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DEPORTADOS DESDE EEUU

El regreso de los hijos de la guerra

Una niña camina junto a uno de los murales que recuerdan el conflicto armado interno de El Salvador en Carasque

Ximena Villagrán / Elsa Cabria / Oliver de Ros / Alberto Arce

El Intercambio —

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El bucle

Regresaron obligados a La Playa. Pero frente a la orilla, nunca hubo mar. Volvieron a sus casas, al sector junto a la rivera del río Gualsinga. Eran los hermanos mayores de dos familias vecinas. Nacidos durante la guerra de El Salvador, la paz les había obligado a migrar.

Ambos habían huido de la violencia de la pobreza. Y ambos, Aníbal Martínez, de acuosos ojos azules, y Víctor Galeas, de hierática mirada café, acabaron deportados. A principios de 2019, volvieron a ser vecinos de parcela con parcela. De nuevo en La Playa, un lugar montañoso lejos de cualquier océano de posibilidades.

Nacidos durante una guerra civil, para Aníbal y Víctor, sobrevivirla no era el final del camino. La paz tomó para ellos una forma violenta, de condena cíclica: la de una pobreza de la que huyen y a la que les regresan. Un agricultor o albañil gana como máximo seis dólares al día, cuando consigue trabajo. Es la realidad de muchos. Nueva Trinidad es también el municipio con la mayor tasa de retornados desde Estados Unidos en El Salvador, que es además, el país con la segunda tasa de homicidios más alta del mundo.

Como Guatemala y Honduras, sus vecinos en el Triángulo Norte de Centroamérica, El Salvador se vacía en desorden. Según datos del gobierno salvadoreño, un tercio de su población vive fuera del país. Un problema que comparte con el conjunto de una región que además se drena por el lado más joven y se queda sin futuro. Tan sólo en 2014, más de 40.000 menores de edad centroamericanos trataron de llegar a EEUU.

La dimensión de la crisis económica y de seguridad que asola Centroamérica y el número de migrantes que recibe Estados Unidos fueron la justificación del Gobierno de Barack Obama para impulsar ya en 2014 un plan de desarrollo económico para la crisis que vivía y aún vive la región.

Bajo el pomposo nombre de Plan Alianza Para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica (PAPTN) buscaba diferenciarse de los escasos resultados de planes anteriores como el Carsi o el Plan Mérida, más centrados en la seguridad ciudadana que en la economía. Éste sería más amplio, incluso transversal, trataría de desarrollar el talento humano y las actividades productivas. Los tres gobiernos pondrían dinero para el plan. Algo que nunca sucedió.

Entre 2016 y 2018, la Agencia Estadounidense para el Desarrollo (USAID) cumplió su parte del compromiso y envió a sus contratistas en El Salvador 204 millones de dólares, según cifras del Banco Interamericano para el Desarrollo (BID), para crear nuevos programas y dar continuidad a los que ya estaban en marcha.

En paralelo, el gobierno de El Salvador seleccionó 44 municipios en los que debía aumentar la inversión. Como criterio para seleccionarlos, las estadísticas de deportación y la tasa de homicidios. La presidencia del Gobierno etiquetó 593 proyectos con las siglas del PAPTN en los presupuestos de esos años. Y eso fue todo. El Salvador no aumentó su inversión. Estados Unidos tiró la toalla en septiembre de 2019.

Nueva Trinidad, el lugar donde viven Aníbal y Víctor tras su deportación, no recibió un sólo dólar de este plan que pueda evitar que ambos traten de huir de nuevo.

La de Aníbal y Víctor es una historia poco contada: la de los salvadoreños que no salen en la foto de la sangre, pero también viven con el miedo a la muerte. A otra muerte. La de los campesinos sin tierra que están siempre a un error, un huracán o una plaga de perderlo todo en esos caseríos aislados y remotos donde las vidas, de no buscar salidas lejanas, se apagan en silencio.

