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¿A quién le pertenece Marte?

Marte a la vista. Imagen tomada por la sonda Hope de los Emiratos Árabes Unidos.

Federico Kukso - elDiarioAR

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Nos fascina la desolación marciana. Como el mar, nos llama, nos invita: “Venid”, murmura. Cada imagen del planeta rojo que nos llega —después de atravesar una extensión inhóspita— está colmada por un silencio sepulcral lleno de misterio y preguntas aun sin respuestas.

En esa tangibilidad inaprensible, cada fotografía expone una quietud eterna. Ahí están, desperdigadas en aquel estéril y desolado paisaje, incontables rocas de todas las formas y tamaños, quietas, imperturbables, pacientemente moldeadas desde hace millones de años por el viento, por las tormentas de arena y la soledad persistente. 

Allí se encontraban cuando en su planeta vecino, la Tierra, los dinosaurios perecieron; cuando los primeros audaces Homo sapiens se aventuraron fuera de África; cuando se alzaron las pirámides en Egipto. Y allí estuvieron también hace un par de semanas al borde del cráter Jezero, en lo que alguna vez fue un lago, cuando desde el cielo color salmón un bólido “extramarciano” cayó con furia y luego con calma para interrumpir eones de abandono.

La llegada de la robot Perseverance —sí, es “ella”— nos conmovió emocionalmente con todos todos los ingredientes de un buen show: el drama inherente a cualquier aventura científica que tardó años en concretarse; el suspense (¿lo logrará o se estrellará como ocurrió con el robot europeo Schiaparelli en 2016?); la expectativa de la cuenta regresiva y el éxtasis final de la confirmación del descenso seguida por una lluvia de aplausos.  

Pero en especial atrajo la atención del mundo en estos tiempos convulsionados y extenuantes de pandemia porque presionó un nervio hace mucho descuidado: el de la exploración. Con cada robot que estampa su huella —y por extensión, la de la humanidad— en otro mundo, revive esa faceta dormida de nuestra especie. 

La llegada de la Perseverance —cuyo principal objetivo será encontrar signos de vida antigua— abre un nuevo capítulo en nuestra expansión por el vecindario solar. Junto a las sondas Hope (de los Emiratos Árabes Unidos) y Tianwen—1 (de China), la nueva misión de la NASA y las que se avecinan —como la ruso-europea ExoMars en 2022— marcan una nueva época con expediciones más ambiciosas, con nuevos actores pero también con nuevos conflictos políticos, legales, económicos y hasta culturales en el horizonte.

Bajo el signo de Marte

De un manera u otra, Marte siempre ha ejercido una gran influencia en la imaginación humana: hechizó a los antiguos romanos como dios de la guerra —aunque también de la fertilidad y la vegetación y como protector del ganado— o como dios del fuego y la destrucción para los babilonios. 

Aún hoy está presente en nuestros calendarios como mes (marzo) y como día (martes). Nos ha hipnotizado desde la ficción: ningún otro planeta ha sido más explorado por escritores como H.G. Wells, Edgar Rice Burroughs, Olaf Stapledon, Lao She, C.S. Lewis, Alexei N. Tolstoi, Frederick Pohl, Brian Aldiss, Ray Bradbury y más recientemente Kim Stanley Robinson. 

De hecho, este mundo más pequeño que la Tierra, con un año que se expande en 687 días y dos lunas —Fobos y Deimos— está en las raíces de la literatura fantástica argentina: en 1875, el naturalista Eduardo Ladislao Holmberg viajó al cuarto planeta del sistema solar en su novela corta El maravilloso viaje del señor Nic Nac a Marte. Allí el protagonista no se transporta a través de un cohete sino a través de un medio más ecológico: un viaje espiritual.

De una manera aun no del todo examinada, la ficción, como la ciencia, ha construido y construye a Marte. “La belleza de Marte existe en la mente humana”, escribe Robinson en Marte Rojo. “Somos nosotros quienes lo entendemos, y nosotros quienes le damos sentido. Todos nuestros siglos de mirar el cielo nocturno y observarlo vagar entre las estrellas. Todas esas noches de observarlo por los telescopios, mirando un disco diminuto tratando de ver canales en los cambios de albedo. Todas esas estúpidas novelas de ciencia ficción con sus monstruos, doncellas y civilizaciones agonizantes. Y todos los científicos que estudiaron los datos que nos hicieron llegar aquí. Eso es lo que hace que Marte sea hermoso. No el basalto y los óxidos.”

