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Cuando el gigante se despierta

Miles de mineros celebran la renuncia del presidente boliviano en el centro de La Paz (2003). / Fotografía: Jorge Sáenz (AP)

Martín Cúneo / Emma Gascó

Casualidades de la historia, fue precisamente en El Alto (Bolivia) donde se instaló en 1781 el campamento de los indígenas sublevados contra la colonia, desde donde Tupaj Katari dirigió el asedio a La Paz. Desde el centro de la ciudad era posible ver, 400 metros más arriba, a los prisioneros españoles ahorcados en altísimas estructuras de madera.

Con la misma mezcla de temor y respeto han seguido alzando la vista los sucesivos ocupantes del Palacio Quemado, sede del Gobierno. El secreto de la fuerza de El Alto, hoy una ciudad de 1,2 millones de habitantes, reside en su tejido social, sobre todo en su movimiento vecinal. Cada zona, en ocasiones apenas una manzana, tiene un presidente elegido por una asamblea, que se reúne cada mes.

Cuando estalló la guerra del gas, en octubre de 2003, Mónica Apaza era secretaria de Juventudes de la Federación de Juntas Vecinales (Fejuve) de El Alto, la integrante más joven de toda la directiva. “Con el referente de octubre –dice– muchos de los gobiernos que han venido después ya ven El Alto como un gigante que puede levantarse y derrumbar gobiernos”.

“El gas es nuestro”

El desencadenante de la revuelta que tumbaría a Sánchez de Lozada fue el plan del Gobierno de exportar gas a EE UU a través de Chile, dos países, según el imaginario popular, enemigos de los intereses bolivianos. Mientras la inmensa mayoría de la población no tenía cubiertas sus necesidades básicas, tres multinacionales, una de ellas la española Repsol, se quedarían con el 82% de los beneficios de la operación.

Aunque las comunidades aimaras del Altiplano llevaban casi un mes bloqueando caminos, el principal impulso para destituir a Sánchez de Lozada provino de un paro indefinido decidido por la Fejuve de El Alto. La organización convocó a todos los presidentes de zona, en representación de cerca de 600 juntas vecinales, a una asamblea general. El 8 de octubre El Alto inició una vez más el cerco a La Paz. La guerra del gas había empezado.

A los pocos días, los bloqueos habían dejado sin gasolina los 58 surtidores de La Paz y El Alto. El problema del abastecimiento empezaba a preocupar también a los vecinos. “Era el tercer día y nosotros no sabíamos cómo iba a hacer la gente para comer”, recuerda Mónica Apaza. No tardaron en encontrar una salida. “Hablamos en los mercados y las caseras [vendedoras] iban a vender a las cuatro de la mañana y hasta las seis y media, cuando cerraban los mercados… Y otra vez a la movilización, todo el día. Al día siguiente, igual: abrían los mercados por la madrugada y los cerraban para las movilizaciones”.

Las mujeres no sólo eran las encargadas de gestionar las despensas y las ollas comunes que se montaban en plena calle con la comida que aportaban los vecinos. También eran mayoritarias en las protestas, señala Apaza. Cuando los presidentes de zona no llamaban a la movilización, “eran las mujeres las que se organizaban y convocaban”.

“Vamos a meter bala”

“Si quieren diálogo sobre el gas, habrá diálogo sobre el gas; si quieren guerra por el gas, habrá guerra por el gas, y vamos a meter bala”, dijo Sánchez de Lozada el 11 de octubre. Ese mismo día, con munición de guerra, el Ejército y la Policía disparaban contra los vecinos que bloqueaban el paso de los camiones cisterna que salían de la planta de gas de Senkata, en El Alto. Las primeras muertes generalizaron la rebelión.

Miles de alteños rodearon el convoy militar, que fue obligado a refugiarse en un cuartel de la zona. Los choques entre las fuerzas militares y los manifestantes se extendieron por todo El Alto y los barrios más elevados de La Paz. Los tanques ametrallaban a los manifestantes por las laderas. Los helicópteros y los francotiradores disparaban sobre los civiles…

Las muertes alimentaban la revuelta. Era un ejército contra cientos de miles de personas desarmadas. Al igual que la tropa de Tupaj Katari, los vecinos tenían palos, piedras, hondas, algún cóctel molotov y algunos “cachorros” de dinamita. Bien colocada, la carga permitió derribar tres de los seis puentes elevados que atraviesan la principal entrada a El Alto.

Los vecinos bloquearon las calles con autobuses, carrocerías viejas, piedras, maderas, incluso con gigantescos vagones de tren descarrilados. En las principales avenidas, inmensas zanjas cavadas en el asfalto y en la tierra hacían imposible el tránsito. 77 muertes y 400 heridos por las balas de la Policía y el Ejército hicieron que la demanda del gas pasara a un segundo plano. La primera demanda ya era innegociable: la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada.

“Nosotros somos la historia”

“Como un gigante que duerme en el momento en que lo despiertas, no descansa hasta que termina lo que ha empezado”, dice Mónica Apaza. Sánchez de Lozada hablaba de un proceso “sedicioso” financiado desde el exterior, encabezado por el entonces diputado Evo Morales y el líder campesino Felipe Quispe. Pero al cuarto día de movilizaciones ya ni la Fejuve dirigía a los manifestantes, señala Apaza.

“Después de las masacres, ya nos ha sobrepasado la misma base, la misma gente se empezó a organizar; ya no había una dirección”, prosigue Mónica, que se sumó como una más a los bloqueos. “Nuestra lucha ha sido desde abajo, no había alguien arriba. Éramos nosotros, todos nosotros movilizándonos”.

Recordar aquellos días sigue siendo doloroso para ella: “Me ha tocado llevar gente herida al hospital y que en mis manos se mueran muchas personas”. Las noticias y las imágenes de las masacres extendieron las protestas por todo el país. Los cocaleros, los indígenas del Altiplano, los mineros de Potosí y Oruro, dinamita en mano: todos se unían a los bloqueos y avanzaban hacia el Palacio Quemado.

El 16 de octubre, en una gigantesca manifestación, “todo El Alto bajó a La Paz”. Las huelgas de hambre se extendían a todos los rincones de Bolivia. La situación era insostenible para Sánchez de Lozada. La toma militar de El Alto había fracasado. El 17 de octubre de 2003, el presidente escapó en helicóptero. Después de unas breves escalas se instaló en Estados Unidos.

El profesor aimara Pablo Mamani llevaba tiempo viviendo en El Alto, pero confiesa que nunca había imaginado que sus habitantes fueran capaces de una resistencia semejante. “En esos momentos descubrimos que éramos sujetos históricos capaces de hacer más de lo que habíamos pensado. Y en ese momento descubrimos que la historia está aquí, que nosotros somos la historia, no ellos”.

Para Mónica Apaza, sin el levantamiento de octubre la historia del país hubiera sido muy distinta: “Las muertes, todo lo que hemos vivido, valió la pena. Estamos en un proceso que nunca se hubiera dado en Bolivia si no hubiera sido por esto”.

* Con la colaboración de Héctor Rojo Letón

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