Hablar con Deborah es escuchar una voz que no se quiebra, aunque por dentro aún tiemble. Sus ojos conservan la huella de lo vivido: dolor, miedo, cansancio. Pero también hay algo más, una serenidad trabajada a pulso, una dignidad que no se aprende en los libros. Deborah concede esta entrevista a elDiario.es semanas después de haber hablado ante jóvenes en Andratx en una jornada sobre feminismo y relaciones interpersonales. Allí relató, sin edulcorar nada, el infierno que atravesó durante cinco años. Lo hizo por las que pueden estar viviendo una situación similar y por las que ya no pueden hacerlo.
Cuando se concedió esta entrevista, Deborah, que lleva 25 años trabajando como celadora en la sanidad pública y tiene dos hijos, se encontraba de baja al estar pasando por un momento delicado de salud mental. Y es que, a pesar de que los hechos que narra ocurrieron años atrás, los latigazos, las consecuencias, seguían y siguen ahí: físicas, emocionales, psicológicas y económicas. “Después de mucho tiempo y de aguantar muchas cosas, ahora sale todo”, resume.
Para conceder la charla, Deborah pidió consejo a su psiquiatra y fue él quien la animó a hablar por las mujeres asesinadas, por las que no llegaron a contar su historia y no pudieron salir de ese infierno. “No hay que callarse”, repite, aunque el miedo todavía la acompañe cuando camina sola, entra en un parking o transita por lugares oscuros, espacios a los que accede con un spray de pimienta en la mano.
De galán a 'monstruo'
Deborah conoció a su expareja a finales de 2017. Al principio todo fue intensidad, detalles románticos, galantería, viajes, motos, una vida que parecía emocionante y dentro de los cánones de una pareja que se quiere y se respeta. Se casaron en agosto del año siguiente y la relación duró cinco años.
Todo arrancó con un tempo a medio gas. Y es que la violencia no llegó de golpe. Primero fue el control, las preguntas constantes, el reproche por quedar con amigas. Después, el aislamiento. Ahí, lo primero que hizo su expareja fue apartarla de su familia: la obligó a mandar un burofax a su madre diciéndole que no quería tener contacto con ella. Estuvo cinco años sin verla y sin comunicarse con ella. También la fue alejando de sus amistades, salvo algunas mujeres clave que nunca la soltaron de la mano: una amiga sanitaria que la sostuvo desde el principio y le aconsejó dejar de pagarle las cosas para ver cómo reaccionaba —“Ahí se volvió todavía más monstruo”— y una segunda que, más adelante limpió su nombre en el mundo de las motos tras contar la pesadilla vivida (explicó la realidad del asunto por si existía la posibilidad de que el agresor mintiera o explicara una tesitura falsa de lo acontecido).
“No era un monstruo, era un 'enfermo' [no se refiere a enfermo mental, sino a alguien malo, machista y maltratador]”, corrige sobre alguien al que, si no se consigue cambiar, “va a repetir el mismo patrón”, a la par que incide en la necesidad de formar sobre todo a las generaciones más jóvenes en cómo cuidar y respetar a la persona que tienes enfrente.
Lo primero que hizo su expareja fue apartarla de su familia: la obligó a mandar un burofax a su madre diciéndole que no quería tener contacto con ella. Estuvo cinco años sin verla y sin comunicarse con ella
La violencia fue múltiple y constante. Física, psicológica, económica y sexual. Él la manipulaba con frases aparentemente simples, pero devastadoras: “Si me quieres, harás esto por mí”; “si no me pagas los gastos, es que no me quieres”. Bajo ese chantaje emocional, Deborah aceptó pagar préstamos que no eran suyos, como el de una moto de alta gama que durante años siguió costeando, al igual que deudas sobre bienes que no llegó a disfrutar nunca. “La hostia que más duele es la que no se ve”, dice cuando habla de esa violencia silenciosa que va entrando poco a poco en tu vida hasta que consigue anularte.
