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Activismo fuera de foco

El trío ruso ha levantado olas de apoyo internacional.

Lucía Lijtmaer

Nada ama más la opinión pública que un relato que acaba bien. Y ninguno parece haber acabado tan bien como el caso de Rusia contra Pussy Riot.

En los últimos días, hemos asistido a la liberación de Nadia Tolokonnikova y Maria Aliojina, conocidas mundialmente por ser miembros del citado colectivo punk feminista, tras ser arrestadas, acusadas, juzgadas y encarceladas por vandalismo y alteración del orden social. Después de cumplir casi dos años de cárcel en condiciones muy duras, se beneficiaron de la amnistía decretada por el Gobierno, en un intento de lavado de cara internacional antes de los Juegos Olímpicos de Invierno.

Durante estos dos años, la atención mediática occidental fue constante, lo que pareció ayudar a su liberación: multitud de organizaciones y organismos internacionales apoyaron su causa y recibieron mensajes de estrellas como Madonna, Björk o Patti Smith, entre muchos otros. Durante estos dos años, además, se gestó un documental en HBO, Pussy Riot: a Punk Prayer, y ahora aparece el manifiesto-colaje de las Riot “Desorden púbico. Una plegaria punk por la libertad” (Malpaso), para que entendamos qué es y qué defiende exactamente el colectivo.

Un relato que acaba bien

Podríamos añadir, entonces: nada ama más la opinión pública que un relato que acaba bien, y lo mismo pasa con la industria cultural. Sólo que hay que aclarar que el relato de la liberación de las Riot no es unívoco, ni siquiera ha supuesto demasiado para la situación interna rusa, al menos de momento.

Las activistas habían cumplido prácticamente la totalidad de unas condenas por cargos criminales que no eran tales cuando llegó la amnistía, y se beneficiaron de lo que ya se conoce como “liberaciones mediáticas”, que incluyeron también a 30 activistas de Greenpeace. La puesta en libertad llegó, como el indulto a muchos otros, como una medida de gracia, dispuesta a suavizar la imagen del Gobierno en el exterior.

Y, tras el alivio generalizado y la merecida celebración, las propias Pussy Riot se han apresurado a denunciar que siguen en prisión 40 activistas encarcelados por manifestarse contra el régimen de Putin.

Por citar algunos: Sergey Krivov y Mikhail Kosenko están entre rejas tras ser arrestados por manifestarse contra el Kremlin en lo que se ha conocido como el caso Bolotnaya. La activista proLGBT Irina Putilova abandonó Rusia tras ser amenazada de muerte y torturada en prisión y se instaló en el Reino Unido, donde pidió asilo. Las nuevas políticas de asilo en el Reino Unido, extremadamente conservadoras, hacían prácticamente efectiva su deportación en diciembre, como había sucedido anteriormente con el nigeriano Ifa Muazu, que aseguraba que moriría a manos de miembros de Boko Haram si regresaba a Nigeria. Y tantos y tantos otros.

¿Qué distingue a Pussy Riot del resto?

El relato y la atención mediática vienen dados por una historia con gancho, por la que jóvenes –y no tan jóvenes– alrededor del mundo sienten admiración. El discurso de Pussy Riot es preciso y sin fisuras. A la simpatía profesada por los artistas pop, respondieron: “Muchas gracias, pero nuestro compromiso es con el anticapitalismo”.

Por otro lado, no hay que dejar de lado un aspecto que, aunque pueda resultar frívolo, genera titulares y atención: Nadia Tolokonnikova –que ya ha comenzado una campaña para la defensa de los presos rusos– es considerada una de las mujeres más atractivas de su país, según algunas recientes encuestas en revistas nacionales.

Sea como sea, el caso de Pussy Riot se ha inscrito en la memoria colectiva como una de esas historias que trasciende el momento y centra la atención. No pasa lo mismo con multitud de activistas que en distintos países siguen fuera del foco dispensado al colectivo punk.

En Egipto, Ahmed Maher, Mohamed Adel y Ahmed Douma, tres conocidos activistas, han sido recientemente acusados de haber participado en una manifestación no autorizada el 30 de noviembre de 2013 y de “agredir a las fuerzas de seguridad, destruir bienes públicos y alterar el orden público”. Permanecen en prisión desde el 22 de diciembre, sin que ningún periódico de nuestro país se haya hecho eco, más allá de la noticia inicial.

Algo parecido ocurre con Nabeel Rajab en Bahréin. Conocido defensor de los derechos humanos en ese país y considerado uno de los activistas más importantes del mundo árabe, fue encarcelado por participar en una protesta contra el Gobierno el año pasado y permanece en prisión desde el 9 de julio de 2012.

La atención pública que puedan haber recibido las Pussy Riot por ser mujeres y jóvenes no se le ha prestado a Amira Osman Hamed, que puede recibir hasta 40 latigazos por negarse a cubrir su cabello con un pañuelo en público, tal como exige la ley en Sudán. La noticia se conoce desde hace meses, y, pese a los esfuerzos de entidades defensoras de derechos civiles, ha ido decreciendo en interés para la opinión pública.

La defensa de las libertades civiles, en muchos casos, permanece fuera de la atención internacional, y no parece despertar la identificación ni el interés de la gente, ni cuando se individualiza y se personaliza en ejemplos concretos como los anteriores. Sólo unos pocos activistas privilegiados logran trascender, inexplicablemente o no, y alcanzar el éxito mediático que favorece a su causa.

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