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Los otros secesionistas

Diputados del PP exhibían senyeres en las Corts Valencianes en enero de 2016 para protestar por la derogación de una ley suya que dejaba sin ayudas públicas a quienes criticaran lo toros o defendieran que valenciano y catalán son la misma lengua.

Adolf Beltran

Mariano Rajoy no sería presidente del Gobierno sin el independentismo. Es un presidente en minoría parlamentaria que se sostiene al frente de un Ejecutivo monocolor gracias a la presión que el desafío independentista en Catalunya ejerce sobre el PSOE. En el cierre de filas “constitucionalistas” que busca hacer frente a la secesión liderada por Puigdemont y Junqueras subyace un peligro evidente: la involución. Puede que a Rajoy y los suyos les parezca un escenario válido o incluso deseable (también a ciertos sectores socialistas, por lo que se ve), pero sería un desastre para la mayoría de los españoles.

Cuando hablo de involución, no hablo de volver a la dictadura. Hablo de desbaratar en la práctica el tablero autonómico, dinámico por naturaleza, sobre el que se han construido la democracia en España y su convivencia plural. Recentralización, refuerzo del autoritarismo, sucursalismo, españolismo de viejo cuño..., el colapso de Catalunya bajo la aplicación de la ley frente a una eventual declaración unilateral de independencia tendría efectos sobre todo el sistema. Sería el “castigo” que soportaríamos todos gracias a la brutal estrategia de unos dirigentes soberanistas catalanes que han optado por la insensata opción de romper la baraja.

En realidad, según cómo se mire, todo va en el sentido que el PP propuso hace ya tiempo. Desde luego cuando lanzó la campaña contra el Estatut de Catalunya, manipuló la composición del Tribunal Constitucional y logró destrozarlo. Pero también cuando aprovechó la crisis por activa, para recortar a los gobiernos autonómicos sus recursos en servicios públicos, y por pasiva, para dejar pasar el tiempo sin abordar la urgente renovación de un sistema de financiación caducado e injusto. Y mucho antes, ya que durante décadas la derecha ha exhibido un anticatalanismo feroz, no solo en sus arranques más o menos pintorescos de boicot al cava catalán, sino como un factor ideológico subyacente al nacionalismo español.

Pretenden crear los independentistas catalanes una frontera, legal más que física, con el resto de territorios, algo realmente improbable, pero durante años la derecha valenciana ha levantado en el espacio simbólico una frontera dura y correosa frente a Catalunya alimentada de visceralidad y de prejuicios. Todavía hoy, los dirigentes del PP se niegan a aceptar que el valenciano es el nombre con el que conocemos la misma lengua que al norte de Vinaròs se llama catalán (algo, por otra parte, resuelto incluso por una institución oficial como la Acadèmia Valenciana de la Llengua).

Todavía estos secesionistas disparan sin complejos sus anatemas de traición, separatismo o pancatalanismo a quienes promueven el uso de la lengua propia desde el actual gobierno de la Generalitat Valenciana y presionan al mismo tiempo (con el inestimable estímulo de Ciudadanos) para que el Gobierno español recurra ante el Tribunal Constitucional las normas sobre plurilingüismo que promulga la nueva mayoría valencianista y de izquierdas. ¿Les suena?

Las apelaciones de la (extrema) derecha contra el “imperialismo catalán”, curiosamente, han encontrado en el estallido actual un desmentido elocuente, dado que los promotores más esquemáticos de la idea de Països Catalans han renunciado a cualquier consideración política seria de un proyecto que por otra parte carece de base en la opinión pública. Seguramente porque desde ese ámbito sería inviable levantar con éxito la bandera en un referéndum, ya que valencianos y baleares desmontarían cualquier posibilidad de salir de él con una mayoría independentista. Para quienes apostamos por lazos de convivencia culturales, económicos e identitarios, desde la autonomía de cada cual, entre los territorios que comparten lengua e historia debería quedar muy claro que Catalunya, el País Valenciano y Baleares solo pueden formar parte del mismo Estado dentro de España.

Es verdad que los elementos del viejo discurso demagógico y victimista, puestos en evidencia en toda su impostura por la ejecutoria depredadora y corrupta de los populares valencianos durante sus años de hegemonía política, han perdido vigencia, pero el PP no los ha desactivado. Sin duda debido a que están lejos de ser un elemento anecdótico en su discurso.

Coincide con la vorágine de Catalunya la celebración del 9 d'Octubre, día nacional valenciano. Y digo “nacional” con toda la legitimidad y el sustento legal porque el Estatut d'Autonomia proclama que la Comunidad Valenciana es una “nacionalidad histórica”. Una de las asignaturas pendientes en España es, por cierto, empezar a tomarse en serio los conceptos que, por convicción, oportunismo o reflejo surgido de aquel “café para todos” tan inconsistente, figuran en nuestras leyes. Todos los conceptos y preceptos, todos. No solo los que puedan aplicarse a Catalunya contra su intento de secesión. También, por ejemplo, los que establecen la promoción pública y la oficialidad de lenguas distintas del castellano, por más incomprensible que resulte a muchos en la España monolingüe.

Se conmemora el día 9 de octubre la entrada de Jaume I en 1238 en la ciudad de Valencia y la creación del Reino de Valencia. Los valencianos nos configuramos entonces como un pueblo dentro de la Corona de Aragón, un estado cuya estructura en forma de confederación resultaba bastante avanzada para su época. No se trata, por tanto, de un capricho folclórico, sino de una historia previa a que se configurara España. Una historia a la que catalanes y valencianos de uno u otro color pueden dar significados diversos, pero que, como digo, tiene un componente “nacional” reconocido en las leyes con mayor o menor énfasis.

El 9 d'Octubre llega con la paradoja de que, por primera vez en mucho tiempo hay un presidente valenciano, Ximo Puig, que ha desmontado las barreras mentales frente a Catalunya y ha normalizado las relaciones tanto tiempo bloqueadas, pero es allí desde donde se empeñan ahora en colocarlas. Y eso resulta dramático, aunque también sintomático de una ruptura difícil de suturar.

Con cerca de cuatro décadas de rodaje, ha llegado la España democrática a un punto en el que es evidente que la maquinaria del Estado autonómico reclama una puesta al día y la Constitución una significativa reforma. Pero el extremismo de los líderes nacionalistas catalanes lo puede hacer inviable. Y puede que no se haya llegado a este punto, al menos no únicamente, por la incompetencia de Mariano Rajoy al dejar pasar los meses y los años sin ofrecer una salida a un conflicto que iba in crescendo. ¿Quién sabe si no hay en el fondo una estrategia de resistencia de la derecha española ante una evolución de nuestra democracia que no le gusta nada?

El desafío catalán puede hacer, no solo que la derecha eche el freno a la recomendable evolución federal del sistema autonómico, sino que meta la marcha atrás. Y tal vez ese sea, en el fondo, el verdadero objetivo.

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