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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal
26 de diciembre de 2021 21:47 h

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Desde el primer momento, la II República contó con el impulso que le proporcionó la ‘intelligentsia’ en la que estaban incluidos pensadores y técnicos con alto nivel de formación, con conocimiento profundo de sus disciplinas y de la manera en que otros países de nuestro entorno abordaban los nuevos desafíos. Entre los profesionales más activos se encontraba un buen número de arquitectos, atentos a las nuevas ideas en aspectos urbanísticos, de vivienda y dotacionales traídas desde Holanda, Alemania y Francia principalmente. 

Hasta España llegaban con sordina los grandes debates europeos en los que se pretende transformar las condiciones de vida de una mayoría de ciudadanos, pertenecientes al grupo de los desfavorecidos, que demandaban una existencia digna. La exigencia de avances para todos en educación, en igualdad de oportunidades, en vivienda y sanidad era imperiosa. Los países occidentales sentían que la mejora colectiva era imprescindible para enfrentarse al futuro, porque las clases trabajadoras tenían en la Revolución Rusa un modelo de cambio con la totalidad de la población como protagonista. El verdadero reto consistía en acercarse a esos objetivos sin salir del liberalismo, venciendo la resistencia de quienes sentían amenazados sus privilegios. 

En nuestro país, para llevar a cabo el proyecto de reforma colectiva, se hizo necesaria una fuerte voluntad política, capaz de dotar de medios económicos, humanos y también arquitectónicos, a la sociedad. Parece lógico que en aquella situación los arquitectos se adentraran en el campo de la sociología, y asumieran su responsabilidad como reformadores. De aquellos años procede la mutación del arquitecto en ideólogo y filósofo capaz de transformar el mundo, concibiendo nuevas configuraciones espaciales, constructivas y urbanísticas, imprescindibles para influir positivamente en la vida cotidiana de todas las personas, de sus viviendas y sus ciudades. 

La evolución del pensamiento arquitectónico generó el Movimiento Moderno, cuyas ideas se extendían por toda Europa y se expresaban, desde 1928, a través del CIAM, el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna. España estuvo presente en su fundación con la presencia de Fernando García Mercadal y Juan de Zavala y, en 1929, se incorporó Josep Lluís Sert a una organización que llegó a presidir después de Le Corbusier. De ellos surgió la idea de fundar el GATEPAC, el Grupo de Artistas y Técnicos Españoles para el Progreso de la Arquitectura, que tuvo lugar en Zaragoza en octubre de 1930. La sección catalana, GATCPAC, sería una de las más activas, en buena medida gracias a la figura de Sert, amigo personal de Le Corbusier y apasionado defensor del pensamiento que compartían.

Formas desnudas

La II República coincidió con la expansión de las ideas racionalistas del Movimiento Moderno en nuestro país. Sin ser una relación estricta, se suele identificar el tiempo de la República con la arquitectura moderna, ya que ambos proyectos ideológicos compartían una misma mirada hacia el futuro. Cuando llegaron las ideas funcionalistas, ya había una vocación racionalista en los arquitectos de la madrileña Generación de 1925, de Bergamín, Mercadal o Lacasa, a la que se unieron seguidores de Le Corbusier y Mendelsohn, que deseaban desarrollar una arquitectura acorde con su tiempo, como muestran la Gasolinera Porto Pí (1927) de Madrid o el Rincón de Goya (1928) de Zaragoza, nuestras construcciones pioneras de la modernidad. 

Todos los miembros del GATEPAC fueron agentes activos de la rápida e intensa llegada a España de los principios del Movimiento Moderno, en especial en cuestiones de urbanismo, a través de la Carta de Atenas, y de la utilización de nuevas formas limpias y desnudas, que permitían de organizaciones espaciales más higiénicas y saludables, empleando nuevas técnicas y simplificando los procedimientos constructivos, con la utilización del hormigón armado como emblema. 

Hay que destacar el alto nivel profesional de los arquitectos implicados en la renovación del país. En aquel tiempo, el colectivo de arquitectos era muy reducido en número, era necesario superar un duro examen de ingreso, la mayor parte pertenecían a las clases altas, y casi todos se conocían, de manera que el talento individual era patente para el resto del colectivo. Se sabía quiénes eran los mejores y ganaban el respeto del resto. Muchos trabajaron antes y durante la II República y siguieron actuando después de la Guerra Civil, mientras que los comprometidos en la lucha política tuvieron que exiliarse para intentar reconstruir sus carreras en América. 

