La caza de brujas de Erdoğan condena a muchas familias al miedo y el ostracismo
La vida de Ahmet y Fatma Özer, un matrimonio de profesores de Estambul, cambió de forma dramática el 1 de septiembre. Acusados de ser simpatizantes de Fethullah Gülen, ambos fueron despedidos. El mismo día, Ayse Yilmaz, una estudiante de Derecho, recibió un mensaje que decía que su padre, funcionario, había sido detenido por su supuesta implicación en terrorismo y conspiración golpista.
“Ese fue el día en que entramos en la lista negra”, recuerda Fatma. “El día en que nos borraron como ciudadanos”.
El Gobierno del AKP acusa a Gülen, un clérigo islámico que vive en EEUU, de organizar el sangriento golpe de Estado del 15 de julio. Sin embargo, la implicación de Gülen sigue sin estar clara. Todos los que han manifestado la menor simpatía por las ideas del clérigo o que tienen relación con sus negocios –que incluyen un banco, colegios y medios de comunicación– han descubierto que les acusan de conspiración golpista, como les ha ocurrido a las familias Özer y Yilmaz.
El presidente Recep Tayyip Erdoğan declaró el 20 de julio el estado de emergencia, que le permite a él y al Gobierno del AKP gobernar por decreto por encima del Parlamento. La represión contra los participantes en el golpe se ha convertido en una caza de brujas contra supuestos simpatizantes de Gülen, pero también contra izquierdistas, kurdos y cualquiera que critique al Gobierno.
Desde el intento de golpe, más de 125.000 personas han sido despedidas de sus empleos en la Administración y más de 45.000 están en prisión acusados de terrorismo, incluidos militares y policías, pero también un gran número de periodistas, profesores y funcionarios. Erdoğan ha prometido en repetidas ocasiones que eliminará a toda la red de Gülen y ha amenazado con reinstaurar la pena de muerte y “dejar que la gente se cobre la venganza”.
El presidente, que quiere convertir el sistema parlamentario en uno presidencial a través de un referéndum, está utilizando el intento de golpe como excusa para deshacerse de todos sus críticos.
“Muchas personas han sido despedidas, no porque se aprovecharan de sus puestos, sino por su oposición al AKP y Erdoğan”, dice Andrew Gardner, investigador de Amnistía Internacional para Turquía. “Si el Estado quiere presentar una acusación contra alguien, debe hacerlo a partir de pruebas concretas e individuales. Pero lo que estamos viendo son acusaciones genéricas contra gente que se ve incapaz de presentar un recurso”.
Ahmet Özer dice que eso es lo que ocurre. “No estoy seguro de qué me acusan”, dice. Ha dado clases durante más de una década. Ni él ni su mujer recibieron una notificación oficial, una justificación o la orden de un tribunal. Supieron de su despido a través de internet. “Nuestros nombres fueron publicados por el boletín oficial. Eso fue todo”, dice Özer.
Ambos habían recibido una suspensión en agosto. “No tenemos forma de defendernos, pero, como nuestros nombres aparecen relacionados con el terrorismo y la conspiración golpista, estamos en una lista negra”. Su mujer destaca que ellos se opusieron al golpe y que nunca han tenido ninguna actividad política.
La repentina falta de ingresos ha dejado a la familia en una situación límite. Como profesor particular, Ahmet era muy popular, pero los padres ya no permiten que sus hijos reciban clases de un “terrorista”. Otros tienen miedo de darle un empleo, no sea que los vean a ellos como simpatizantes. Ningún colegio le contratará. Ha buscado trabajo en fábricas y talleres textiles para ganar algo de dinero, hasta ahora sin suerte.
“Siempre me preguntan: '¿Por qué dejó su empleo de profesor?'”, explica. “Como mi nombre sale en una lista accesible a todos, no tiene sentido mentir. Hasta ahora, no he podido encontrar trabajo”.
Gardner destaca que ser despedido por decreto no sólo significa la pérdida del empleo, sino la posibilidad de trabajar. “A causa de los decretos, los policías despedidos tienen prohibido trabajar en una empresa de seguridad privada. Los jueces y fiscales destituidos tienen prohibido trabajar como abogados”. Las empresas tienen miedo de contratar a supuestos partidarios de Gülen.
