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La bala que no mató a Mamá Angélica

Mamá Angélica y sus compañeras, fundadoras de Anfasep, en los primeros días de reivindicación y de lucha. Todo un movimiento por la justicia y contra la impunidad creció a partir de su ejemplo. Foto: Anfasep.

Martín Cúneo / Emma Gascó

Ayacucho (Perú) —

Llegaron pasada la medianoche a su casa de adobe, en la periferia de Ayacucho, en Perú; aparcaron los vehículos fuera y entraron en los dormitorios a patada limpia. Angélica Mendoza de Ascarza fue a encender la luz, pero los militares no le dejaron. Cuando se quiso dar cuenta, estaban dándole una paliza a uno de sus hijos en el patio de la casa. “Me armé de valor y salí de mi dormitorio, me aferré a mi hijo, y los militares me golpearon y me lo quitaron”, cuenta todavía Mendoza, a la que todo el mundo conoce como Mamá Angélica. “Lo estamos llevando para interrogarlo, vengan mañana al cuartel”, le dijo uno de los hombres que detuvieron a Arquímedes, que entonces tenía veinte años y estaba a punto de entrar en la universidad. Era julio de 1983.

Ayacucho: estado de sitio

Como parte de la lucha contra el grupo guerrillero Sendero Luminoso, las Fuerzas Armadas habían asumido el control de Ayacucho un año antes. Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, las detenciones indebidas, la tortura y las desapariciones forzadas “adquirieron un carácter masivo”. El cuartel Los Cabitos, situado a las afueras de la ciudad, se había convertido en el principal centro clandestino de reclusión, tortura, ejecución extrajudicial y desaparición forzada de todo Perú.

Para los militares, las palabras campesino o indígena se convirtieron en sinónimos de senderista, de terrorista, de terruco. De las casi 70.000 personas que murieron en el conflicto armado interno (1980-2000), el 75% era quechuahablante –como Mamá Angélica– y el 30% de las muertes fueron responsabilidad directa del Ejército.

Al día siguiente de la detención de Arquímedes, Angélica Mendoza fue al cuartel Los Cabitos, donde negaron que su hijo hubiera sido detenido. Cuando fue a presentar la denuncia, coincidió allí con otras mujeres. Todas eran campesinas humildes y a todas les habían arrebatado a alguien, a unas un hijo, a otras un marido, a otras un padre. Angélica Mendoza iba al cuartel, a la iglesia, a la Fiscalía, caminaba con las otras mujeres por las calles de Ayacucho en señal de protesta. Nadie les daba ningún dato –al menos, ningún dato cierto– sobre el paradero de sus familiares.

Venciendo todos los estigmas que acumulaban en las espaldas, el de terrucas, el de mentirosas y el de “indias” que no hablan bien español, viajaron a Lima para presentar su denuncia ante el Gobierno central. Tenían muy pocos recursos y pasaron la noche en un parque. A la vuelta, crearon la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos en Zonas de Emergencia (Anfasep).

En 1985, las matanzas del Ejército y Sendero Luminoso –responsable del 46% de las muertes durante el conflicto– dejaron miles de huérfanos en Ayacucho, el departamento más afectado por el conflicto. Además de buscar a sus hijos y maridos desaparecidos, Mendoza y sus compañeras se encargaron de proteger y alimentar a muchos de esos niños, que llegaron a ser 350.

La alcaldesa de Ayacucho, Leonor Zamora, no se dejó intimidar por las Fuerzas Armadas y les facilitó un espacio para reunirse. Zamora, además, sacaba altavoces a la plaza para que las mujeres hicieran públicas sus denuncias.

Mamá Angélica no cesó de buscar a su hijo. Con sus compañeras Teodosia, Antonia y Adelina, se metía en los lugares más sórdidos de Ayacucho, en las quebradas donde de vez en cuando aparecían cadáveres y en los vertederos de la ciudad. En una ocasión encontraron más de veinte cuerpos, casi todos sin cabeza, en un botadero. Acudieron a la Fiscalía para que investigara y protegiera las pruebas. “Mañana, ahora no tenemos tiempo”, les dijeron. Al día siguiente los cuerpos no estaban. Ellas no pararon de buscar. Encontraban cadáveres en la tierra, con un tiro en la sien, a veces calcinados, a veces en estado de descomposición y devorados por los perros. Sobre ellas, los gallinazos (aves carroñeras) esperaban su turno. Los militares las amenazaban constantemente:

–¡Vieja de mierda! ¡Sal de ahí o te disparamos! –le gritó uno a Mamá Angélica. Un comandante se acercó y le pidió que se retirara. Los otros la amenazaban, le decían que la bala que la mataría valía más que su vida.

–¿Cuánto vale una bala? Te pago el precio de esa bala para que me mates, pero primero hazme ver a mi hijo y luego me iré feliz de este mundo –retó Mendoza a un soldado. Nadie disparó.

Mamá Angélica y sus compañeras de Anfasep fueron las primeras en hablar. En los siguientes años, todo un movimiento por la justicia y contra la impunidad creció a partir de su ejemplo. Un movimiento que en el año 2001 consiguió acabar con la ley de amnistía que impedía juzgar a las autoridades militares y políticas que ordenaron las masacres y las desapariciones. Y a lo largo de la década, consiguió condenas históricas, como la de Nicolás Hermoza Ríos, comandante general del Ejército, o la del mismísimo expresidente Alberto Fujimori, que en 1992 dio un autogolpe y continuó con la política de violación sistemática de los derechos humanos.

“En esa época pensábamos que en un país con las complejidades que tiene Perú iba a ser difícil que la justicia avanzara. Pero ahora que es posible hacer un balance en ese tema, el más difícil, el más conflictivo y el más crítico, es en el que más se ha avanzado”, sostiene Carlos Rivera, de la organización de derechos humanos Instituto de Defensa Legal (IDL), uno de los siete abogados que en 2009 consiguió una condena de 25 años para Fujimori.

Gracias a la constancia de Adelina García, Mamá Angélica y sus compañeras de Anfasep, el rosario de crímenes que rodea Los Cabitos también está siendo investigado. En 2011 se inició el juicio a siete militares, para los que la Fiscalía pide 30 años de prisión.

Hasta el momento, se han identificado los huesos de 109 personas detenidas y desaparecidas, pero se teme que sean muchas más. En el sector conocido como La Hoyada, que sirvió de campo de entrenamiento militar para Los Cabitos, hay un total de cincuenta fosas. Se han recuperado tantos restos que el Instituto de Medicina Legal de Ayacucho apenas tiene sitio donde guardarlos. Pese a las trabas y retrasos en el proceso legal, el juicio sigue adelante. Sin el trabajo que inició en 1983 Mamá Angélica hubiera sido imposible.

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