Por vez primera en nuestra historia, la vanguardia arquitectónica estuvo cercana al poder político, y las obras oficiales se realizaron con el lenguaje intelectual más avanzado de su tiempo. Durante los dos primeros años se logró desarrollar la acción de gobierno con las herramientas de la mejor arquitectura. Desde el Gobierno hubo una gran inversión en obra pública que se invirtió con inteligencia y calidad, centrándose en dotaciones colectivas, realizadas por excelentes profesionales, portadores de las nuevas ideas, que encontraron trabajo en instituciones públicas. 

Apuesta por la obra pública

En una sociedad como la española, de alta ruralización, donde el analfabetismo funcional estaba generalizado, la República acometió la enseñanza pública con la convicción de que solo la cultura podía conducir a la libertad y el progreso. Se proyectaron 5.000 escuelas por todo el país y se emprendió la mejora de los hospitales, de los institutos de enseñanza media, los mercados y casas de baños municipales. También se abrieron al uso público espacios que habían sido privados, como sucedió con la Casa de Campo madrileña.  

La arquitectura estaba empeñada en una profunda transformación cultural y cívica de la sociedad, en lograr mayor justicia social y calidad de vida, desde el compromiso con los valores de la democracia liberal. Esos valores, netamente republicanos, solo pudieron implantarse durante los dos primeros años de la II República, porque la derecha ganó las lecciones de 1933 inaugurando el Bienio Negro en el que se bloquearon las iniciativas emprendidas. Cuando el Frente Popular ganó las elecciones de 1936, solo pasaron cinco meses antes de tener que afrontar la sublevación militar y concentrar su esfuerzo en la guerra, sin tiempo para retomar el proceso iniciado en la primera etapa. 

Hay que recordar que fueron años en que las inversiones privadas sufrieron una fuerte recesión debido a la desconfianza del capital en el nuevo régimen y a la gravísima crisis económica internacional de 1929. A pesar del escaso número de obras privadas realizadas en aquel tiempo, llama la atención la calidad de muchas de ellas y resulta asombroso comprobar el valioso legado arquitectónico generado en un periodo tan breve y convulso.

En esos dos primeros años de República se puso en marcha el plan de Indalecio Prieto para Madrid, con la extensión ideada por Secundino Zuazo, que proponía la creación de un nuevo eje de crecimiento hacia el norte prolongando el paseo de la Castellana, lo que implicaba derribar el viejo hipódromo, y el inmediato comienzo de las obras de los Nuevos Ministerios. Un plan tan necesario y acertado que sería mantenido en sus aspectos esenciales tras finalizar la Guerra Civil. 

En 1932 se comienza un inteligente programa de enlaces ferroviarios subterráneos en Madrid impulsado por Prieto desde el ministerio de Obras Públicas. En Cataluña, los componentes del GATCPAC empiezan a trabajar intensamente para la Generalitat. Se acomete un ambicioso plan de construcción de escuelas en todo el Estado y se impulsa la construcción de la Ciudad Universitaria de Madrid, procedente de la etapa anterior, pero plenamente apoyada y modernizada por el nuevo Gobierno. Es cierto que Madrid y Barcelona reunieron la mayor cantidad de obras emblemáticas, pero también Zaragoza, San Sebastián y Canarias contaban con potentes focos de vanguardia, al igual que Andalucía, Galicia o Valencia.

Entre las figuras y obras más notables del breve y agitado tiempo de República hay que mencionar a Bernardo Giner de los Ríos, sobrino del fundador de la Institución Libre de Enseñanza, que dirigió la construcción de centros escolares municipales en Madrid, tan valiosos como el Nicolás Salmerón y el Fernández Moratín. Brilla con luz propia la innovadora obra de los pabellones de Párvulos y de Segunda Enseñanza del Instituto-Escuela, firmados por Carlos Arniches y Martín Domínguez, con el ingeniero Eduardo Torroja, colaborador sobresaliente en los desafíos afrontados por los arquitectos de los años 30 para construir con hormigón armado. 

La arquitectura estaba empeñada en lograr mayor justicia social y calidad de vida, desde el compromiso con los valores de la democracia

En la apuesta por el desarrollo de la Ciudad Universitaria madrileña destaca el riguroso diseño de Sánchez Arcas para el Pabellón de Gobierno (1931), plenamente moderno, y el de la Facultad de Filosofía y Letras (1931-32) de Agustín Aguirre, realizándose un gran esfuerzo para completar numerosas facultades antes del comienzo de la guerra. Al convertirse en frente de batalla durante la contienda, la mayoría de los edificios sufrieron graves daños. Algunos fueron reconstruidos por los mismos autores, aunque Sánchez Arcas y Luis Lacasa se vieron obligados a exiliarse.

