Indignación y olvido (Declaración Derechos Humanos)
Los fastos del año que acaba concernientes a la revolución rusa de 1917 han eclipsado otro centenario esencial para entender el amago de esa otra casi revolución, todavía hoy pendiente, que se produjo a partir del 15-M: el nacimiento en 1917 de Stéphane Hessel.
¿Quién se acuerda de Hessel, muerto hace cuatro años?
La publicación en 2011 de su panfleto en forma de pequeño libro Indignez-vous! -primero en Francia y luego en España traducido como ¡Indignaos!- dio nombre a todo un movimiento social y político en ambos países, un llamamiento a las generaciones más jóvenes a levantarse contra el poder de los mercados y la injerencia de las élites económicas en los asuntos de Estado, la plutocracia que nos asola, con el fin de revertir la deriva de este principio de siglo en el que, sin tapujos ya, bancos y empresas dictan el catecismo de la ambición mientras hacen de la crisis el abrevadero donde sacian su sed de codicia y explotación sin medida.
Nacido alemán y de ascendencia judía, Hessel adoptó la ciudadanía francesa en 1937, cuando tuvo que huir de la Alemania nazi. Participó durante la Segunda Guerra Mundial en la Resistencia francesa y, tras ser detenido por la Gestapo, pasó por los campos de concentración de Buchenwald y Mittelbau-Dora, a los que sobrevivió. A partir de la liberación entró a formar parte del cuerpo diplomático y se sumó a los equipos creados en la Organización de las Naciones Unidas. Durante toda su vida fue un firme defensor de las libertades públicas y un acérrimo opositor y crítico a la política genocida de Israel en Palestina.
La indignación de Stéphane Hessel parte de un sentimiento de coherencia sobre su experiencia vivida y su propia aportación a la reconstrucción de la paz global tras la Segunda Guerra Mundial a través de su labor en la ONU. Fue uno de los redactores del preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida en París en el Palacio de Chaillot, en la plaza del Trocadero. En ese preámbulo, cuya lectura casi siempre se obvia ante la urgencia por leer el artículo primero -el que dice que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, etcétera, etcétera-, se establece la rebelión contra la tiranía y la opresión como supremo recurso en tanto no se garantice la protección de los derechos humanos.
A esa redacción y al conjunto de la declaración aboga Hessel en su panfleto ¡Indignaos! con prólogo en su edición española de José Luis Sanpedro, también nacido en 1917. Hessel recuerda el programa establecido por el Consejo Nacional de la Resistencia francesa en 1943 para el gobierno de la Francia liberada: “una Seguridad Social que garantice a todos los ciudadanos los medios de subsistencia, en todos aquellos casos en los que no puedan procurárselos a través del trabajo; una jubilación que permita a los trabajadores finalizar sus días con dignidad; el retorno a la nación de los grandes medios de producción monopolizados, fruto del trabajo común, de las fuentes de energía, de las riquezas del subsuelo, de las compañías de seguros y de los grandes bancos; la instauración de una verdadera democracia económica y social, que implique la evicción de las grandes feudalidades económicas y financieras de la dirección de la economía; una organización racional de la economía que garantizase la subordinación de los intereses particulares al interés general; la libertad de prensa, su honor y su independencia con respecto al Estado, los poderes económicos o las influencias extranjeras; la posibilidad efectiva de que todos los niños se beneficien de la enseñanza más desarrollada, sin discriminación”.
Todas esas conquistas, que costaron vidas en los campos de concentración, en los campos de batalla y en las ciudades ocupadas y bombardeadas, ahora se están perdiendo.
Apenas siete u ocho países poderosos, considerados como “Comunidad Internacional” gobiernan política, económica, social, cultural y militarmente el planeta, integrado por 194 países soberanos reconocidos por la ONU y muchos otros pueblos oprimidos, no reconocidos, explotados y olvidados. La labor de Naciones Unidas, perpetuada en declaraciones y cumbres sobre el hambre, las guerras, la salud, el clima, se convierte en papel mojado cuando miramos el devenir del nuevo siglo. El reciente abandono por parte de Estados Unidos de acuerdos como el de París sobre el cambio climático o la mesa de trabajo sobre el pacto de la ONU para la protección de migrantes y refugiados (cuando acoge al 20% del flujo migratorio mundial: 50 millones de personas) no augura nada bueno. Por marcharse, Estados Unidos se ha marchado ya incluso de la Unesco, la organización de la ONU para la educación, la cultura y la ciencia, por la admisión en octubre de Palestina.
Hay motivos para indignarse y también hay motivos para tener miedo. La Declaración Universal de los Derechos Humanos cada vez tiene menos de universal y menos de derechos. Ahí está la vergonzosa actuación de los países que integran la Unión Europea con respecto a la población refugiada que huye de la guerra o del hambre. El intervencionismo militar y el saqueo económico mediante múltiples e imaginativas formas –acuerdos como el CETA, precariedad y explotación laboral, corrupción política y financiera, etc.- son las opciones que conforman este mundo de lo único posible en el que cada vez estamos más enganchados a pantallas y cachivaches electrónicos que nos convierten en espectadores pasivos y consentidores de la realidad.
Y es esto lo que da miedo, a pesar de lo que dice el preámbulo del olvidado Stéphane Hessel, donde se proclama que esta Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuya efeméride celebramos ahora, se elaboró para lograr el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos estén liberados del temor y la miseria. Esa debería ser, según lo escrito, la mayor aspiración de la ciudadanía.