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El experimento de la cueva de los ladrones o por qué nos enfada tanto la política

Ilustración de Fede Yankelevich
9 de marzo de 2024 21:31 h

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En verano de 1954, un grupo de niños se fue de acampada con los Boy Scouts a las montañas del sur de Oklahoma, a un parque natural llamado Robbers Cave. El nombre, “la cueva de los ladrones”, viene de los forajidos que se refugiaban en ese lugar remoto durante la Guerra de Secesión. Los chavales no se conocían de antes, pero hicieron buenas migas mientras nadaban y recorrían el río en canoa. Sus monitores les pidieron que escogieran un nombre para sí mismos y se llamaron The Rattlers, las serpientes de cascabel, como las que habían visto por allí. Les hicieron una bandera y camisetas con el nombre.

Lo que no sabían al principio es que no muy lejos de allí había otro grupo de niños muy parecidos a ellos haciendo lo mismo. Sus monitores también les invitaron a disfrutar juntos de actividades sencillas unos días y a ponerse un nombre: el otro grupo se llamó The Eagles, las águilas. Todos tenían entre 10 y 12 años, eran blancos, de familia protestante y clase media.

Cuando descubrieron la existencia de otro grupo y supieron que tendrían que competir entre sí en varias pruebas, los niños empezaron a describir a los futuros rivales que ni siquiera habían visto de manera cada vez más negativa, de “esos chicos en el otro lado” a “los intrusos”. Cuando se conocieron y compitieron, los calificativos pasaron a “cerdos” y “tramposos”. 

A los pocos días, acabaron tirándose piedras, arrasando cabañas y quemando banderas. Se acusaron mutuamente de sabotajes que en realidad eran accidentes o amaños de los monitores. Tuvieron que separarlos para que no se pegaran.

La armonía volvió hasta cierto punto cuando se enfrentaron a una crisis importante, la obstrucción de la única fuente de agua potable. Consiguieron resolver el problema trabajando juntos y compartieron el agua. Después de esa experiencia aceptaron volverse a casa en el mismo autobús. El atasco de la fuente había sido creado a propósito por los monitores, que en realidad eran investigadores académicos.

Ni los niños ni sus padres ni los Boy Scouts sabían que la acampada era, en realidad, un experimento del psicólogo social Muzafer Sherif, un turco-estadounidense que había visto de cerca la violencia étnica durante la disolución del Imperio Otomano y quería estudiar formas de prevenirla. Lo que quería probar es que la identificación con un grupo, el aislamiento y la competición son suficientes para desarrollar estereotipos negativos y hasta violencia contra “los otros”.

Muchos de esos niños descubrieron que habían sido parte del experimento cuando ya setentones recibieron la llamada de Gina Perry, una historiadora australiana especializada en ciencia y psicología, para su libro sobre el experimento de Robbers Cave, The Lost Boys, “los niños perdidos” (Scribe, 2018). Perry habló con una decena de aquellos niños ahora adultos. “Todos recordaban el campamento de verano como inusual y preocupante. Pero ninguno era consciente de que se trataba de un experimento, aunque uno sí recordaba a los monitores tomando notas”, explica Perry a elDiario.es.

El experimento ha sido citado desde entonces en manuales de Psicología y Sherif incluso rechazó una propuesta de convertirlo en película, pero el interés en un contexto político es de la última década. “Es muy relevante para explicar el ascenso del nacionalismo y el conflicto entre grupos”, dice Perry.

El de Robbers Cave fue el primer experimento social que mostró cómo “de manera muy básica, la identificación de grupo y el conflicto cambian la forma en la que pensamos sobre nosotros y sobre nuestros oponentes”, escribe Lilliana Mason, profesora de Ciencia Política de la Universidad John Hopkins, en Uncivil Agreement: How Politics Became Our Identity (The University of Chicago Press, 2018).

Polarización afectiva partidista

Siete décadas después, el experimento entre escolares que se fijaba en la rivalidad entre personas sólo por la pertenencia a un grupo identificado como propio se ha convertido en la norma del debate político. De hecho, las citas sobre Robbers Cave en un contexto partidista empezaron a multiplicarse entre periodistas y políticos en la campaña presidencial de Estados Unidos de 2016. 

“Las batallas partidistas han ayudado a organizar la desconfianza de los estadounidenses hacia ‘el otro’ de maneras políticamente poderosas”, escribe Mason. “En este ambiente político, un candidato que agarra la bandera del ‘nosotros contra ellos’ y ‘ganar contra perder’ tiene casi garantizado que va a aprovechar el resentimiento y el enfado actuales a través de fronteras raciales, religiosas y culturales, que se han dividido claramente según el partido”.

