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Los Reyes Magos y los infiernos de Dante

Los Reyes Magos llegan a la capital grancanaria. (Alejandro Ramos).

José Manuel Rambla

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De entre todas las figuras villanas de la historia, los más pérfidos de todos los pérfidos, siempre serán los traidores. Tanta es la animadversión que despiertan que Dante no dudó en situarlos en la zona más profunda del noveno círculo del Infierno, la más alejada del Cielo, donde surgiendo de entre los hielos se nos representa la figura de Lucifer, el primer traidor de la historia. Allí, quien fuera el ángel más hermoso acabó, tras renegar de Dios, convertido en un ser monstruoso de tres rostros en cuyas bocas tritura a los mayores felones: Judas Iscariote, el traidor de Cristo, el Rey de Reyes, y Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino, los conjurados para dar muerte al gran emperador de todos los tiempos, Julio Cesar.

La lista de los traidores es, en cualquier caso, interminable. En ella encontramos desde Robert Ford, el amigo despiadado que asesinó por la espalda al mítico Jesse James, hasta la pobre Malinche a la que acusarían de propagar una maldición con sus caricias regaladas a Hernán Cortés. Listado que no ha cesado de incrementarse hasta formar una genealogía de la traición que llegaría hasta el mismísimo Darth Vader, cuya debilidad por el lado oscuro le llevó a traicionar el poder de la Fuerza.

En todos los casos, la reacción que nos provocan estos deleznables personajes es la misma: un insufrible desagrado, una repulsa comparable a la que nos producen esas sustancias viscosas, blandas y pegajosas. No es extraño que en Cuba se acuñara el término gusano para definir a los desertores de la revolución, aunque estos fueran no pocas veces más construcciones del propio régimen, que pérfidos y peligrosos.

Este repelente gusano de la traición no ha sido ajeno a estas tierras españolas. La rancia historiografía franquista se encargó incluso de encumbrar como villano por excelencia al pobre conde Don Julián, en cuya supuesta traición estaría el origen de la no menos supuesta tragedia de la llegada musulmana a la península. Exageraciones al margen, lo cierto es que la figura del traidor ha sido un recurrente recurso tanto para una izquierdona demasiado inclinada a tomar el Gulag como referente de análisis, como, sobre todo, para una derechona siempre dispuesta a que arda Troya si es preciso cada vez que se cuestiona alguno de sus pretendidos eternos valores, ya sea la unidad de España o la receta de la paella.

Pero la traición de las traiciones, como ya vimos en Dante y nos confirmaron Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, es y será siempre la traición al rey. Por eso no me ha sorprendido la polémica que estos días se ha desatado por la recepción del alcalde de Valencia, Joan Ribó, a las tres Magas de gener y la recuperada cabalgata infantil republicana. O la controversia que por las reinas magas anunciadas por la alcaldesa madrileña Manuela Carmena ante la mirada atónita de la gente de bien.

¡Anatema!, se oye por las esquinas. Y no es para menos. La reacción era totalmente previsible. Este país aguanta recortes, restricciones a las libertades, una sanidad y una educación pública en desguace, la enésima precarización laboral o hasta el cambio climático. Pero una traición a las tradiciones más sagradas, nunca. A menos que sea el Corte Inglés quien transforme el Día de Difuntos en Halloween para poder vender máscaras y calabazas, aunque eso, claro, es otra cosa.

En cualquier caso, resulta ingenua la inocencia de aquellos que se extrañan por este rasgar de vestiduras, como el protagonizado por Isabel Bonig, que tan impávida se mantuvo todos estos años mientras el PP dilapidaba el dinero público. “Pero nunca faltó para los Reyes Magos”, seguro que se apresuraría a corregir. Es cierto, ¡qué sería de nosotros sin Reyes Magos! La propia democracia que disfrutamos no deja de presentarse para la derecha como el regalo generoso que nos trajo Juan Carlos, el más mago de todos los reyes hasta que un elefante y una rubia se cruzaron en su camino.

Felipe VI, su sucesor hoy en el trono, sabe bien que los españoles no podemos vivir sin reyes magos. Por eso, no dudó en escenificar su discurso de Nochebuena como si fuera una genuina recepción de Gaspar, Melchor y Baltasar en la que cada ciudadano nos preparábamos para ser sentados sobre sus rodillas y recibir nuestro scalextric y nuestra Nancy, para el niño y la niña, no vayan a crearse traumas innecesarios, mientras los catalanes se resignaban al carbón por haber sido traviesos y desobedientes. Luego, finalizado el trabajo, el buen monarca montará a lomos de un simpático camello y cabalgará hasta los remotos reinos de Arabia. Hasta es posible que allí pase excitantes veladas en el desierto escuchando las historias que allí le cuente otro buen rey, amigo como pocos de las tradiciones y sabio en el difícil arte de cortar por lo sano todas las traiciones.

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