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Un viaje a las ruinas del Monasterio de Yuste

Imagen actual del Monasterio de Yuste, al que viajó el literato Pedro Antonio de Alarcón en 1873, cuando el monumento se encontraba en ruinas

Carlos González de Rivera / Efe

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Después de 24 horas de viaje en diligencia y a caballo desde Madrid, el escritor Pedro Antonio de Alarcón descubriría en 1873 la comarca cacereña de La Vera, a la que llamó “país de la fertilidad y de la incomunicación”, y se hallaría a solo legua y media de su destino, el Monasterio de Yuste, que se encontraba en ruinas.

Sin embargo, “la naturaleza se ha encargado de hermosear aquel teatro de la desolación”, escribiría Alarcón sobre los daños causados por los soldados franceses y las consecuencias de las políticas de desamortización.

El relato, que acaba de publicar la Editora Regional de Extremadura, con prólogo de la catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Extremadura María Isabel López, forma parte del libro “Viajes por España” de Alarcón (Guadix -Granada-, 1833).

Nombre importante en la narrativa española del siglo XIX, adscrito al realismo, aunque con una sombra romántica en sus temas, fue autor de novelas muy leídas en su época como “El sombrero de tres picos”.

En las primeras líneas del relato del viaje a Yuste el escritor propone al lector, si cuenta con “cuatro días y treinta duros de sobra”, disfrutar de los “múltiples goces” de una “exploración geográfico-pintoresca” y “excursión historial y artística” hasta el apartado enclave que el emperador Carlos V escogió para retirarse al final de sus días.

Una vez allí, con una prosa sencilla no exenta de fino humor, según señala a Efe la catedrática, describe el estado del Monasterio y narra la historia de su fundación, magnificencia y devastación, y los avatares cotidianos durante el año y medio que vivió allí. 

“Una antipatía que rayaba más en fastidio que en odio nos hacía evitar el paso por Cuacos”, admite el escritor, porque todavía los hijos del pueblo “se enorgullecen y ufanan de que sus mayores amargasen los últimos días del césar”, ya que se apoderaban de sus amadas vacas suizas o de las truchas que iban con destino a su mesa.

“Alguien extrañará que Carlos V no declarase la guerra a los habitantes de Cuacos pidiendo a su hijo Felipe II veinte arcabuceros que les ajustasen las cuentas... Pero, ¡ah!, el vencedor de Europa no había ido al convento en busca de guerra...”.

La ironía de Alarcón es “muy inteligente”, “no era un humor dañino”, según la catedrática, que dice que es un relato fácil de leer, pero “muy atractivo”, ya que conjuga el viaje pintoresco con el retazo histórico.

La literatura de viajes era muy importante en el siglo XIX, señala López, que advierte de que al escritor le sorprende, como sigue pasando todavía hoy por los tópicos, el encuentro con esa “naturaleza salvaje” y la riqueza patrimonial, aunque entonces estuviera destruida.

Alarcón aprovecha para recordar que unos meses antes sucumbió a la tentación de asistir a una de las exhibiciones de la momia del emperador en El Escorial.

“¡Parecía su estatua vaciada en bronce y roída por los siglos, como las que aparecen entre las cenizas de Pompeya!”.

Pero lo que “infundía pavor y asco”, sin embargo, “era aquel sacrílego recreo, era la risa imbécil o el estúpido comentario de tal o cual señorita o mancebo...” al pasar frente a ella.

Trae a colación estos recuerdos tras pisar el dormitorio donde expiró Carlos V.

Aquí destaca que la puerta que comunicaba con la iglesia se trazó oblicuamente para que, cuando los achaques le impedían levantarse del lecho, pudiese ver el altar mayor y oír misa.

Y también conectaba con la cocina, “digna del imperial glotón”, según Alarcón, que asegura que en su mesa no faltaban las ostras.

El viajero ensalza la figura del marqués de Mirabel, el propietario en esos momentos: “se ha consagrado con incesante afán, y a costa de grandes sacrificios, a salvar a Yuste de la total ruina que le amenazaba”.

Y comenta que nada más comprarlo mandó reparar las bóvedas ojivales de la iglesia gótica, que amenazaban con desplomarse, una obra que recayó en José Campal, “un humilde albañil de Jarandilla”.

“Se atrevió a acometer tan ardua empresa, y la llevó a feliz término, cuando maestros llevados de Madrid con tal propósito la habían considerado irrealizable”. 

El relato, que detalla los pormenores del viaje de Flandes a Laredo y de ahí a Yuste tras renunciar a la corona, es también una foto del estado de La Vera a finales del siglo XIX, a la que Alarcón llama “Alpujarra chica” por su abundancia de agua y sus sierras.

Además, el libro incluye dos apéndices -la visita de San Francisco de Borja a Carlos V, contada también por Alarcón, y un fragmento del viaje a Extremadura del francés Charles Davillier- para que el lector pueda contrastar sus visiones.

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