El porcentaje de personas que tienen una visión muy desfavorable de los votantes del partido opuesto creció un 50% entre 1960 y 2010. Desde 2016, la mayoría de demócratas y republicanos tienen opiniones muy desfavorables del contrario. “Como los Rattlers y los Eagles, nuestros conflictos son sobre quiénes creemos que somos más que sobre diferencias de opinión razonadas”, explica la profesora.

En este ambiente político, un candidato que agarra la bandera del ‘nosotros contra ellos’ y ‘ganar contra perder’ tiene casi garantizado que va a aprovechar el resentimiento y el enfado actuales

En Estados Unidos, la brecha es especialmente pronunciada y única por la elección binaria entre dos partidos, el grado de agrupación territorial por votantes del mismo partido y la división sobre todo racial que ha marcado la política. 

La ruptura de la sociedad no está tan guiada por la polarización ideológica -sigue habiendo consenso en grandes cuestiones como los impuestos, el matrimonio entre personas del mismo sexo e incluso el derecho al aborto y el control de armas-, sino por la llamada polarización afectiva o social. Esto se traduce en que no importa lo que defienda tu candidato y tu partido o cómo de coherente sea en sus posiciones a lo largo del tiempo: lo que importa es que gane, como si de un partido de fútbol se tratara. El votante tiene la inclinación a razonar los cambios de posición, incluso si van contra una idea clave, antes que a criticar a su partido. En esta dinámica, quien apoya al rival político se convierte en un enemigo del que se puede y se debe imaginar lo peor, tomando la caricatura más extrema posible. 

No importa lo que defienda tu candidato y tu partido o cómo de coherente sea en sus posiciones a lo largo del tiempo: lo que importa es que gane, como si de un partido de fútbol se tratara

La polarización afectiva se estudia desde los años 50, pero ha tomado más relevancia con el ascenso de Donald Trump y sus imitadores y la agudización del problema, también en España y en otros países de Europa.

El caso español

En España, la medida de la polarización afectiva partidista tomando la opinión sobre los votantes del partido opuesto muestra un resultado todavía peor que en Estados Unidos, sobre todo si se toman los votantes de los partidos en los extremos. 

La comparación es muy imperfecta dada la multiplicidad de partidos en España y las líneas que los separan, en particular la regional y la nacionalista. Aun así, el resultado indica una brecha que crece y una tendencia al estereotipo del otro por el partido al que vota o incluso por la comunidad autónoma en la que vive. 

“En la medida de la polarización afectiva partidista, España está muy alta”, explica a elDiario.es Sandra León, directora del Instituto Carlos III-Juan March y autora con Amuitz Garmendia de un estudio sobre la polarización afectiva también relacionada con las divisiones territoriales en España, en lo que llaman polarización afectiva territorial. Por ejemplo, extremeños y gallegos son los que muestran más afecto a sus vecinos por el hecho de vivir en la misma comunidad; quienes despiertan más reticencias en toda España son los residentes en Catalunya.

Además. Madrid, Andalucía y Extremadura son las comunidades que muestran mayor polarización afectiva partidista mientras que en el lado opuesto se encuentran Euskadi, Catalunya y Comunitat Valenciana.

¿Polarización buena y mala?

Como explica Ben Ansell en su libro Por qué fracasa la política (Península, 2023) y en la entrevista en este rincón de elDiario.es hace unas semanas, la polarización partidista no tiene por qué ser mala en sí misma, ya que también ayuda a simplificar las decisiones para los votantes, da coherencia a las políticas públicas y empuja a actuar. 

El problema, según Ansell, es cuando ese partidismo se convierte en desdén personal hacia el otro por el hecho de ser parte de un bloque. Sandra León también subraya un claro problema cuando la animosidad es el principal factor transmitido de políticos a votantes. 

“El tipo de intercambio político puede tener consecuencias sobre cómo me siento yo en relación al otro… Escucho al líder de mi partido y de ahí tomo lo que llamamos atajos informativos que se incorporan a las decisiones y las actitudes de los ciudadanos, las actitudes hacia el adversario político”, explica León. “Esto erosiona las dinámicas sobre las que se sostiene la cohesión social, es decir el intercambio mínimo que tenemos con nuestro vecino, el civismo y el mínimo de educación en los intercambios”.