En Madrid destaca la figura de arquitecto Francisco Javier Ferrero, responsable, desde la Oficina Técnica Municipal, de la modernización de los mercados municipales. A él se deben los diseños, estrictamente funcionales, del Mercado Central de Frutas y Verduras de Legazpi (1933), el de Pescados (1934), el de la plaza de Olavide (1931-34), y el concurso que ganó para el nuevo Viaducto de la calle de Bailén (1932). 

En Cataluña, es central la figura del aristócrata republicano Josep Lluís Sert, tanto en el debate y difusión de las ideas del Movimiento Moderno, como en la acción política y la edificación. Desde Barcelona, dirigió la revista A. C. Documentos de Actividad Contemporánea que difundió hasta 1937 el ideario racionalista. Tuvo una alta capacidad de influencia en las élites y contó con el apoyo de la Generalitat, en especial a partir de la aprobación del Estatuto de 1932. 

Entre la obra pública de Josep Lluís Sert destaca el valioso Dispensario Central Antituberculoso (1934-37), realizado con Josep Torres Clavé y Juan Bautista Subirana. Son también notables sus aportaciones en dos edificios residenciales, emblemáticos de su tiempo, las Viviendas de la calle Muntaner (1931) y la Casa Bloc (1933-1936) promovida desde el Comisionado de la Casa Obrera, que son modélicas obras de estricto lenguaje moderno, en el estilo de Le Corbusier. 

Al tema residencial, Madrid aporta la innovadora Casa de las Flores (1930-32) de Secundino Zuazo, con su propuesta para un diseño más higiénico de las manzanas de los ensanches, o las modernas residencias burguesas unifamiliares con jardín del Parque Residencia (1931-33) y de la inmediata Colonia El Viso (1933-36) de Rafael Bergamín.

Los edificios más valiosos de aquel tiempo no hablan de la supuesta tristeza que suele atribuirse a aquella época, por el contrario, expresan con alegría la apuesta por una nueva sociedad. Muchos estaban destinados al ocio y la diversión, cines y salas de fiestas, teatros, museos y paradores, complejos de ocio y piscinas. Se construyen cines como el Barceló (1930) de Madrid, de Luis Gutiérrez Soto, autor también de las desaparecidas Piscinas La Isla (1932) sobre el río Manzanares, a la que se unió poco después la Playa de Madrid (1932-34) de Manuel Muñoz Monasterio, y el espectacular Frontón Recoletos (1935) de Secundino Zuazo con el ingeniero Torroja. 

Admiración internacional

Por encima del resto se sitúan dos obras de calidad incomparable convertidas en emblemas de su tiempo. El extraordinario edificio Carrión o Capitol (1931-33) de Luis Martínez-Feduchi y Vicente Eced en la Gran Vía madrileña, que sumaba vanguardia estética y tecnológica, en un programa que combinaba hotel, apartamentos, oficinas, sala de fiestas y un cine. Y el Hipódromo de la Zarzuela (1934), donde Arniches, Domínguez y Torroja lograron una obra absolutamente asombrosa que alcanzó admiración mundial por el acuerdo genial entre una idea arquitectónica y su delicada expresión estructural.

El epílogo de la arquitectura republicana fue tan brillante como crepuscular, con la construcción del Pabellón de la República Española para la Exposición Internacional de París de 1937, diseñado por Sert y Luis Lacasa en plena Guerra Civil. Su armonía, rigor estructural y economía de medios sirvieron para mostrar el unánime apoyo del talento a la causa republicana. En él participaron, entre otros, Picasso, Calder, Alberto Sánchez, Miró, Julio González o Josep Renau, que unieron sus obras con contenidos referentes a la cultura y las tradiciones populares de los pueblos de España. El pabellón fue expresión de la esperanza en el futuro impulsada por la II República y de los cambios que eran necesarios y se demostraron posibles. También contenía una advertencia a Europa de la gravedad del enfrentamiento entre las aspiraciones populares de reformas sociales y las fuerzas que se oponían a ellas, que acabarían sumiendo al continente en una catástrofe sin precedentes.

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