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Nicaragua: dos países que no se tocan mas que cuando se matan

Managua, en una imagen reciente tras las protestas

Alberto Arce

Managua, Nicaragua —

Managua es una ciudad dolida. Atravesada por el resentimiento, el rencor y el miedo. Una ciudad de policías vigilantes en rotondas y esquinas y manifestantes progubernamentales, prepotentes y felices, anclados a sus banderas sandinistas y a los semáforos. Es también una sociedad silenciada, con medios de comunicación clausurados y rodeados por una policía y una milicia civil omnipresente –los motorizados- que tratan de imponer bocas cerradas a base de una presencia que no puede ser sino amenazadora, oscura, dictatorial.

Ese resentimiento, rencor, miedo y silencio grises, sucios y cargados que sobrevuelan Managua al terminar el año de las protestas más intensas y dramáticas que ha vivido el país desde la guerra revolucionaria y su continuación anti-imperialista se sienta a la mesa en la actitud de Ángel G, un joven de 26 años que camina por el mercado cargado con un mazo de tarjetas de recargas de celular. No ha participado nunca en una marcha ni en un tranque. Tampoco se ha metido en política.

“¿Periodistas extranjeros?”, pregunta. “Sí, claro, quiero hablar con ustedes”. Se quita la camiseta de la empresa, pide una cerveza y se sienta para compartir charla. No lo logra. No es capaz. Demasiada gente alrededor. Le tiene miedo a la camarera. “No me paguen la cerveza, sospecharían”. Peor aún. Le tiene miedo a los niños que venden cigarros sueltos. Le tiene miedo a la palabra. Le tiene miedo a la idea de que un “sapo” -un informante- “aquí todos nos conocemos” le reporte. A que informe a la jerarquía –un simple vecino- de que ha estado hablando de política con alguien.

El caso de Ángel se corresponde con la etapa de la represión que vive el país una vez apagadas las protestas en la calles y levantados los tranques de vías. Tras el uso de la fuerza bruta masiva y la eliminación selectiva de opositores, la fase más represiva, bien a través de asesinatos, bien a través de acusaciones de terrorismo que comienzan a traducirse en penas de cárcel de hasta medio siglo de duración, el gobierno pasó a una fase de represalias burocráticas. A los más de trescientos cadáveres sobre la piedra y los más de seiscientos cuerpos encerrados le siguieron los despidos y señalamientos. Quien habló y se significó ha perdido su trabajo, su carrera universitaria, su proyección, su vida. El número de exiliados, incierto, podría ascender solo en Costa Rica a decenas de miles de personas. El número de, sobre todo, jóvenes estudiantes que llevan semanas, meses, encerrados, asustados, en sus casas se cuenta también por miles. No contento con eso, el gobierno mantiene a quienes se quedaron bajo un manto de terror psicológico hormigonado. El de las miradas a los lados. El de la desconfianza del vecino, de cualquiera que pueda oír hablar, señalar.

En ese contexto Ángel saca fuerzas y arranca. Su versión de los hechos es simple. “Crecimos año tras año celebrando la revolución sandinista porque derrocó a un dictador. Nuestros padres vivieron la guerra y nosotros no, fuimos felices por eso. Siempre simpaticé con las victorias de Daniel ”. Hasta un día. Dice que fue una sola imagen la que le impulsó a cambiar de opinión. “Golpearon a los viejitos que protestaban porque se iba a recortar su jubilación. Y los policías que golpeaban eran tan pobres como los viejitos y tan pobres como yo. Eso me destrozó el corazón. Qué digo, eso me dio asco”. Hilar ese pensamiento le ha costado callar en seco varias veces. Las que alguien se ha acercado a la mesa a ofrecer algo, un cigarro, una artesanía, un ramo de flores de plástico, invocando al miedo.

