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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Rufus Wainwright y la mayor historia de amor homosexual jamás contada en la ópera

Salen a saludar Jorn Weisbrodt (director de escena) y el autor Rufus Wainwright (d), tras el estreno de 'Hadrian', en el Teatro Real de Madrid en una versión semiescenificada

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La noche del estreno terminó, como no podía ser de otra manera, con un aplauso de más de ocho minutos, y Rufus Wainwright saludando bajo un hermoso mantón de manila y sobre unos zapatos rojo fantasía salidos de un Mago de Oz electrizante. Detrás quedaban tres horas de una ópera musicalmente hermosa por momentos, desaforada en otros, y una puesta en escena donde reinó el universo del fotógrafo Robert Mapplethorpe. Una utilización masiva, más de trescientas fotografías proyectadas del americano, demasiado ilustrativa en algunos momentos, pero que consiguieron unir la Antigua Roma con una sensibilidad gay actual, libre, hermosa y plural.

Rufus Wainwright está tocado por el derroche, derroche de talento, de charme y de cariño dado y recibido. Desde hace más de veinte años viene dando buena prueba de su talento con discos deslumbrantes como Want One, Poses o su último trabajo Unfollow de Rules. Además, a Wainwright se le quiere en España. Crítica y público lo siguen, y adoran ese aire intimista con el que es capaz de cantar sin impostación y con claro don melódico sus propias canciones, o maravillosas versiones ya sean de los Beatles o de su adorada Judy Garland. Y él se deja querer. Habitual de las Noches del Botánico de Madrid, habitual de la Ciudad Condal, en abril dio un concierto en el Palau de la Música de Barcelona. Wainwright no deja de derrochar buenas maneras, humor y saber estar.

Alrededor de Wainwright gravita esa gran batidora mediática en torno a su figura y sus grandes amistades, a su galanteo y demás prosodia: amigo de Elton John, de Joni Mitchelll, de Yoko Ono, de Chrissie Hynde… Además, es padre de una niña de la que es madre Lorca, la hija de Leonard Cohen… La lista de este tipo de historias de cuché y divismo hollywoodiense es interminable y quizá poco relevante. Lo más importante es que para cada proyecto es capaz de rodearse de los más granado. Y así lo hizo para la segunda ópera de su carrera, Hadrian, que estrenó en 2018 en Toronto con montaje por todo lo alto, y que ha llegado al Teatro Real en una versión de concierto semiescenificada, un formato que lejos de aminorar la propuesta, la moderniza y le da nuevas lecturas. El libreto es de Daniel Maclvor, uno de autores más reputados, y contó con uno de los grandes barítonos de talla mundial, Thomas Hampson, cantante que acompaña también el montaje en su gira europea.

Nick Cave enamorado

La interpretación de Adriano que hace Hampson es de una calidad vocal e interpretativa aparte. El modo compositivo y musical de Wainwright es capaz de convertir por momentos a este señor de la ópera y la música de cámara en un Nick Cave enamorado. Esa es quizá una de las virtudes más destacables del canadiense: acercar la ópera a la sensibilidad moderna del espectador y hacer ver que este arte, que es valorado muchas veces como decimonónico, no lo está tanto o no tiene por qué serlo. Otro de esos momentos mágicos fue el aria de Vanesa Goikoetxea como mujer de Adriano, un canto de una mujer a quien no aman, olvidada por el nuevo amor de Adriano, el joven Antínoo. El aria parecía, por momentos, una soberbia canción del blues de los años cincuenta con ribetes pop de suma elegancia. El público aplaudió de manera espontánea a la cantante en este momento.

“Hacer una ópera sobre Adriano fue la primera idea que tuve cuando pensé en hacer una, cuando leía el libro de Margerite Yourcenar, que me influenció profundamente”, afirmaba Wainwrigth en una rueda de prensa anterior al estreno. Pero la ópera no tiene nada que ver, ni por asomo, con el libro que la belga escribiera en los años cincuenta del siglo pasado, no se adentra en la figura caleidoscópica y profunda que retrata del emperador romano y su época. En Hadrian, prima la historia de amor entre el emperador y el joven Antínoo. Wainwright quería contar una gran historia de amor homosexual y poco le importan las consistencias históricas del personaje ni la época. “Una de las cosas que me encantan de la ópera es que hay una fantástica tradición de basarse en figuras históricas para luego poder construir la historia que realmente quieras y que te sirva como creador”, explicaba, en ese sentido.