En cierto sentido, los Özer tienen suerte. Sus padres han podido ayudarles económicamente, al menos durante un tiempo. Pero el dinero tampoco es seguro. “Es posible que el Gobierno se incaute de nuestros bienes en cualquier momento”, dice Ahmet. La pareja sólo usa dinero en efectivo. Tienen miedo de meter dinero en una cuenta bancaria, no sea que se la confisquen sin previo aviso. Eso es algo que ha ocurrido a otras personas, dicen. El sindicato de jueces y fiscales ha abierto una cuenta para recibir donaciones con destino a los miembros cuyos bienes y cuentas han sido requisados dejándoles sin nada. “Jueces que pasan hambre, imagínatelo”, susurra Fatma. “Pero eso ahora también una realidad en Turquía”.
Los despedidos o detenidos que han sido acusados de ser miembros de la red gulenista lo tienen difícil para conseguir un abogado. Muchos, incluidos los del turno de oficio, se niegan a aceptar sus casos, bien por un sentimiento de revancha o porque les parece demasiado peligroso defender a los enemigos del Gobierno en la actual situación.
Algunos han denunciado amenazas por asumir esos casos. Otros abogados que sí los aceptan trabajan a cambio de “honorarios astronómicos”, dice un activista de derechos humanos. La familia Özer no se puede permitir pagar eso. “Ahora hay un mercado negro jurídico”, dice Ahmet. “Esos abogados piden cientos de miles de liras. Es imposible para nosotros”.
El padre de Yilmaz lleva casi seis meses en prisión. No ha sido procesado. El sumario es secreto, según su abogado. “Le preguntan si vivía en una residencia gulenista para estudiantes en los años de universidad, si recibió una beca. El abogado no puede apelar contra un caso del que no recibe información”.
Lo peor para su padre, alguien con dos décadas de trabajo en la Administración, es no saber qué ha podido hacer para merecer estar en prisión. Bajo el estado de emergencia, los detenidos pueden estar cinco días sin tener derecho a hablar con un abogado, y los abogados no pueden hablar con sus clientes en privado. “Graban todas las conversaciones y las envían al fiscal”, explica Yilmaz. “Hay un guardia presente en todos los encuentros”.
Para Gardner, eso les niega el derecho a un juicio justo y hace que las víctimas no denuncien las torturas y malos tratos a sus abogados. Grupos de derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han documentado tales prácticas en las prisiones turcas.
“Cada vez que sale un nuevo decreto de emergencia, me da un ataque de pánico”, dice Fatma. “Cada vez que suena el timbre de la puerta, temo que sea la policía que viene a buscar a mi madre”. Yilmaz explica que toda su familia sabe que un testigo secreto afirma que su padre era gulenista. “Pero los fiscales dicen a los acusados que den nombres para poder salir de la cárcel. A mi padre le dijeron que no saldría hasta que no les diera algunos nombres. Las personas se convierten en confidentes para salvarse”.
Medios turcos han informado de casos de rivales empresariales, admiradores rechazados y cónyuges enfurecidos que denuncian a otros para vengarse.
Tres meses después de su despido, anularon el derecho a la Seguridad Social de los Özer, dejándoles sin cobertura sanitaria a ellos y a sus hijos. No tienen dinero para pagarse un médico privado. “La tensión de los últimos meses me ha afectado a la salud”, dice Fatma. “Pero sin seguro no puedo ir a un doctor”. La pareja no sabe cómo afectará la cancelación a sus pensiones. Ambos han trabajado y hecho aportaciones al fondo estatal durante más de una década. “Nadie nos da ninguna información”, dice Ahmet.
Yilmaz, que es una buena estudiante de Derecho, dice que su confianza en el sistema legal turco casi ha desaparecido. “Mis creencias e ideales se han acabado. Esto es un reino del miedo, no de la justicia”. Afirma que quiere irse al extranjero a trabajar. “No quiero servir a un país que trata así a sus ciudadanos”.
Los Özer creen que lo peor es la incertidumbre, no saber qué hicieron mal y por tanto cómo corregirlo. Familiares, amigos y vecinos les han dado la espalda. “Mucho peor que la falta de un trabajo e ingresos es el total aislamiento”, dice Fatma. “Solíamos tener visitas todo el tiempo. Ahora la gente nos ha abandonado o tienen demasiado miedo para llamarnos”. El matrimonio sacó a sus hijos de la escuela por miedo al trato que recibieran de profesores u otros alumnos.
“El Gobierno no nos trata como ciudadanos de este país”, dice Fatma. “Parece que quiere que sencillamente desaparezcamos. Siento como si me hubieran enterrado viva”.
Los nombres de las familias entrevistadas han sido cambiados para su protección.