Maltrato de toda índole
La violencia sexual también formó parte de la relación. Presiones constantes, prácticas que le causaban mucho dolor, frases como “mira al techo y aguanta, que para eso eres mi mujer”. O sentencias humillantes: “Esto te lo mereces porque no eres buena ama de casa”, “con ese cuerpo quién te va a querer” o “nadie te va a querer más que yo”. Un día llegó al cumpleaños de una amiga con el rostro totalmente desencajado. Minutos antes, el susodicho la había estampado contra un armario y le había dicho que se iba a buscar a otra mujer “que le diera lo que ella no le quería dar”. El maltratador, cual camaleón, jugaba sus cartas y esa violencia se iba intercalando con la parte dulce, con comportamientos 'normales' o amorosos y con, incluso, ejemplaridad en espacios públicos o cuando quedaban con amigos o familiares. Una moneda que en la sombra veía su peor cara.
La mujer sufrió presiones constantes, prácticas que le causaban mucho dolor, frases como “mira al techo y aguanta, que para eso eres mi mujer”. O sentencias humillantes: “Esto te lo mereces porque no eres buena ama de casa”, “con ese cuerpo quién te va a querer” o “nadie te va a querer más que yo”
En búsqueda de ayuda
Fue durante la pandemia cuando se agravó todo. Mientras ella trabajaba sin descanso en uno de los hospitales de referencia de Balears, él aprovechaba para humillar a uno de los hijos de la sanitaria, burlándose de él con frases crueles. Todo ello después de dárselas de buena persona tras haber dicho que se quedaba a vivir con ella y con su hijo “para protegerlos”.
Las consecuencias golpearon de lleno a los hijos. El mayor, que vivía con Deborah antes de que llegara el agresor, se vio obligado a marcharse de casa y a irse a vivir con su padre biológico por culpa del clima de violencia generado por aquel hombre. Otro de los hijos, el pequeño, que se quedó a vivir con ella para protegerla del abusador, llegó a tal nivel de desesperación que, en pleno invierno, salía a pasear al perro a propósito sin abrigo y se acercaba a las inmediaciones de una comisaría esperando que algún agente le preguntara qué hacía allí. Nadie lo hizo. El dolor siguió avanzando en silencio. El maltratador llegó incluso a echarle el pis del can en la cara al joven.
Deborah reconoce que llegó a desarrollar un auténtico síndrome de Estocolmo. Cuando acudió al Instituto Balear para la Salud Mental de la Infancia y la Adolescencia (IBSMIA), donde llegó tras un hecho muy grave en el seno doméstico, una trabajadora social le dijo que ella era una víctima, aunque Deborah no fue capaz de reconocerse como tal. De hecho, nunca llegó a denunciar; no porque no tuviera motivos, sino por miedo a represalias aún peores. Por eso insiste tanto en explicar que llamar al 016 no deja rastro en el registro de llamadas. “Eso es un verdadero hito”, dice, pensando en las mujeres que viven aterradas ante la posibilidad de que su agresor descubra que han pedido ayuda.
Cuando decidió separarse, en 2022, cinco años después de haber conocido al maltratador, la realidad fue brutal. En la cuenta bancaria contaba con cincuenta euros; la nevera, vacía, y los niños, destrozados. Ese día envió a sus hijos a comer a casa de su madre y empezó a hacer todas las guardias posibles para recomponerse económicamente, trabajando sin descanso. De lunes a viernes trabajaba en un centro de salud y los fines de semana se vio en la necesidad de trabajar en otro para poder subsistir y recuperarse del golpazo. “El valor humano de algunas profesionales y el contacto con los niños me salvaron. Me dieron mucho”, recuerda, mientras relata cómo el estrés acumulado pasó factura: problemas de tiroides, depresión y secuelas físicas graves derivadas de años de dolor y prácticas sexuales abusivas. “¿Qué te han hecho?”, le preguntaron los médicos, asustados.
