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Crítica

‘Dos chicas a la fuga', el alocado e imperfecto viaje en solitario del pequeño de los hermanos Coen

Margaret Qualley y Geraldine Viswanathan en 'Dos chicas a la fuga'.

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El momento en el que a Ethan Coen dejó de gustarle el cine fue cuando empezó a parecerse demasiado a trabajar. Las dos últimas producciones que había encabezado junto a su hermano Joel –con quien llevaba trabajando desde los años 80– habían sido muy complicadas de poner en pie, y tampoco es que hubieran encandilado a la crítica. ¡Ave, César! proponía una mirada satírica difícil de desentrañar al ecosistema hollywoodiense, mientras que La balada de Buster Scruggs era una desigual antología wéstern que había necesitado a Netflix para materializarse. Y los Coen estaban cansados. “Después de 30 años no es que haya dejado de ser divertido, pero es más un trabajo de lo que lo era antes”, ha explicado Ethan en una entrevista con Deadline.

“Joel sentía lo mismo, pero no tanto como yo (...) Así que si nadie te obliga a hacerlo, llega un punto en que te preguntas por qué lo estás haciendo”. Ethan se mostraba así de franco durante la promoción de su primer largometraje sin Joel, el documental de 2022 Jerry Lee Lewis: Música del diablo. Este llegaba algo después de que su hermano mayor también hubiera puesto en pie una película en solitario, que alcanzaría bastante más notoriedad que la suya: La tragedia de Macbeth, adaptación de William Shakespeare auspiciada por Apple que le daría a Denzel Washington otra nominación al Oscar. Hoy por hoy, sin embargo, los admiradores del cine de los Coen pueden respirar con alivio porque tanto Joel como Ethan ya han confirmado que pronto volverán a trabajar juntos, en una próxima película de terror.

Entretanto, resulta muy interesante comparar sus trayectorias separadas. ¿Es posible que, al recorrer caminos independientes, Ethan y Joel hayan revelado los polos entre los que articularon las tensiones primordiales de su cine? ¿La distancia que mediaba entre ambos caracteres? Sea como sea, ocurre que mientras Joel ha dirigido un escrupuloso Shakespeare en blanco y negro, su hermano pequeño ha pasado del documental rockero a una comedia absurda protagonizada por lesbianas que asegura inspirarse en el cine de explotación de los 70. Se titula Dos chicas a la fuga y, más allá de que Henry James sea un motivo recurrente para los chistes, no parece una película con demasiada solera literaria.

Hay otro tipo de simetría en esta separación (afortunadamente momentánea), y es la que apela a las parejas respectivas de los hermanos. Frances McDormand y Tricia Cooke llevan tiempo casadas con Joel y Ethan Coen, el mismo tiempo que también han trabajado en sus películas. McDormand ha protagonizado de forma recurrente el cine de los Coen, mientras que Cooke ha sido una montadora habitual desde Muerte entre las flores. Una vez los caminos divergieron, McDormand protagonizó Macbeth para Joel, y Cooke ha coescrito Dos chicas a la fuga con Ethan. Aunque la historia es algo más compleja en este último caso.

El guion de Dos chicas a la fuga estuvo a punto de rodarse en 2007. Ethan y Tricia Cooke lo habían escrito pensando en que lo rodara una amiga de la pareja, la directora independiente Allison Anders (conocida por películas como Corazón salvaje). La idea de Cooke, por su parte, provenía de un interés por explorar una realidad bastante alejada de las ficciones que solía cultivar su marido, en torno a la cultura LGTBIQ+ de los años 90. Y es que Cooke se identifica como mujer lesbiana. Su matrimonio con Coen no es demasiado convencional, en sus propias palabras, puesto que ambos tienen otras parejas más allá de la vida en común. Hay que entender Dos chicas a la fuga, por tanto, como una creación entusiasta de Cooke (debutando aquí como guionista) de la que ha querido hacer cómplice a su marido.

Cooke y Coen reescribieron Dos chicas a la fuga durante el confinamiento, que les pilló a ambos en San Francisco. Desde entonces han querido transmitir que se trata de un proyecto ligero, una forma divertida de haber pasado tiempo juntos –en franco contraste, de nuevo, con las aspiraciones que el otro Coen y McDormand parecían comunicar con La tragedia de Macbeth–, aunque la experiencia no tenga por qué limitarse a esto. Ethan, más allá de la prometida reunión con su hermano, ha afirmado que quiere escribir con su esposa toda una trilogía de comedias protagonizadas por lesbianas. Margaret Qualley, que también protagoniza Dos chicas a la fuga, ya se ha comprometido al rodaje de Honey Don’t.