El debate partidista puede mover a las personas. Y, de hecho, en este ambiente de mayor animadversión ha crecido la participación en las elecciones en Estados Unidos así como la expresión del discurso para intentar convencer a los demás. Sin embargo, las consecuencias pueden ser indeseables si el motor principal es el instinto del triunfo por el triunfo y la deshumanización del otro. 

“El partidismo crece de manera irresponsable cuando incita a los partidistas a la acción por los motivos equivocados. El activismo casi siempre es una cosa buena, especialmente cuando siempre estamos preocupados por un electorado apático. Pero si el electorado se mueve por un deseo de victoria que excede su deseo del bien mayor, la acción para el electorado general ya no es responsable”, escribe Mason.

El cambio de los partidos

La animadversión al “otro” por su origen, su género, su religión, su raza o su renta siempre ha existido en Estados Unidos, pero como muestra convincentemente Mason nunca ha estado tan ligada a un partido que da “señales” inequívocas a sus votantes.

En Estados Unidos, el fenómeno está definido por la transformación de partidos en entes socialmente muy homogéneos hasta el punto de que demócratas y republicanos no son sólo diferentes por la raza, el género, los ingresos y el lugar donde viven, sino por las series de televisión que ven, la música que escuchan, los medios que leen y el supermercado donde hacen la compra. La brecha empezó con la raza -cuando el Partido Demócrata dejó de apoyar la segregación en el sur en los años 60- y creció con la religión -cuando en los 90 los grupos cristianos más conservadores entraron en política de la mano del Partido Republicano-. De ahí, ha pasado a cada gesto de la vida cotidiana. Como nunca antes, todas las características coinciden y el partidismo se convierte en una “mega-identidad”. “Más que simplemente estar en desacuerdo, demócratas y republicanos parecen dos tipos de personas muy diferentes”, escribe Mason.

La reagrupación geográfica por estados, tipos de ciudades y hasta barrios, es específica de Estados Unidos por la extensión del país, su enorme variedad y distintos polos de poder, riqueza y desigualdad. El libro que más a fondo ha explorado su peso en la división política es The Big Sort (2008) del periodista Bill Bishop. Esa separación entre comunidades se mezcla con otra tendencia retratada en el ya clásico Bowling Alone de Robert Putnam (2000), que cuenta cómo la caída de participación en organizaciones comunitarias tradicionales como las iglesias, los sindicatos y los grupos deportivos ha ido aislando a individuos cada vez menos expuestos a personas diferentes. Es un retrato que tiene que ver con el desarrollo de las zonas residenciales de las afueras y así la caída de la densidad de los barrios en la segunda mitad del siglo XX. Esto, en gran parte, ha vuelto a cambiar. 

Si bien se ha recuperado el asociacionismo y la vida comunitaria por el renacimiento de las ciudades desde 2000, el efecto ya no es el mismo porque las personas con las que coincides en los grupos son como tú. Ya no hay exposición a lo que Mason llama “clivajes transversales”, o divisiones híbridas no relacionadas con las divisiones partidistas: es decir, tradicionalmente si participabas en el coro de la iglesia, en el club de lectura de tu biblioteca y en la liga de bolos del barrio era habitual que estuvieras en contacto con personas que pensaban y votaban diferente. Ahora, las comunidades locales son tan homogéneas que es probable que esas influencias incluso de instituciones muy diferentes se refuercen entre sí en una sola dirección. 

Cuanto más se alineen esas identidades, más difícil es ver con empatía a otras personas que no encajan en algún aspecto. “La falta de exposición a otras ideas y personas puede hacer que otras ideas parezcan extremas y otra gente completamente foránea, incluso aunque no lo sea”, escribe Mason.

Por ejemplo, en un estudio de 2002, las profesoras Marilynn Brewer y Sonia Roccas examinaban la identidad de “irlandés” y “católico”, muy alineadas y especialmente fuertes. Las personas que tenían estas dos características tenían más probabilidades de ser intolerantes hacia otras personas de origen no irlandés que, por ejemplo, las personas irlandesas de religión judía.

“La falta de exposición a otras ideas y personas puede hacer que otras ideas parezcan extremas y otra gente completamente foránea, incluso aunque no lo sea”, escribe Lilliana Mason

España transversal

Esta homogeneidad no sucede tanto en España. “Hay más cortes transversales, sea porque está el clivaje territorial que puede romper un poco la alineación y sea porque nuestro sistema de partidos está cambiando mucho”, explica Sandra León, que habla de que la nueva oferta partidista de los últimos años ha ayudado a que no haya una “estabilización” y “fijación” de los votantes: “No se da la fijación del electorado que observamos en Estados Unidos con características tan homogéneas que puedes incluso caricaturizar”.