Cuando decidió separarse, en 2022, cinco años después de haber conocido al maltratador, la realidad fue brutal. En la cuenta bancaria contaba con cincuenta euros; la nevera, vacía, y los niños, destrozados
De víctima a superviviente y de superviviente a transformadora
Hoy Deborah forma parte de Venus sense Cànon, un grupo de mujeres supervivientes de violencia de género nacido en 2018 tras un taller de arte impulsado por la Fundación IRES y el Casal Solleric. “Allí entendemos que el dolor compartido pesa menos y que juntas somos más fuertes”, explican desde el colectivo. Son mujeres que, tras acabar sus terapias, deciden no separarse. Siguen acompañándose, sosteniéndose, creando y transformando el dolor en palabra y acción.
Desde la Fundación IRES destacan que espacios como este permiten “pasar del silencio impuesto a la reconstrucción personal y colectiva”. El lema del grupo es claro: 'De víctima a superviviente y de superviviente a transformadora'. Así, Deborah alerta especialmente sobre la revictimización: “Me ha pasado, lo asumo, lo digo y trato de sacar algo positivo para cambiar el mundo con mi testimonio”.
Trabajar en el hospital la salvó. Y añade que tiene la suerte de desempeñar su labor en un entorno donde se siente protegida, querida y apoyada en todo momento, algo para ella “maravilloso y salvador”. En este sentido, agradece el respaldo de UGT, sindicato al que pertenece y que no le soltó la mano. “Creo en los sindicatos, hacen un trabajo maravilloso”, afirma. Gracias a ese apoyo institucional —al que ella se acogió como afiliada, pero que está disponible para cualquier víctima acreditada—, pudo acceder a medidas de protección laboral para evitar que su agresor pudiera seguirla. Consiguió la primera Comisión de Servicios —traslado de lugar de trabajo— concedida por violencia de género, pasando de trabajar de un centro de salud a hospital.
En algunos momentos de su vida, fuera de su labor profesional —ya que como celadora no tiene esa función—, Deborah ha podido ayudar a otras mujeres en situaciones muy vulnerables. No desde un rol sanitario específico, sino desde la escucha y la calidad humana. En algún caso, compartir su experiencia ha servido para que otras se abrieran. Denuncia que todavía hay entornos donde no siempre se cree a las mujeres más estigmatizadas y reconoce que, aunque la sanidad pública cuenta con grandes profesionales, falta tiempo y recursos para abordar una violencia que necesita profundidad y escucha.
El perdón como superación
Deborah, que sigue pagando hoy aquella boda motera celebrada por todo lo alto, ha perdonado para superar, aunque no olvida. Es creyente. Va a misa cada domingo porque le da paz. “No hay que odiar toda la vida”, dice. Perdona para poder avanzar, sin justificar jamás lo vivido. Ha rehecho su vida con una pareja nueva, “un ángel sin alas” que estuvo presente durante esta entrevista. Deborah y él se hicieron pareja de hecho y ese día, enmarcado para siempre, ella se vistió de lila, el mismo color del corazón que se tatuó al terminar su terapia.
En Andratx, tras compartir su experiencia en la charla organizada desde el área de sensibilización y prevención de las materias machistas de la Fundación IRES, encargada desde servicios sociales del municipio y donde participaron unos 300 jóvenes, varias niñas se acercaron a abrazarla. Cuando llegó al coche, rompió a llorar. Aquellas palabras abrieron otras historias, de chicos y chicas que empezaron a contar violencias vividas en sus casas. “Intentaron destrozarnos, pero no pudieron”, dice con un puño cerrado que destila fuerza y valentía.
Con todo, Deborah, sumamente agradecida a la dirección de enfermería del hospital en el que trabaja, cuenta ahora con una madre que se ha convertido en su mejor amiga, y no se cansa de repetir el mensaje: de la violencia de género se sale, pero hay que pedir ayuda. Y acaba animando a hablar a otras mujeres que estén pasando por una situación parecida a la suya. Puede ser este un primer paso.