La Playa, el sector de la comunidad donde viven Aníbal, de 41 años, y Víctor, de 37, está en el sureste de Chalatenango, muy cerca de Honduras. Ambos son hijos de la guerra que peleó el país en la década de los 80. Niños de los combates y los desplazamientos forzados de población a lo más profundo de la montaña o al otro lado de la frontera. Aníbal perdió dos hermanos asesinados por el Ejército. Blanca, la madre de Víctor, sufrió dos abortos involuntarios mientras huía.

Ellos sobrevivieron. Solo para que los expulsara una batalla de posguerra. La de una carencia que soñaron superar. Tenían poco más de 20 años cuando viajaron por separado a Estados Unidos. No cumplieron sus sueños. Allí chocaron de nuevo con la misma violencia que se extendía por El Salvador de posguerra.

Aníbal lavó platos en Los Ángeles durante tres años antes de ser deportado. A finales de la década, volvió a irse a Denver. De nuevo en restaurantes. Siete años aguantó tras su segundo viaje fracasado al norte. Cuenta que no tuvo la culpa. Que fueron sus compañeros de piso. Que estaban borrachos, rompieron cristales y uno se desangró. Los vecinos llamaron a la Policía. Después de esa deportación, dice, se le quitaron las ganas de regresar.

Víctor fue ayudante de cocina durante doce años en Arlington, Virginia. De entonces le queda una cicatriz vertical que cruza su estómago. No puede hacer trabajos pesados. Es el resultado de una puñalada que le metió un hombre en 2018. Dice que no lo conocía de nada. “A vos te ando buscando”, recuerda que le dijo, en español. Su paso por el hospital, sospecha, alertó a Migración. No tenía documentos. Fue detenido mientras fumaba en la puerta del restaurante salvadoreño donde trabajaba.

Ambos coinciden en algo más. El pueblo, dicen los dos, sigue igual. La novedad es que ahora, al menos, se puede llegar. De regreso en casa, notaron que los caminos de tierra se habían convertido en vías asfaltadas. Por sus ríos, cascadas, cerros y por su patrimonio histórico. Nueva Trinidad forma parte de la oferta turística de un país que ejercita la memoria histórica. Que en vez de construir hoteles y restaurantes en los que emplear a las víctimas presentes, ha decidido tender carreteras para recordar a las pasadas.

El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), partido nacido de la guerrilla que gobierna desde hace treinta años en este pueblo, ha apostado por recordar la guerra desde el trazo infantil que dibuja las masacres o la huida forzosa. Como si pudiera olvidar. Nueva Trinidad vive alrededor de un árbol de copinol que recuerda la tragedia. La Guardia Nacional, dirigida por un sanguinario sargento León, colgaba a la gente de sus ramas y a nadie se le ha ocurrido cortarlo.

Enseña el árbol Miguel Ángel Vásquez, párroco de Nueva Trinidad y Arcatao desde 1986, antes de entrar a la iglesia. Cruza la puerta con vitrales de la Virgen María y deja a un lado un mural de un Jesucristo encadenado, que observa a tres militares apuntar a dos prisioneros con vendas en los ojos. Se sienta en una banca, recuerda y explica. Cuenta que, a diferencia de otros sacerdotes, él no se implicó con la guerrilla y que la repoblación de posguerra en este municipio de siete dispersos y boscosos cantones no fue fácil.

La historia de la migración contemporánea a Estados Unidos no aparece retratada en las épicas pinturas de las paredes de Nueva Trinidad.

Cada cantón funciona como un pueblo independiente. “La gente [de Carasque] tendría muchas razones para odiar o recordar negativamente la lucha de la guerrilla, sin embargo ven de otro modo lo que pasó. La gente fue haciendo suya la lucha”, dice el cura Vásquez al recordar que los muertos en el cantón donde viven Víctor Galeas y Aníbal Martínez, llegaron por los dos bandos.

—¿Cómo cambió Carasque después de la guerra?, le preguntamos a Blanca, la mamá de Víctor.

