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Donald Rumsfeld: el “pequeño cabrón despiadado” que nunca se arrepintió

Fotografía tomada en septiembre de 2019 del exsecretario de Defensa de Estados Unidos Donald Rumsfeld. EFE/Michael Reynolds/Archivo

Carlos Hernández-Echevarría

1 de julio de 2021 07:42 h

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Cuando hace medio siglo el presidente Nixon definió a su joven asesor Donald Rumsfeld como “un pequeño cabrón despiadado” no sabía hasta qué punto el tiempo iba a darle la razón. Rumsfeld, fallecido a los 88 años en la tranquilidad de su rancho de Nuevo México, ha sido el responsable de varios de los peores desastres y abusos de la historia de la política exterior de EEUU, cuando no su autor directo.

Aunque ocupó muchos despachos, en ninguno hizo tanto daño como cuando fue el secretario de Defensa del presidente George W. Bush entre 2001 y 2006. Su nombre estará para siempre unido a los engaños que justificaron la invasión de Irak y a la desastrosa ejecución de las ocupaciones de ese país y de Afganistán. También a todos los demás abusos que se cometieron con la excusa de la llamada “guerra contra el terror” que siguió a los atentados del 11-S.

Fue Rumsfeld quien autorizó las “comisiones militares” de la base estadounidense de Guantánamo, un eufemismo para juzgar a sospechosos de terrorismo en una especie de tierra de nadie donde no les aplicaban las garantías del sistema judicial estadounidense. También aprobó personalmente la mayoría de las “técnicas mejoradas de interrogación” que no eran otra cosa que torturas. En una anotación de su puño y letra al documento en que las autorizaba, su única pregunta era si alguna de las prácticas no se podía endurecer aún más.

Bajo su mando también se produjeron las torturas de la cárcel de Abu Ghraib en Bagdad, en las que militares estadounidenses se divertían fotografiando sus abusos a detenidos iraquíes. Rumsfeld dijo que se trataba de “un pequeño grupo de guardias que perdieron el control por la falta de supervisión” y le ofreció al presidente Bush su dimisión, pero éste le mantuvo en el cargo. Sólo le invitó a irse cuando el descontento con la ocupación llevó a los demócratas a arrasar en las elecciones legislativas en 2006.

Una vida en el poder y sin remordimientos

Esa dimisión puso fin a tres décadas en las que Rumsfeld se había movido cómodamente en el poder cada vez que los republicanos ocupaban la Casa Blanca. Tras ejecutar los recortes de Nixon a varias políticas sociales, el presidente Ford le nombró primero jefe de gabinete y luego secretario de Defensa. Tras un muy lucrativo paso por la industria farmacéutica, el presidente Reagan lo designó como su enviado para Oriente Próximo. Curiosamente durante este periodo el mismo Rumsfeld que acabaría derrocando a Saddam Husseín se hacía fotos con él y le vendía armas.

Si en los 70 Rumsfeld se había convertido en el secretario de Defensa más joven de la historia, cuando George W. Bush le llamó para volver al puesto en 2001 lo hizo como el mayor que nunca había ocupado el cargo. Y si su primer mandato lo había dedicado a grandes compras de armamento y a sabotear un acuerdo nuclear con la Unión Soviética, el segundo se vería marcado por las consecuencias de los atentados del 11-S.

La mañana del 11 de septiembre de 2001 Rumsfeld estaba trabajando en su despacho del Pentágono cuando los secuestradores de uno de los aviones lo estrellaron contra el edificio. Salió ileso y estuvo ayudando a los servicios de emergencia a atender a varios heridos, hasta que por la tarde se presentó ante la prensa a aclarar que “el gobierno de EEUU está funcionando a pesar de este terrible acto”. Durante los meses siguientes y en compañía del vicepresidente Dick Cheney, su valedor y antiguo subordinado, ideó una respuesta al 11-S que llevaría a EEUU no sólo al refugio de Al Qaeda en Afganistán, sino también a Irak. 

La invasión que planeó para derrocar a Saddam Husseín tardó apenas unas semanas en triunfar, pero no parece que Rumsfeld hubiera pensado demasiado en lo que vendría después de la victoria militar. Creía que dedicar demasiadas tropas a la pacificación de Irak sería contraproducente, pero la ausencia de autoridad llevó al país a una espiral de violencia que dejaría 4.400 militares estadounidenses muertos y un sinfín de civiles iraquíes más. 

Si Rumsfeld estaba arrepentido, nunca lo demostró. Años después seguía diciendo que el derrocamiento de Saddam Husseín había creado “un mundo más estable y más seguro”. Sí que lamentaba haberse “expresado mal” cuando declaró que EEUU tenía localizadas armas de destrucción masiva en lugares concretos de Irak, la principal justificación para la guerra que acabó demostrándose falsa. En realidad poco importa. Antes de la invasión ya decía: “porque no tengas pruebas de que algo existe no significa que tengas pruebas de que no existe”.

A diferencia de Robert McNamara, su antecesor que diseñó la guerra de Vietnam y se pasó la vida arrepintiéndose, Rumsfeld ha sido desafiante hasta el último día. No en vano dedicó sus últimos años a una fundación que lleva su apellido y que se dedica a “apoyar el crecimiento de sistemas políticos y económicos libres en otros países”. Una ironía digna de ese “pequeño cabrón despiadado” que admiraba Nixon.

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