Solo esta preparación cultural conseguida a través de tantas novelas, series y películas nos permite soportar la verdad revelada misión tras misión desde que en 1976 las sondas gemelas Viking enviaron las primeras imágenes en color de la superficie: Marte —que hasta 1910, ayer prácticamente, se pensaba por observaciones erróneas que era cálido, húmedo y que se encontraba habitado— es en realidad un mundo frío, seco, hostil para la vida humana.

Con la misma edad que la Tierra, allí no fluyen ríos, lagos ni mares, aunque se sabe que hay mucha agua en forma congelada, en los polos y debajo del suelo en las latitudes altas. Las imágenes no lo transmiten: su superficie huele a huevos podridos debido a la presencia de azufre y hay un fuerte olor ácido y penetrante debido a la alta concentración dióxido de carbono en la atmósfera.

No fue siempre así. Los científicos sospechan que hace entre cuatro y tres mil millones de años este planeta ahora aparentemente muerto era mucho más cálido y húmedo de lo que es hoy. Tal vez estaba cubierto por océanos. Tal vez en ellos habitaba algún tipo de vida. Al físico británico Paul Davies la idea le vuela la cabeza: este investigador de la Universidad Estatal de Arizona especula que, tras ser eyectados de la superficie por impactos de meteoritos, microbios marcianos podrían haber atravesado el vacío interplanetario hasta llegar a la Tierra y dado inicio a nuestra historia. 

Solo esa hipótesis es suficiente para entusiasmar a cualquiera y para instalar a Marte en nuestra imaginación como nuestra próxima frontera, el lugar al que ir y donde concretar aquel deseo colonialista y de conquista con el que nos alimentó durante tantas décadas la literatura. 

Históricamente, las exploraciones geográficas y científicas han sido seguidas por la explotación comercial. De ahí que escritores como Brian Aldiss hayan advertido: “Marte debe convertirse en un protectorado de las Naciones Unidas y ser tratado como un 'planeta para la ciencia', al igual que la Antártida ha sido preservada, al menos en gran medida, como un desierto blanco, virgen”.

El nuevo salvaje oeste

De una u otra manera, los viajes espaciales siempre han sido incitados por impulsos adquisitivos: los gobiernos han buscado proyectar una imagen de la grandeza de un país al estampar una sonda, una bota o bandera en un cuerpo espacial y así restregarle al resto del mundo su superioridad científica y moral.  

Pero en las últimas décadas el nacionalismo dejó de ser el combustible exclusivo de la exploración de nuestro vecindario cósmico. El llamado “capitalismo espacial” ha emergido con figuras como los multimillonarios Jeff Bezos y Elon Musk.

Mientras Donald Trump impulsaba la militarización del espacio con la formación de la Fuerza Espacial de Estados Unidos, el fundador de Amazon y el director general de SpaceX dieron pasos agigantados para privatizar y colonizar el espacio. Sus visiones son ligeramente distintas: mientras que Bezos tiene más interés en construir colonias espaciales en órbita, el sudafricano apunta al planeta rojo.

En ambos casos, tras la cortina de humo de sus promesas y declaraciones tecnoutópicas que encienden la excitación de sus fans, estos dos personajes que bien podrían oficiar de villanos de James Bond buscan extender sus dominios por el cosmos más que conducir la exploración espacial en beneficio de toda la humanidad. Pretenden que sus corporaciones multinacionales se conviertan en corporaciones interespaciales.

En una conferencia en México en 2016, Musk proclamó que la especie humana estaba obligada a convertirse en una especie multiplanetaria al colonizar Marte y más allá o padecer la extinción. Por entonces, afirmó que comenzaría a enviar cohetes a Marte en 2018. Eso aún no sucedió. Mientras tanto, su empresa posee más de una cuarta parte de todos los satélites activos que orbitan la Tierra. También con sus cohetes Falcon 9 llevó humanos a la Estación Espacial Internacional y actualmente pone a prueba —no sin incidentes— un vehículo de lanzamiento reutilizable llamado simplemente Starship para la conquista marciana. 

Tal expansión no estará libre de fricciones internacionales. Se estima que la aceleración de la nueva era espacial con participantes tanto privados como estatales —Estados Unidos que busca recobrar la gloria perdida, la Unión Europea y Rusia que no quieren quedarse atrás, India y China que da pasos agigantados con misiones a la Luna y Marte y una estación espacial propia— eventualmente derivará en disputas como las que se sucedieron en el llamado “salvaje oeste” norteamericano con conflictos permanentes por la propiedad de tierras y por los derechos de su explotación comercial.  

El espacio en venta

El 15 de junio de 1936 un hombre llamado A. Dean Lindsay reclamó ante la oficina del notario público de Pittsburgh, Estados Unidos, la propiedad de todos los planetas, excepto de la Tierra, y los rebautizó el “archipiélago A. D. Lindsay”. 