—Si esa guerra hubiera seguido, ya nos hubiéramos muerto mil veces. Cambió bastante, antes no había productores, como ahora, que dan estudios a los niños. Hubo muchas aflicciones. Pero hubo la ayuda [internacional], zapatos, cuadernos, uniformes. Agua no teníamos y ahora sí, aunque se pague un recibito.

Carasque cambió. Los murales en el cantón describen la fuerza de la comunidad, adquirida como método de supervivencia. Los estudiantes reciben el mensaje de paz y civismo, el consenso contra la minería o la búsqueda de igualdad entre niñas y niños. Los alumnos ahora sí llegan a bachillerato y son educados en su propia historia. Tienen más suerte y derechos que los hijos de la guerra, la generación de los deportados, que no tuvo oportunidad alguna y sufrió lo que ahora se recuerda.

Los hombres de la familia

En el sector La Playa, un caminito de cemento lleva a la casa celeste y a la abarrotería de Aníbal Martínez, construida con vigas de álamo, muy poco a poco, con las remesas. Sus quince famélicas vacas pastan a un costado de la casa. Años atrás derribó la vivienda de su madre y se construyó una propia, con un cuarto para ella. Tiene alergia al jocote (fruto parecido a la ciruela). Tanta que la tos le dificulta hablar. No tenía que haber comido la fruta, dice. Pero le gusta.

Este hombre alto y rubio se sienta en su porche con su hija pequeña sobre sus piernas. No deja de mover esas chanclas destruidas que calza. Se aferra a las pitas de plástico de la silla de playa para explicarse. Se siente incómodo. Tanto que pide cambiar su identidad. Recordar el hambre de la infancia le hace llorar. No pasó de séptimo grado. Tenía 14 años cuando murió su papá y tuvo que convertirse en agricultor a tiempo completo para ayudar a su familia.

—¿Qué vida dejabas aquí?, le preguntamos a Aníbal.

—Voy a decir la verdad, no me avergüenzo: yo me fui porque yo tenía mi madre, mi hermanita, mi sobrino [...] Namás alcanzaba para darles de comer, pero yo solo no podía. Trabajaba de aclarando a oscureciendo, a veces de noche, me iba para el pueblo a buscar trabajo [...] No era solo yo. Yo dije: 'Pa' quitarme la vida aquí trabajando, la aventuro, porque un día Dios me va a dar algo pa'comer'.

En la parcela de al lado, un portón metálico lleva a la casa de la mamá de Víctor Galeas. La vivienda es de adobe, piedra, plásticos y techo de lámina. El gruñido de dos cerdos y el cacareo de muchos pollos ponen sonido ambiente. Son de la mamá. Víctor carece de trabajo, tierras o animales. Desde que llegó, hace tres meses, trabaja cuando puede en la construcción.

En EEUU, Víctor ganaba 500 dólares semanales en el restaurante salvadoreño de Arlington. Cada mes, mandaba 400 a Nueva Trinidad. 200 para él y 200 para su madre. Ahora, gana entre seis y diez dólares por jornada de trabajo al sol. Víctor no se llama así. Pide cambiar su nombre, igual que su vecino. Tiene un lunar a la altura del labio y una mirada congelada en un rostro redondo. Apenas gesticula y economiza al máximo sus respuestas.

—¿Has pensado alguna vez qué podrías hacer aquí para prosperar?

—Pues 'namás' trabajar en la tierra.

—¿Ni soñando piensas en comprar tierra?

—Yo digo que no.

—¿Cuál era tu meta?

—Hacer la casa y venirme.

—¿Alguna vez mandaste dinero para tu casita?

—No, 'nomás' mandaba, pero como todas las enfermedades que hubieron, no se pudo.

Su madre, Blanca, le interrumpe muchas veces para hablar. De voz quejumbrosa y expresivos ojos café, dice que prefiere que esté con ella, en el pueblo. Pero siente culpa. Perdió la movilidad de su mano derecha. Una puñalada de pandillero. Víctor se quedó sin dinero por tres razones: por la puñalada de Blanca, por un cáncer fulminante que acabó con la vida de su cuñada y por la puñalada que le metieron a él.