Para León, en España las soluciones para combatir la polarización afectiva están al alcance de la mano de los políticos según el discurso que utilizan para describir a los rivales. También se trata de evitar “categorizar en grandes conceptos e irse a cuestiones concretas” --esto afecta también a los periodistas.

“En España, no se da la fijación del electorado que observamos en Estados Unidos con características tan homogéneas que puedes incluso caricaturizar”, dice Sandra León

Además, cree que, en el caso de España, todavía puede haber “un espacio de entendimiento” en nuevos debates que aún están cristalizando y donde todavía no hay identidades tan fuertes, como la lucha contra el cambio climático o la despoblación y la relación entre campo y ciudad.

León escribe sobre cómo ampliar el espacio político para las reformas navegando la polarización con Luis Miller, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en el libro coral Un país posible (Deusto, 2023).

Lilliana Mason plantea como factor de unión la experiencia de afrontar una crisis de manera conjunta, y pone como ejemplo la reacción de la población tras los atentados del 11-S. Su libro fue publicado antes de la pandemia, que tuvo un efecto de solidaridad y disciplina en algunas comunidades, si bien poco duradero. También pueden tener un efecto positivo líderes políticos que se comprometan a humanizar a sus rivales, incluso haciendo una lista de adjetivos deseables e indeseables en el debate público.

Y, después de todo, aunque ahora nos parezca estar en un callejón sin salida, como dice Mason, “nada en política es para siempre y las alineaciones partidistas cambian a lo largo del tiempo”.

El otro experimento

El impulso a competir y deshumanizar al otro tiene solución, como mostraba Mazafer Sherif en su experimento cuando ponía retos conjuntos que animaban a la cooperación, y sugería que la violencia era sólo una reacción a las circunstancias. Es decir, creía que “la gente era inherentemente buena, y era el ambiente -económico, político o social- lo que animaba a la desigualdad entre grupos sociales y creaba las condiciones para que surgiera la discriminación y el maltrato”, según Gina Perry, la autora de The Lost Boys.

“La principal lección de su experimento fue la fase final: se pueden unir grupos y se pueden romper los prejuicios. Puedes hacer que las personas trabajen para lograr un objetivo más amplio de una manera que elimine la hostilidad y el odio mutuos. Eso fue muy idealista y no recibe ni de lejos la atención que a Sherif le hubiera gustado, porque la gente tiende a centrarse en la primera parte del experimento, que es la creación de la hostilidad”, explica Perry a elDiario.es.

Además, lo que sugieren sus experimentos menos conocidos es que el conflicto tampoco es inevitable incluso cuando el contexto y las fuerzas externas animan a él. 

El experimento de Robbers Cave de 1954 es el que se hizo famoso porque probaba la teoría de cómo brota el odio personal entre grupos sociales casi idénticos con sólo darles una bandera y algo por lo que competir. Sherif tenía especial presión entonces para probar su teoría y que su investigación justificara la beca de miles de dólares que había recibido. Estaba nervioso porque otro experimento no había salido como esperaba. Perry lo investigó en el archivo de Sherif y su esposa, Carolyn Wood, también psicóloga social, en la Universidad de Akron, en Ohio.

El experimento menos conocido se hizo en otra acampada de los Boy Scouts, esta vez en Middle Grove, en el norte de Nueva York, en el verano de 1953. También se trataba de dos grupos de niños muy parecidos, que competían en algunos juegos y tenían nombres para su equipo, Pitones y Panteras. Había unas pocas variaciones respecto al experimento de 1954, como que los niños se habían conocido antes de ser divididos en los dos grupos y que los monitores/investigadores habían sido menos sutiles a la hora de propiciar el conflicto. 

Cuando los Panteras ganaron al juego de la soga, los Pitones reconocieron que el otro equipo se merecía la victoria porque era mejor. Y cuando la bandera de los Panteras apareció destrozada, los Pitones juraron que no habían sido ellos y los Panteras les creyeron. Los niños incluso empezaron a sospechar que estaban siendo manipulados y comentaron a los monitores que tal vez los adultos estaban poniéndolos a prueba para observar sus reacciones. Aquel verano de 1953, el campamento terminó y los niños se volvieron a casa tan amigos. 

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