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La peste

Modelos de propagación de falsas noticias

Alfredo Aranda Platero, maestro

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A mediados del siglo XIV, en pleno medievo, la peste negra diezmó a la mitad de la población europea. La picadura de las pulgas que se alojaban en las ratas fue la causante, el origen, de la epidemia. La enfermedad se extendió al mismo ritmo que las relaciones comerciales entre países, dado que las ratas viajan en los barcos junto con las mercancías transportadas.

La medicina de aquel entonces no pudo hacer nada y fue el confinamiento de los infectados lo que, al final, tras largo tiempo, consiguió controlar la epidemia.

Ahora, como entonces, el confinamiento es la única manera de controlar los contagios de la COVID-19 para que el sistema sanitario pueda, sin colapsar, controlar la crisis y reducir los contagios y, por tanto, los fallecimientos mientras se encuentra la vacuna que ponga fin a esta pesadilla. No tardarán en desvanecerse las tribulaciones que nos acongojan, pronto el virus quedará derrotado, exánime, y volveremos a la normalidad y a la certidumbre.

Después de más de un mes de aislamiento, perdida la noción del tiempo, todo parece ocurrir muy deprisa y, al mismo tiempo, se hacen eternos los días. Convivo con el espectro del coronavirus y no me puedo desprender del sentimiento de clandestinidad que me asalta cuando tengo que ausentarme de casa para el necesario abastecimiento de víveres. Sales, miras a un lado y a otro, como si el bicho te fuera a saltar encima en cualquier momento y tiras hacia adelante sigiloso, casi furtivo, intentando no hacer mucho ruido. Andas por las aceras arrimado al abrigo de las paredes como un animal sediento de protección.

El enemigo invisible emprendió su sórdido camino en Wuhan (en la provincia china de Hubei) a finales de diciembre de 2019, y después se extendió, como caudal desbocado, por Europa azotando severamente primero a Italia y después a España, mientras el afilado látigo de la alimaña depredadora ya rasga la carne de cada vez más países y amenaza con convertirse en un morador permanente entre nosotros.

Atónito me hallo, estremecido, por cómo acechan tras la pandemia las huestes de demagogos que envueltos tras la bruma que nos ciega lanzan sórdidos mensajes trufados de injurias, de mentiras y falsedades que, como una hélice enloquecida, tritura todo lo que toca. Las noticias falsas, los bulos o los delitos de odio envenenan a una parte de la población y contaminan la convivencia. Estas actividades perniciosas son altamente contagiosas y también matan, porque aunque no quiten la vida inducen a más de un incauto despistado a convertirse en un eslabón transmisor de la farsa; lo que constituye, en sí mismo, la muerte del espíritu crítico.

Adiestrados en el sórdido y ominoso mundo de la “fake news” determinados medios de comunicación, despojados del más básico código deontológico, aprovechan la crisis sanitaria y el miedo para enredar en su urdiembre al incauto que muerde el anzuelo de sus “noticias” diseñadas para un propósito que nada tiene que ver con lo periodístico.

Manadas de francotiradores se suman al escarnio, a la burla, a la ofensa, al insulto y a la mentira diseñada retuiteando, desde el salón de sus casas, las noticias falsas y participando en los insultos y en la demagogia como voceros de los que pretenden convertir la crisis sanitaria en un problema político con intenciones claras de desgastar a quien gobierna.

No demos pábulo a los profetas de lo oculto; aquellos que anuncian catástrofes bíblicas o conspiraciones mundiales; aquellos que se dedican a criticar, sin aportar nada, todo lo que las autoridades hacen para controlar la epidemia como si los responsables políticos, de uno u otro signo ideológico, tuvieran que ser unos expertos consumados en controlar pandemias sobrevenidas. Los gobiernos de todos los países han cometido errores en la contención de la epidemia, causados por tener que luchar contra un enemigo desconocido al que han tenido que ir decodificando sobre la marcha. La falta de recursos sanitarios (mascarillas, respiradores, plazas en UCI…), que ha sido uno de los problemas centrales, nacen de los recortes de la Sanidad Pública que determinados gobiernos, siguiendo sus preceptos ideológicos, llevaron a cabo sin ningún pudor.

Esta experiencia traumática nos ha enseñado a todos (los primeros que deben aprenderlo son los políticos) que la sanidad pública está por encima de ideologías, que no se toca, que no se maltrata, que no se ningunea, que no se recorta, que hay que dotarla de los recursos necesarios.

Los sanitarios se han convertido en lo que siempre fueron, indispensables; las fuerzas del orden, determinantes para controlar que se cumplen las normas del estado de alarma; los funcionarios docentes y, también, los de la Administración General han demostrado su compromiso férreo reinventándose a través del teletrabajo; pero no podemos olvidar a los agricultores, ganaderos, camioneros, reponedores, cobradores de caja de supermercados, etc.

Todos aquellos que están exponiendo su salud como un verdadero ejército que se enfrenta al virus enemigo sin dudarlo, y que han dado una lección de honradez, de fortaleza, de dignidad y de lealtad que deja en segundo plano a los que hacen política de baja estofa con la que, tanta veces, nos vemos obligados a convivir como si de un mal crónico se tratase y que tiene una difícil solución porque dicha conducta ideológica está inmersa, imbricada fatalmente, en el ADN heredado de aquellos que tuvieron a España sumergida en la oscuridad durante 40 años.

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