—¿Dice que ahora ve a su hijo triste?

—Mi hijo se decepcionó. Tenía planes, tenía una novia de allá que quiere darle la mitad del dinero [para que regrese a EEUU]. Pero para que vaya a la cárcel, le digo que mejor no vaya.

Mientras su madre prepara un pollo con arroz, Víctor Galeas ni menciona a su novia. Solo habla de sus primos en Arlington, de su cuarto alquilado, del trabajo. Su madre dice que en la escuela solo llegó a sexto. Antes de irse al norte, fue cobrador en un bus para apoyar a sus papás y a sus seis hermanos. Rehuye la mirada con facilidad. Dice que siempre fue una persona seria. Pero desprende un halo de soledad cuando se le ve sentado en el porche de la casa de su hermana, en la misma parcela de su mamá. Tiene la mirada instalada en la misma vida que dejó doce años antes y a la que regresó con lo mismo que se llevó. Con nada.

Parte de su generación estudió en escuelas de alfabetización que la Iglesia creó aquí, en Chalatenango, durante la guerra. El salto fue mayúsculo cuando cada vez más jóvenes lograron llegar a noveno grado.

Entonces, mientras Galeas y Martínez estaban en EEUU, la Iglesia lanzó un programa de becas para la universidad. El padre Vásquez está muy orgulloso de los más de doscientos jóvenes que ya pasaron por el programa y de las tres casas que tienen en San Salvador y que ocupan como residencia. Dice, convencido, que los muchachos con posibilidad de estudiar no migran.

Juan Orellana, uno de los maestros de la escuela de Carasque, igual de orgulloso de sus alumnos y de la historia de su municipio, es más pesimista. Tras terminar su clase, los estudiantes salen a jugar al campo de fútbol que mira a los cerros. Orellana se sienta en las gradas. Pone en perspectiva a la juventud y opina: “Aunque terminen de estudiar, no encuentran trabajo. Migran muchos porque no ven opciones para quedarse”.

El sueño del consumismo

Al terminar la guerra, no hubo prosperidad económica en Nueva Trinidad. Teófilo Córdova, el alcalde del FMLN, acepta, casi treinta años después de los Acuerdos de Paz, que los vecinos de ese municipio de agricultores y ganaderos tienen pocas alternativas a la migración. “Ven, que la única manera de conseguir lo que necesitan es irse a Estados Unidos”.

La camisa morada del regidor hace juego con las paredes del salón de la alcaldía. Córdova, de cuerpo estrecho y largas uñas, calcula que el 75% de la economía local depende del gobierno central y municipal. Y el 25%, de la cooperación internacional. “Somos absolutamente dependientes”, admite el alcalde de un lugar donde el dinero para la prosperidad nunca llegó.

A veces, la alcaldía ofrece trabajo a los vecinos. Arreglo de carreteras o edificios. En época seca, después de las cosechas, hay más demanda de empleo. Tienen programas para apoyar a la producción agrícola, al medio ambiente, a las políticas de género. “Buscamos participación igualitaria, pero los materiales pesados los cargan hombres y las actividades más livianas, las mujeres”, dice Córdova.

La idea de colectividad es fuerte en el municipio. Desde los Acuerdos de Paz, Nueva Trinidad tiene un plan estratégico participativo. “Es el método para que la gente se sienta parte”, dice el regidor. En el centro, junto a la iglesia y la alcaldía, hay un comedor y una tienda comunitaria.

En Los Pozos –el cantón de donde es oriundo Córdova– hay una piscifactoría comunitaria, para producción de tilapia. En Carasque, uno de sus siete cantones, hay sastrería comunitaria, donde fabrican uniformes escolares.

