Carlos Ordóñez, 25 años después de triunfar como Prozack: “Mi nuevo disco es electrónica entre abstracción y emoción”

Daniel Salgado

5 de diciembre de 2025 22:04 h

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La primera de las 10 piezas de Un instante de naufragio (Ferror Records, 2025) se llama Programa de derribo y al fondo de un éter ambient late, oscuro, incluso tenebroso, el ritmo dislocado y lento de una caída. Es el pórtico del disco con el que Carlos Ordóñez (Burgos, 1972, vigués de adopción) regresa al formato larga duración 30 años después de irrumpir en la escena electrónica estatal con el techno rugoso de Prozack, un cuarto de siglo desde su disco final, Dispersión, y a más de veinte años de sus aventuras pop con Grado 33. “Es una colección de temas de música electrónica entre la abstracción y la emoción, que salen a luz desde un mundo interior turbio y revuelto”, lo define Ordóñez a elDiario.es, cuyo título es un verso de Emily Dickinson. Nunca antes había firmado un elepé con su propio nombre.

“Además de sugerente, resulta muy descriptivo del momento que estaba viviendo”, añade vía correo electrónico. La nota promocional entra en más detalle: Un instante de naufragio no orbita alrededor de ningún concepto pero en él hay ecos de dolor, enfermedad, pérdida y muerte. No solo. De sonido por momentos asfixiante, todos los cortes son instrumentales atravesados por escasas voces espectrales sampleadas, contiene también tramos menos tortuosos. Quizás esa diferencia estructura las dos caras del disco –un vinilo enfundado en diseño de Manuel Romero y pinturas de José Luis Seara–, al modo de dos álbumes clásicos, confiesa Ordóñez, el Low (1977) de David Bowie y el Closer (1980) de Joy Division. Referencias invernales y europeas, sin duda.

“Había piezas intrincadas, fruto de técnicas de composición poco ortodoxas que fui adoptando con el paso del tiempo”, explica, “y por otro lado, algunas más melódicas, más clásicas en términos de composición y sonido. También más emocionales y profundas”. Fueron a parar al lado B, para el que quiso reservar “una atmósfera especial”, títulos como Crepúsculo en Villa Lys, en el que resuena el kraut más espacial, Un canto sinusoide o Criaturas de amor celeste. “Se trata de música abstracta, sin textos ni mensajes, y como tal, abierta a múltiples interpretaciones”, dice en la nota promocional. Y, a la vez, densa, que soporta reiteradas escuchas con nuevos matices cada vez.

Un nacimiento complejo

Un instante de naufragio tardó en nacer. En una entrevista en la web La Fonoteca, Ordóñez recordaba los “innumerables atrasos y contratiempos” en la edición del trabajo. No culpa a nadie. “El problema principal es mi perfeccionismo patológico, mi incapacidad para ver una pieza completamente finalizada”, asegura. Lo ejemplifica con los dos meses que tardó en decidirse por algún título o la retirada de un single de las plataformas porque no le convencía un sámpler de apenas dos segundos. “Hubo momentos en los que casi abandono el proyecto y tiro la toalla”, confiesa. Si no lo hizo fue por la insistencia de Fernando Fernández Rego, fundador de Ferror Records. El fue quien tiró de Ordóñez para que se embarcase en la creación de un disco largo tras publicarle los EP con los que volvió tras 20 años de ausencia: Retortoiro (2021) y Un círculo helado (2022). “Yo no quería hacer un álbum, estaba muy cómodo con la publicación de EP, que suponen ciclos más cortos y mucho menos esfuerzo”, se resigna.

Esta “música electrónica de autor, arriesgada y experimental” –así la describe su discográfica–, confeccionada como un duelo y un alivio, bebió de aguas diversas. “No solo de la música electrónica. Tengo interés por las músicas de vanguardia, los sonidos concretos, el drone”, señala. Y su “diabólico algoritmo” de Spotify indica que la artista que más escuchó Ordóñez en los dos últimos años, enfrascado en Un instante de naufragio, fue Nico, la alemana que cantó en el debut de The Velvet Underground en 1967 y facturó en los 70 y 80 una serie de obras tensas y solemnes, aislacionistas y hermosas, que alcanzaron –suele afirmar la crítica– estatus de culto. “Es muy posible que, de algún modo, su tono dramático y fúnebre esté presente en mi álbum”, confirma. Más allá, sus obsesiones habituales: lo que considera romanticismo del sello inglés 4AD, el postpunk, el shoegaze (cuando el rock alternativo de los 80 creo su propia psicodelia a través de la distorsión atmosférica), el krautrock (la etiqueta que observadores ingleses colgaron al iconoclasta rock progresivo alemán de los 70), varias tendencias electrónicas.

Lejos de la pista de baile

El prolongado silencio discográfico de Ordóñez que ahora cesa implicó, entre otros cambios, su alejamiento de la pista de baile. Las sesiones de Prozack, el alias con el que sacudió el paisaje electrónico a mediados de los 90, era habitual de la mítica sala Vademecum de Vigo, templo del techno más exploratorio, menos previsible. Con todo, el último de los tres elepés de Prozack, Dispersión (2000), “ya se apartaba de ese mundo y se introducía en territorios no muy distantes de Un instante de naufragio. Siento la necesidad constante de hacer nuevas cosas, avanzar, investigar nuevos horizontes”. De hecho, ya lo hacía durante la etapa Prozack, que compatibilizó con el deep house de Gauss; con Radio, junto a los miembros de Silvania y también dirigido al baile; o con Grado 33, su propuesta más pop, afterpunk, autores de Ya se oculta el sol (2002). Después, silencio. “No me imagino hacer en la actualidad la misma música que en 1997”, dice, “lo que no significa que en el futuro no vuelva a hacer un trabajo más orientado a la pista”.

El largo paréntesis entre Grado 33 y el EP Retortoiro fue la consecuencia de un agotamiento, relata ahora con cierta perspectiva. “Pasé diez años en la escena underground de los 90. Viví el presente con intensidad, pero llegó la necesidad de un cambio radical”, dice. El año 2003 supuso un punto de inflexión: “De pronto, veía más emoción en la vida gris de un trabajo convencional que en las miserias del mundillo musical alternativo”. El Prozack que había asombrado con su trilogía de elepés –Ideology (1996), Tan lejos (1998) y el mencionado Dispersión–, un viaje por las aristas experimentales del techno, desapareció. De la escena, no de la música. “Mi pasión es la composición, para mí una especie de adicción. Las demás actividades asociadas a la producción musical –hacer contactos, promoción, ensayos, conciertos...– nunca me gustaron”, concluye.

Ordóñez reside ahora en las Canarias. Nunca pierde de vista su Galicia de origen, tampoco sus ángulos musicales. Ferror, el sello que lo ha devuelto a la luz pública, es ferrolano. “Hay mucha gente haciendo cosas, pero todos vamos por libre. No veo una escena como conjunto de propuestas con algo en común”, se explica, “las localizaciones geográficas de las escenas musicales son cosa del pasado”. Y aun así apunta a un paisano, Rubén Domínguez, el cerebro detrás de Pantis –electrónica de base analógica, fascinada por las derivas kraut–, como una de las pistas a seguir en su país: “Merecería mucho más reconocimiento y atención de los que recibe”. Un instante de naufragio opera en coordenadas de algún modo análogas, apartadas del canon central, sin miedo. “Un disco como nunca se había hecho en Galicia”, resume su editor.