Ángel no puede simpatizar más con un gobierno que ha reprimido como lo ha hecho. “La gente salió a protestar legítimamente y el gobierno mandó a militares y policías encapuchados a disparar a la cabeza de los chavalos”. Silencios y más silencios. Frases entrecortadas e inflexiones de voz que lo llevan a lo inaudible. “Yo nunca voy a participar en una marcha de protesta. Mi vida es el trabajo. Pero eso no significa que no tenga sentimientos. Este gobierno ha convertido Nicaragua en una dictadura, en el terror. El que habla pierde el trabajo. El que habla se va. Estamos rodeados de sapos lamebotas. ¿Sabe lo que es un lamebotas? El que por un peso va corriendo a la policía a denunciar a su vecino”. Ángel, que no odiaba, hoy odia. A la policía, al gobierno, a Daniel Ortega, a su esposa, al partido, a sus partidarios.

“Esto no va a acabar así”, sentencia antes de seguir hablando, ya de fútbol.

El taxista que recorre el mercado oriental de la capital en todas direcciones, también se queja. Da su nombre. Mario García. Siete años en el ejército. “Suficiente di ya de joven como para que nadie me venga exigir nada a mí”, se presenta. “Malo, malo, malo esto está malo”, repite las veces que haga falta, enfadado, preocupado. “Tres meses en casa sin trabajar porque miedo daba salir a la calle. ¿Y quien iba a agarrarle carreras a uno con todos los tiros que había?”, protesta. Dice que hasta el último Córdoba de los ahorros se le fueron ahí. Hoy no sabe lo que es llenar un depósito. “Lo que entra es lo que sale para la gasolina y poco más. La comida y ahí se acabó todo”. A ojo dice que ha perdido un 30 por ciento de los clientes. “Falta el trabajo. Muchos despidos, muchas gente en la casa que tiene que mirar lo que gasta. Lo que no sea para comer ya no se toca” y, continúa, “a las cinco esto muere aquí no se mueve nadie porque lo agarran a uno y no sabe uno donde aparece o si aparece”.

Es pesimista. “La matazón que se va a venir. Estos no quieren dejar el poder. Los otros quieren el poder. Hasta que se venga la matazón estos no paran. Deje que pase la navidad, ya verá como algo pasa porque hablar, no van a hablar entre ellos. Como no se voltee el ejército, esto va a seguir”.

Más dentro del mercado, aparecen los partidarios. De los de bandera del Frente Sandinista de Liberación en la manga del polo de la empresa de distribución de pollo. El discurso de Juan Caldera, de 43 años, empresario de posibles y fiel seguidor del gobierno, es conciliador. Dice. “Tiene que darse una salida dialogada a la situación”. Qué va a decir. Pero. “Ahora, el que se vaya a hacer algo como lo que hicieron tiene que pensarlo dos veces porque ya sabe que la ley se va a cumplir”. Los muertos son más de 300. “Sí”, dice. “Hicieron cosas dantescas”. ¿Los policías? “No. Los terroristas”.

A dos puestos de distancia, Denis Quezada, un joven vendedor de huevos, se declara sandinista también. Sus argumentos, pura enumeración de mochilas, clavos, chapas, láminas, bolsas, granos básicos o la bolsa de frijol en los que basa su fidelidad a una idea. La de la gratitud del que recibe. “Si echan a Daniel, se arma guerra. La peleo yo. Porque somos los pobres contra los ricos. Yo me lanzo a la guerra por Daniel”.

Cae la noche sobre Managua. En la librería Hispamer, una editorial invita a un vino y a la presentación del último libro de Gioconda Belli. Dice el presentador que se trata de un acto de resistencia libertaria que forma parte de la explosión de los últimos meses. Puro contraste acrítico con el aparcamiento, catálogo de SUV con chóferes. La plática, de dictadura fluida a dictadura fluida, sobre Luis Felipe de Orleans (del que explican que abdicó para no matar a más gente mientras jalean pagados por la referencia), bisabuelos conectados de Matagalpa a Jinotega o la diferencia entre Conde y Duque durante aquella cierta idea, curiosa, contextual, de igualdad francesa decimonónica. Las alusiones a la actualidad, continuas. Un aplauso del público puesto en pie a Vilma Núñez, la defensora de los derechos humanos cuya organización lleva una semana clausurada por decreto legislativo, poder omnímodo y prepotencia vengativa. Otro aplauso a la afirmación “Si nos caen aquí agarran a toda la intelectualidad nicaragüense” espetada, que es como decir pronunciada a boca llena, por el historiador local Eddy Kühl.

Y entonces, dos países. Que no se tocan mas que cuando se matan.

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