La tradicional resistencia a separarse de las familias –muy unidas, casi fusionales– heredada de los tiempos de la guerra, cuando la unión hacía la fuerza, ya casi no existe. La idea de comunidad en Nueva Trinidad es sólida, pero la realidad económica se la está llevando por delante. Frente a la urgencia y la carestía, cuando se trata de migrar al norte, la necesidad del dólar norteamericano no genera oposición.

Mandarinas, palos de pepeto [fruta salvadoreña], jocotes, marañones [anacardo], naranjas, zapotes. Los recuerdos de infancia de Víctor Galeas y Aníbal Martínez son los de dos niños agricultores que jugaban a agarrar frutas de los árboles en un pueblo que siempre ha vivido del maíz, del frijol, del maicillo, y del ganado. El de Nueva Trinidad era y es un modelo de desarrollo seco, primario, falto de inversión y formación. Un sistema que no acaba de apostarle al giro hortifrutícola para repensar su limitada economía local.

Aníbal Martínez tiene la columna vertebral dañada. Hablarlo vuelve a partirle. Fue en Denver, un día de 2012. Mientras abría el refrigerador, sintió una descarga eléctrica sobre la espalda y se resquebrajó por el suelo de su apartamento compartido. Reconoció un dolor infantil, salvadoreño. Regresó al instante en que se cayó de un árbol de pepeto mientras jugaba.

Cuando se golpeó la frente tan duro que creyó que se le habían salido los ojos de las cuencas. Casi veinte años después de aquel primer golpe, sintió una puñalada. Era la memoria del cuerpo, los discos lesionándose. Pasó meses sin trabajar. Solo. El gasto médico lo enfocó rápido de vuelta al trabajo, los envíos de dinero, la casa y las primeras dos vacas que le compró a su actual pareja, una hondureña que conoció en Denver.

—¿Qué pasó tras la caída?

—No comprendes el daño que llevas por dentro hasta que el dolor se torna grave. Y yo creo que la mayoría que va a Estados Unidos, regresa mal.

—¿Por qué?

—Nos olvidamos de nosotros mismos para que a la familia no le falte nada.

Excelentísima presidenta

No todas las familias. Algunas se sacrifican juntas. Regresan juntas. Sea lo correcto o no.

Flor Pineda es la primera presidenta de la historia de El Salvador. Camina segura y sonriente hacia un atril, entre un público infantil. Es el Día Internacional de la Niña en 2018 y Pineda representa a la ONG Plan International. El ahora expresidente Salvador Sánchez Cerén le cede simbólicamente el puesto por un día. Flor reclama un mundo más justo para las niñas, con música heroica de fondo.

Y la excelentísima presidenta dice: “Las niñas y adolescentes somos vulnerables por nuestra condición de género a sufrir violencia sexual, uniones forzadas, embarazos tempranos y deserción escolar. Por eso, garantizar nuestros derechos como niñas tiene que ser una de las prioridades de todo gobierno”.

Ahora es abril de 2019 en el sector Los Pinedas, en Carasque. Las niñas como ella caminan por todas partes en su aldea. Mientras muestra orgullosa el vídeo, oscurece en la casa de sus padres. Flor es estudiosa y le emociona ser una joven lideresa en su cantón, dice mientras come paternas. Es el rostro de la campaña Niñas con igualdad.

Flor nació en EEUU, pero vive en Carasque hace siete años. Desde que Saúl, su papá, fue deportado. Su mamá, Vilma, decidió sacarla de la guardería para regresar con su marido.

—Me dice a veces: 'Mami, por qué nos vinimos'. Cuando empezaba la guardería, me decía: 'Por qué nos vamos'. Ese es el riesgo: que me reclame en un futuro por qué regresamos.