No fue el único vivo: el abogado chileno Jenaro Gajardo Vera se proclamó dueño de la Luna en 1954. Y en 1997, tres yemeníes —Adam Ismail, Mustafa Khalil y Abdullah al—Umari— demandaron a la NASA por invadir Marte, territorio que, según indicaron, sus antepasados les habían legado hace 3.000 años.

Pese a estos reclamos, Marte, la Luna y demás cuerpos celestes en verdad no le pertenecen a nadie. Y a la vez, a todos. Cuando la Unión Soviética lanzó el primer satélite del mundo, el Sputnik, en 1957, reveló un vacío: un agujero en el derecho. La Guerra Fría de fondo y el temor de que Estados Unidos o los rusos intentaran colonizar el espacio donde instalar bases de armas nucleares alentaron a que las Naciones Unidas promulgase el llamado Tratado del Espacio Exterior en 1967. “El espacio ultraterrestre será libre para la exploración y uso de todos los Estados”, dice este convenio, que establece que todos los bienes raíces extraterrestres “pertenecen a toda la humanidad” y no pueden ser reclamados como territorio soberano por ningún estado—nación. El hecho de que Estados Unidos colocara su bandera en la Luna en 1969 no significa que el Mar de la Tranquilidad le pertenezca: fue un gesto más de arrogancia que de soberanía. 

Este tratado, que fue ratificado por 109 países, considera al espacio como aguas internacionales. Prohíbe a cualquier país reclamar como suyo un cráter, un asteroide, una luna. Sin embargo, no dice que la propiedad privada sea ilegal: uno puede aterrizar en Marte y establecer allí un asentamiento. Todas las cosas que los colonos espaciales llevaron les pertenecen, salvo la tierra en la que descendieron. 

Sin embargo, la realidad de la exploración espacial del siglo XXI es muy diferente de cuando se redactó este tratado. Hoy no se cree que dure mucho como marco legal sin ser disputado por los  nuevos zares espaciales. 

“La estructura de gobierno para las actividades espaciales está muy desactualizada y no refleja las realidades actuales en el espacio”, dice John Logsdon, fundador del Space Policy Institute de la Universidad George Washington. “No hay reglas. No hay régimen ni control, por ejemplo, del tráfico espacial. Es un entorno salvaje allí arriba”. 

De hecho, en octubre pasado, Elon Musk anunció que no reconocería la ley internacional en Marte donde planea crear una ciudad autosuficiente. En su lugar, la compañía espacial de Elon Musk se adherirá a un conjunto de “principios de autogobierno” que se definirán en el momento del asentamiento marciano.

La idea de la necesidad de un marco legal alternativo suena cada vez más fuerte. Así fue como, en el marco del inicio del programa Artemisa de la NASA —que planea llevar la primera mujer a la Luna en los próximos años—, la agencia espacial estadounidense presentó lo que llamó los “Acuerdos Artemisa”, un primer intento de organizar la exploración y explotación sostenida de nuestro satélite con fines comerciales.

Entres sus puntos incluye prestarse ayuda mutua en caso de emergencia; publicar los datos y hallazgos científicos que ahí se logren; proteger el patrimonio y lugares históricos en la Luna, como el lugar donde alunizó el Apolo 11; y hacer buen manejo de los desechos espaciales.

Edulcorado con palabras como “transparencia” y “ambiente seguro”, en realidad se trata de un documento que convalidad la privatización del espacio, una desregulación perseguida agresivamente por la administración Trump: el espacio ultraterrestre se está reconfigurando rápidamente como un bien privado o un espacio para la propiedad privada, en oposición a la idea prevalente de “bien común global”.

Por ejemplo, estos acuerdos indican que para evitar interferencias en las actividades lunares, se designarán “zonas seguras”. La agencia espacial rusa no está muy de acuerdo. “De esta iniciativa solo saldrá un nuevo Irak o Afganistán”, dijo Dmitry Rogozin, director de Roscosmos.

“Estamos viendo el surgimiento del capitalismo en el espacio”, indican los sociólogos noruegos Victor L. Shammas y Tomas B. Holen. “La producción de cohetes portadores, la colocación de satélites en órbita alrededor de la Tierra y la exploración, explotación o colonización del espacio exterior no serán obra de la humanidad como tal sino de empresarios capitalistas particulares que están forjando un nuevo régimen político—económico en el espacio, un posfordismo espacial destinado a maximizar las ganancias sin la interferencia de gobiernos. La famosa declaración de Neil Armstrong tendrá que ser reformulada: el espacio no será el lugar de 'un gran salto para la humanidad', sino un 'gran salto para la humanidad capitalista'”.

FK

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