan bromas pesadas.

Al final de la mascarada, repetitiva y con humor de trazo grueso, se descubre que la trama criminal estaba dirigida por el mismísimo alcalde. Promoviendo el delito en una zona, busca comprar propiedades a bajo precio, a sabiendas que la zona se revalorizará con una nueva línea de transporte.

El toque antipolítico de culpar a un cargo electo estaba en sintonía con la ofensiva del gobierno de Reagan contra el sector público. En comparación con el enfoque pueril de esta comedia de policías y cacos, Sister Act 2: de vuelta al convento resulta casi sobria. Su propuesta tiene reminiscencias de The Blues Brothers, con su trama sobre equipamientos religiosos en quiebra (un orfanato y una escuela, respectivamente). La recaudación de fondos, de nuevo, pasa por un evento musical.

Capitalistas con corazón

Dos películas estrenadas en 1991 se basaron en historias tranquilizadoras sobre la redención de propietarios crueles. Gordon Gekko, el tiburón de Wall Street, había afirmado que “la avaricia es buena”, pero el Hollywood de la época quería matizar su proclama.

En Qué asco de vida, el actor y director Mel Brooks ('El jovencito Frankenstein') interpreta a un magnate que quiere arrasar un barrio depauperado para construir una urbanización elitista. El protagonista de El súper es más mundano: Joe Pesci encarna al hijo de un arrendador... conocido por no invertir un céntimo en el mantenimiento de sus edificios. En ambos casos, la inmersión en la pobreza resulta una experiencia de parque temático que potencia los buenos sentimientos.

La premisa de Qué asco de vida puede recordar a Entre pillos anda el juego o Los viajes de Sullivan. El protagonista hace una apuesta con un millonario rival: vivir un mes sin dinero en un suburbio. Como defensor del darwinismo social, se siente capaz de adaptarse a cualquier entorno.

El desenlace escenificó una cierta reconciliación a través de la beneficencia: el empresario acabará construyendo su urbanización, pero permitirá que se instalen las personas sin techo. No se cuestionaba, por tanto, un modelo desarrollista que puede humanizarse y, a la vez, mantener las fronteras entre clases sociales.

El súper partía de una sentencia judicial creativa. Louie Kritski acaba de iniciarse en el negocio familiar del alquiler de pisos en ruina, y es condenado a vivir durante cuatro meses en el edificio que controla. La propuesta de Brooks está muy desconectada de la realidad: su cuento de ricos y personas sin techo obvia a unos asalariados que también resultan afectados por la gentrificación e ignora los conflictos entre comunidades.

El filme encabezado por Pesci, en cambio, sí refleja el racismo. El protagonista destaca por sus frases xenófobas y machistas. Aún así, se impone un final feliz que no niega completamente, pero sí suaviza, los conflictos estructurales.

Cuento de terror con terratenientes republicanos

El cineasta Wes Craven (Pesadilla en Elm Street) dio una vuelta de tuerca al cine de acoso inmobiliario con El sótano del miedo. Su propuesta fue una especie de variante claustrofóbica de Los Goonies: un tesoro, diversos niños y un grupo de adultos dispuestos a matarlos. Explicó la historia de Fool, un chico afroamericano cuya familia va a ser desahuciada y cuya madre puede morir por falta de tratamiento médico. En circunstancias tan extremas, el protagonista acepta participar en un atraco a su casero, propietario de una valiosa colección de monedas.

Craven propuso un viaje con violencia extrema, mucho humor negro y componentes de sátira. El terrateniente y su pareja son una versión esperpéntica de la derecha religiosa y supremacista... y del lado más caníbal (literalmente) del capitalismo.

El desenlace de la película, con personajes blancos y negros que se unen contra los caciques locales, fue un reverso bienintencionado de la violencia racial presente en la contemporánea Haz lo que debas.

Craven, un hombre blanco criado en un entorno fuertemente cristiano, ofrecía un complemento ácido, pero finalmente optimista, del cine de malestar afroamericano. Curiosamente, El sótano del miedo concluía al ritmo de una canción titulada como la mencionada película de Spike Lee. De hecho, Do the right thing había sido escrita expresamente para aquella producción, pero finalmente no fue incluida en su banda sonora.

La gentrificación del futuro

Robocop 3 presentó una nueva vuelta de tuerca en el mundo ciberpunk de la saga, repleto de privatizaciones y desmantelamiento de lo público. Mezcla de entretenimiento para el público juvenil y de radicalismo político algo desconcertante, fue concebida desde la sensibilidad anarcocapitalista del dibujante, guionista y también cineasta Frank Miller (Batman: año uno).

En el filme, la malvada corporación OCP utiliza un ejército de seguridad privada para desalojar a toda la población de un barrio y construir una nueva ciudad, Delta City, sobre el cadáver de la Detroit postindustrial.

Miller contempló con aparente simpatía como algunos vecinos forman un grupo armado, usan explosivos y saquean un depósito de armas. La revuelta adquiere tintes terroristas, pero Robocop y sus compañeros acaban uniéndose a los residentes y zanjando el debate sobre la legitimidad de sus acciones: la policía está con ellos.

Décadas después, Miller sería mucho más crítico con el movimiento Ocuppy Wall Street, quizá porque sus integrantes no iban armados: les calificó de “violadores”, “ladrones” y “basura”.

Estrenada en 1993, Robocop 3 tuvo una recepción más bien negativa. En realidad, con la excepción de las producciones de Spielberg y del éxito low cost de Wes Craven, las producciones mencionadas alcanzaron resultados comerciales discretos. Quizá por ese motivo, el cine norteamericano dejó de interesarse tan intensamente por el derecho a disponer de una vivienda.

Con algunas oscilaciones, el precio de los inmuebles continuó creciendo en los Estados Unidos hasta que en 2007 estalló la burbuja hipotecaria. Se desencadenó un crack financiero que no sólo afectó a las rentas bajas o los working poor. Esta vez, los movimientos de la economía impactaron en las rentas medias-altas, y Hollywood no se tomó tan a broma la situación.

Junto con algunas comedias, han emergido diversos dramas... y un gran número de distopías futuristas que hablan de la desigualdad socioeconómica de manera metafórica, evitando el choque frontal con el presente.

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