Se nota el orgullo de sus padres. La miran con la esperanza de que su vida sea mejor. Porque Vilma Cruz, de 39 años y Saúl Pineda, de 41, son también hijos de la guerra, de familias desplazadas de sus pueblos por la guerra a las montañas y por la penuria a Estados Unidos. Se hicieron pareja en Denver. Ambos se deslomaron a trabajar. Él, como camarero pluriempleado en dos restaurantes. Trabajó tanto que se volvió adicto a las bebidas energizantes. A veces se quedaba dormido en el baño del trabajo. Ella, además de la hostelería, sufrió en la limpieza y los cuidados. Acabó desempleada y se hizo deportar tras su marido: “No hallé valor para quedarme sola”.

Y los hijos de la guerra regresaron. Igual que hicieron sus vecinos Víctor y Aníbal, con quienes coincidieron en Denver.

Saúl, un hombre alto y flaco de nariz prominente y acento chicano, volvió con un insomnio que le costó curar. Vilma, una mujer oronda de ojos brillantes y pequeña nariz, regresó con la gran duda de si deberían de irse de nuevo: “Me encontré lo mismo, la misma gente, la misma pobreza, ningún desarrollo, fue un impacto grande”. Pero este matrimonio, a diferencia de muchos vecinos, prefirió estar de vuelta en Nueva Trinidad con sus dos hijas estadounidenses. Sin dinero, pero con tiempo para ellas.

Vilma cuida de sus vacas lecheras. Cuando aún no había migrado, tuvo que abandonar la carrera de Administración de Empresas porque no podía pagarla. Trabajó cuatro años en la alcaldía, pero tampoco logró mantenerse con eso. Saúl trabaja como taxista. Gana poco. Es el presidente de la directiva comunitaria, un empleo comprometido que implica estar pendiente de las necesidades la comunidad de Carasque y por el que no recibe salario.

Piensa mucho en EEUU: “Cuesta mucho volver a trabajar bajo el sol y no ver nada y tener aquel vicio del cheque quincenal”, dice risueño.

Hoy el afable Saúl tuvo el día muy ocupado porque le tocó acompañar al primer agachón comunitario. En El Salvador, un agachón es una venta de ropa de segunda mano. Agachón por agacharse a seleccionar la ropa amontonada en plásticos en el suelo. Vilma cree que le dedica demasiado tiempo para ser un empleo ad honorem. Pero ella es la primera que le apoya, porque ante un Estado que tardó años en estar presente, el trabajo comunitario fue definitivo en Nueva Trinidad. A su hija Flor, la niña que fue presidenta por un día del país que expulsó a sus papás, suele decirle: “Tu futuro está allá [EEUU] o acá; tenés que decidir dónde querés estar”.

Cuatro caballos pastan en la empedrada orilla del río Gualsinga. Los vecinos suelen acercarse a La Playa que ni es playa, ni tiene arena, horizonte ni mar. Buscan refrescarse de jornadas de calor irrespirable. Un día como tantos, Aníbal Martínez regresa de bañarse. Entra en su casa mojado. Como de mojado se fue dos veces antes de construir esa casa.

En Nueva Trinidad, el pasado y el presente de los vecinos se parecen demasiado. Le sucede a Víctor. A Aníbal. A Saúl. A Vilma. Aunque la paz ya dure 28 años, haya agua y electricidad, incluso opciones de educación para las nuevas generaciones, el camino de los hijos de la guerra de Carasque solo tiene dos sentidos: emigrar a Estados Unidos o de regreso a La Playa que nunca fue, es, ni será.

La duda pende sobre el futuro de los nietos de la guerra. Los niños que no vivieron las matanzas bélicas, pero crecen en un país con un conflicto que no cesa: el de la violencia pandillera y el del hambre.

La que fuera presidenta por un día de El Salvador, Flor Pineda, representa la paradoja. Esta pre adolescente nacida en Estados Unidos quiere una vida mejor para niñas como ella. Aún no piensa en irse. Aún.

*Este reportaje forma parte del proyecto periodístico 'Retorno' elaborado por la productora El Intercambio y financiado por Seattle International Foundation. Para verlo completo puedes ingresar a www.elintercamb.io/retorno. También puedes leer en eldiario.es la primera y la segunda entrega.primerasegunda

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