Mandar callar
La democracia fue el hilo conductor del siglo XX. Desde su nacimiento oficial en los años 20 y 30 hasta nuestras democracias representativas, pasando por su lucha con los fascismos, se alzó como protagonista de encendidos debates para determinar su alcance. Sin embargo, poco a poco, perdió su sentido inicial de transversalidad y se conformó con transformarse en su propia caricatura. Ya no quedaban señores feudales ni un clero tan influyente como en otras épocas (fielmente sustituidos ambos por los lobbies empresariales) y confundimos democracia con que la hija de un fontanero de Triana pudiera ser presidenta de una Comunidad Autónoma y con que una periodista llegara a ser reina.
Mientras nos íbamos acomodando a este nuevo sistema —heredero distorsionado de la original idea de democracia—, el totalitarismo se hacía su hueco en el trastero de nuestra monarquía parlamentaria. No podía, evidentemente, presentarse en su dimensión macrosocial e imperativa, así que optó por dividirse y penetrar en todos los estratos sociales; llegó a cada casa, a cada asociación y a cada partido político, y se convirtió en eso que se ha dado en llamar microfascismo, micrototalitarismo o, de forma más coloquial, dictadura de salón.
La pobreza, la incertidumbre y las mayorías absolutas son sus mejores aliados, pero no los únicos. Así consigue sobrevivir en la democracia, en forma de delitos contra los sentimientos religiosos en el Código Penal, de «Ley mordaza», de disciplina de voto o de reformas exprés de la Constitución. Pero sin duda, el arte que mejor hemos desarrollado en este país es el de mandar callar democráticamente. Los medios, como en todo, dependen de las circunstancias; una sentencia del Tribunal Constitucional —muy oportuna siempre que el problema sea Cataluña— puede sustituirse por una manada de fieles que ataquen al rival cuando éste mete la pata en Twitter.
Sin embargo, aunque en apariencia sean muchas las variantes, detrás de cualquier forma de mandar callar está siempre el mismo sentimiento: el miedo. El miedo a que la Transición fracasara se tradujo en amnistía, el miedo a que se rompa un partido político ha conducido a una «decisión tomada por el Comité Federal que se deberá acatar» y el miedo a que el país siga más tiempo sin gobierno es la salvaguardia del liberalismo. El miedo legitima y justifica, pero para mandar callar tiene que plasmarse en leyes, estatutos y sentencias; este es el segundo paso. El tercero es creérselo, en eso estamos.
Las consecuencias de que el miedo impere en las situaciones de incertidumbre son demasiadas como para cuantificarlas aquí, pero hay una que destaca entre todas, la impunidad. La normalización de la corrupción y de la costumbre partidista de disculpar la corrupción propia criticando la del contrario se ha convertido en una enfermedad crónica, que se recrudece a medida que contagia las instituciones. Agradezcamos su contribución al PSOE, que con su decisión ha permitido que la corrupción respire el oxígeno de las Cortes. De su paquete roto de ideología queda muy poco después de dos elecciones e infinidad de cálculos electorales y políticos; y de las ideas que guardaba, quedará si acaso el inventario en algún programa electoral.
El ciudadano reflexivo que escucha con atención, aunque cada vez sea más difícil, a esos políticos que inundan todo el espacio público invocando a los votantes se queda cada día más huérfano de esperanza democrática. En tanto que cada día más personas aprenden cuáles son los medios lícitos para mandar callar, todos incardinados en el sistema democrático, desde los altos tribunales hasta las redes sociales; legales, dispuestos en reglamentos, suscritos por mandatarios o permitidos por los términos y condiciones del sitio web de turno.
El totalitarismo es tan indestructible como la energía, aguarda en lo más hondo de muchos de nosotros y poco a poco va saliendo del escondite al que lo enviaron tres guerras. Vuelve rejuvenecido, sutil, en forma de dimisiones en bloque y de grandes coaliciones, aunque lo evidente nunca deba nombrarse. Los que duden pueden prestar atención a su discurso porque no ha cambiado: viene hablando de España, con aires maquiavélicos para justificar los medios y, como siempre, lleva puesto el disfraz de la necesidad.
El nuestro es de nuevo un gobierno liberal, quizá amordazado, pero visible. En el asiento español de las cumbres internacionales se sentará la impunidad y la vergüenza. Mientras tanto, las izquierdas fingen desangrarse para salvar España o los ideales vírgenes que aún les quedan, cuando lo único que pretenden salvar es, dependiendo del caso, el partido, el puesto de trabajo o el orgullo.
El ciudadano de a pie conoce su lugar en el sistema: garantizar el trabajo de los profesionales de la política y acudir gritando o callando, igual da, al terrible espectáculo de la indecencia de un país, cuyos líderes son capaces de llevar al límite la democracia para justificar decisiones tomadas de antemano. De todo se puede prescindir cuando hay prisa, de primarias, de militancia, de referéndums; todo esto solo conviene para quedar bien al tomar decisiones intranscendentes.
Y, desde luego, esto es seguro: en algún momento, después de mucho tiempo callado, querrás hablar, y será en ese preciso instante cuando alguien se sacará un papel arrugado y amarillento del bolsillo que le dará el poder para callarte. Esa es nuestra farsa, libertad para el conjunto de los súbditos y censura legal para cada palabra que no conviene. Cuando obedecer a tu conciencia y ser congruente con tu compromiso electoral es sancionable en el seno de un partido político democrático, uno comprende que el totalitarismo ha ganado la partida, si nada lo impide, durante cuatro años más.