Teniendo todo esto en mente, quizá sea algo más fácil calibrar la genealogía de Dos chicas a la fuga, y entender a partir de ahí por qué esta película hace las cosas que hace. Dos chicas a la fuga se ambienta en 1999. Está protagonizada por dos amigas lesbianas, Jamie (Qualley) y Marian (Geraldine Viswanathan, descubierta en la muy reivindicable #Sexpact), que emprenden un viaje por carretera hacia Tallahassee, Florida. Ambas tienen personalidades opuestas, entre la extrovertida promiscuidad de Jamie y la timidez de Marian, pero ese no será el principal conflicto que estalle durante la ruta. El coche que han alquilado tiene un cargamento muy codiciado por varios criminales, lo que provocará una persecución contra las protagonistas a través del país, repleta de enredos y personajes excéntricos.

En un primer momento, es fácil asumir Dos chicas a la fuga como una película “mucho más Coen” que La tragedia de Macbeth. Las peripecias de Qualley y Viswanathan están marcadas por un humor entre negro y surrealista, que acostumbra a emanar de la idiotez de sus interlocutores. La secreta amargura del cine de los Coen suele extraerse de escenarios cuyos habitantes son mucho más estúpidos que quienes los escriben, lo que de vez en cuando puede conducir a un distanciamiento emocional algo desagradable. Distanciamiento que en Dos chicas a la fuga se agrava por la fama de los intérpretes de esos personajes satélite: por aquí tenemos al inevitable Pedro Pascal, junto a Matt Damon, el actualmente nominado al Oscar Colman Domingo, Beanie Feldstein (Súper empollonas) o incluso Miley Cyrus.

Sus diálogos acogen un ritmo veloz y toman siempre direcciones inesperadas, logrando que los escasos 84 minutos que dura el film parezcan más escasos aún. Confirman, en fin, una impronta Coen que será muy bien recibida para los seguidores del cine de ambos hermanos, pero desde luego Dos chicas a la fuga no solo es una película Coen. La mano de Tricia Cooke, así como ciertos referentes, le otorgan una distinción muy concreta.

La virtud del capricho

La realización de Ethan, por otra parte, nos remite a la fase más “dibujo animado” del cine de los Coen, cuando entre los 80 y los 90 mantenían una estrecha relación con Sam Raimi y películas como Arizona Baby o El gran salto jugaban con una gramática histérica. Dos chicas a la fuga no llega a ese nivel, pero desde luego está montada a gran velocidad y es prolija en ángulos de cámara agresivos, así como en imaginativas transiciones entre escenas. La película es muy estimulante visualmente, aunque en este apartado puedan vislumbrarse también las flaquezas más obvias de la propuesta.

Coen y Cooke han asegurado inspirarse en el cine de Russ Meyer y John Waters, así como en alguna película LGTBIQ+ icónica como But I’m a Cheerleader –el recordado film de Natasha Lyonne es visible sobre todo durante los flashbacks de la juventud de una de sus protagonistas, de utilidad narrativa más bien difusa–, que habrían definido las claves estéticas y tonales de Dos chicas a la fuga. En especial, los coguionistas habrían reparado en una imagen setentera, de cine de bajo presupuesto al que ver desde los proverbiales autocines, tratando de amoldarlo al contexto de los años 90 donde se ambienta la historia.

Es un caudal de referentes heterogéneo, contradictorio incluso, que sin duda le da a Dos chicas a la fuga un aire muy especial. El problema es que también trasluce una especificidad ocasionalmente indigesta, que podría llegar a pasar por capricho incomprensible. El metraje de Dos chicas a la fuga está atravesado por una serie de pasajes alucinógenos donde Coen juega caóticamente con las formas, retratando un viaje de LSD cuyo significado último parece tan exigente como saber quién es Cynthia Plaster Caster –respuesta, una artista famosa por haber moldeado escayolas de penes de estrellas del rock en la década de los 70– de cara a comprender en su totalidad uno de los múltiples giros de la trama.

Dos chicas a la fuga no hace concesiones. Coen y Cooke han escrito de lo que conocen, de lo que a ellos les hace gracia, y esto también es extrapolable a la torpeza con la que se ubica la película dentro de los debates contemporáneos sobre representación queer. Dos chicas a la fuga es una película a la que le hace una gracia tremenda meter varios chistes sobre dildos por minuto, y donde sus mujeres lesbianas están definidas de forma gruesa por los tópicos y la fruición con la que puedan acostarse con otras mujeres lesbianas. Detalles que, si bien refrendan el aire hedonista del film, no dejan de incidir en el aire hermético de la propuesta. En la sensación de que se trata de una fiesta a la que no todo el mundo está invitado.

Porque es la fiesta de Coen y Cooke. Solo de ellos. Y es algo que también puede ser admirable. Dos chicas a la fuga resulta una película errática, marcada muchas veces por la arbitrariedad, y un arrogante sentido del humor al que no le importa lo más mínimo caerte en gracia. También es una obra convencida de su propia irrelevancia, sin más aspiraciones que pasar un rato majete, y que permite imaginar a sus espaldas a una pareja de dos personas muy ocurrentes que se quieren mucho. Es una película hermosa y libre, en definitiva. Una película que hay que celebrar en sus propios términos, porque desde luego no se parece ni remotamente a trabajar.

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