Mappelthorpe y la deriva contracultural

La ópera, dividida en cuatro actos, reinventa una historia de la que, por otro lado, poco sabemos. Adriano decidió convertirlo en deidad tras su muerte, ahogado en el Nilo, un acto que tradicionalmente se ha atribuido a un sacrificio por parte del joven para así salvar de un mal augurio de muerte al emperador. Wainwright teje, en cambio, una historia de amor entregada bajo una intriga palaciega en la que Antínoo es asesinado por el comandante de su ejército, Turbo. La razón es que Antínoo, que tiene gran influencia sobre el emperador, defiende la paz con Judea y eso puede lastrar las ambiciones bélicas del militar.

La ópera, por tanto, escoge una trama principal, que es la historia de amor entre el emperador y el joven griego. Y una secundaria, el final de un imperio amenazado por el monoteísmo judío y, como dicen en escena, nazareno. Si bien el Imperio Romano se convertiría al cristianismo doscientos años después con Constantino I, y el enemigo real en el siguiente siglo serían los bárbaros que nada tenían de monoteistas, el interés de Wainwright parece querer acercar aquella época a la nuestra para así contraponer el universo amoroso gay, libre y plural, con nuestro mundo, “un mundo que se está convirtiendo cada día más conservador y terrible”, como afirmaba el artista ante los medios.

Ahí la mezcolanza se vuelve maniquea. Se habla de Estado, se superponen imágenes de la bandera americana cuando se llama a la guerra en escena, o cuando al final de la ópera se canta a coro “un solo Dios” (el mundo romano lucha contra las religiones monoteístas) y se superpone la imagen inmensa del billete de dólar americano en el que, sobre la figura de George Washington, reza la frase “in God we trust”. E incluso se hace una velada acusación comparando la guerra del Imperio Romano con Judea con el conflicto actual palestino israelí. El cacao ideológico es ciertamente mayúsculo y el espectador ya no sabe si la ópera defiende la frase de Gustave Flaubert “cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre”, o bien estamos en un acto contracultural en contra de la política bélica e imperialista americana.

La potente carga de Mapplethorpe

Pero más allá de inconsistencias ideológicas, la obra cuenta, a parte de los buenos momentos musicales, con un montaje y un formato que, si bien no son perfectos, sí que dan juego y vuelo a la propuesta. El principal es la inclusión del universo de las fotografías de Mapplethorpe. Quitando ciertos momentos demasiado ilustrativos —el texto habla de un perro sale la imagen de un perro, la escena transcurre en el Nilo y se proyectan unas imágenes de unas barcas— y otras sonrojantes —como la inclusión de Schwarzenegger o Richard Gere como los nuevos adonis del imperio reinante—, poco a poco el universo poderoso del fotógrafo americano va reinando en escena. El carácter clásico de sus fotografías, tanto compositivamente como lumínicamente, casan con la propuesta. El poder metafórico y carnal de las imágenes de cuerpos humanos y flores se imponen. Cuando llega el tercer acto en el que Adriano y Antínoo yacen, la selección de imágenes sube en carnalidad y estética gay en grado sumo. Y durante todo el espectáculo, cuando se habla de estas dos figuras de la Roma clásica, podemos ir viendo fotografías contemporáneas donde se representan miles de maneras de vivir la homosexualidad, desde moteros, fetichistas, chaperos, tríos con mujeres… Todo ese universo consigue que el amor entregado de estos dos romanos no se distancie en el tiempo y se dibuje un hilo conductor entre ambas épocas, un hilo tejido con una concepción del amor libre y elevado.

El formato semimontado, con los cantantes sobrios frente al público, permitiéndose tan solo breves pinceladas dramáticas, permitía al espectador dejarse ir a través de las imágenes de Mapplethorpe, la música y su propia imaginación. Tan solo ciertos desajustes lastraron la velada. El primero, cada acto era presentado por un texto proyectado en inglés, sin que se tradujese en las pantallas. Además, los textos pasaban a tal rapidez que ni un avezado alumno de Eaton podría haber tenido tiempo de leerlos. Esto unido a una traducción horrorosa que llegó a traducir la palabra “mind” (mente) por corazón en el aria más importante de la obra hacen sospechar que el trabajo no ha sido el requerido. La ópera llegará el 29 de este mes al Festival de Peralada.

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