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OPINIÓN

Quién puede convencer a Putin para que pare la guerra

El presidente ruso, Vladímir Putin, y su homólogo chino, Xi Jinping, el pasado 4 de febrero.
24 de febrero de 2022 23:17 h

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Toda Europa se despertó este jueves escuchando la noticia con horror. A veces la historia se niega a morir. Es espantoso contemplar el destino de 44 millones de ucranianos a merced de Rusia y de su enorme ejército. En efecto, las declaraciones de Vladímir Putin en las últimas 24 horas son tan salvajes y mendaces que parecen ser las de un dictador trastornado y fuera de control. Este es, precisamente, el peligro que preveían los teóricos de la estrategia en los albores de la era nuclear.

Desde la mañana de este jueves, la intención declarada de Putin es “desmilitarizar” Ucrania y afirmar la soberanía rusa de facto sobre el Donbás, al este del país. Esto último es sobre todo una exageración de lo que Rusia ha hecho de forma encubierta desde 2014. Lo primero es difícil de ver como otra cosa que una conquista formal. Ya no se trata de una disputa fronteriza o de un levantamiento separatista, sino del asalto concertado de una gran potencia a un vecino importante.

Los amigos y simpatizantes de Ucrania se han mostrado efusivos a la hora de ofrecer consuelo y “apoyo”. Desde 1989, Europa occidental ha estado ansiosa, quizás demasiado, de acoger en su seno a los países del antiguo bloque soviético. Muchos lo consideraban un error. Sin duda, ofrecer la pertenencia a la OTAN y a la UE hasta el límite de la frontera con Rusia exacerbaría el conocido sentimiento de inseguridad de este país, pero el riesgo fue asumido. A su vez, cualquier idea de incluir a Ucrania y Georgia en ese abrazo se consideró, con razón, un riesgo demasiado grande. Ahora Putin ha demostrado grotescamente ese riesgo.

El ataque de Rusia a Ucrania podría ser considerado una agresión tan escandalosa como para superar cualquier consideración de tratados y alianzas. Pero, aunque Occidente ha ofrecido a Kiev un decidido apoyo moral y, por supuesto, responderá con ayuda humanitaria, se ha mantenido firme en que no está obligado por la OTAN a luchar por su causa. Eso debe ser sensato. Pero en estos momentos hay que usar las palabras con cuidado.

El apoyo beligerante puede parecer incómodamente cercano a la hipocresía, como dicen los ucranianos. Occidente debe distinguir entre la condena rotunda a Rusia y la agresión verbal que complazca a la multitud. La realidad es sobria: que los ejércitos de la OTAN entren en guerra con Rusia en Ucrania supondría con toda seguridad un coste atroz en vidas y destrucción. También debemos recordar que Occidente y la OTAN tienen un espantoso historial reciente de intervenciones de ese tipo, y de incapacidad para juzgar su valor y para saber cuándo y cómo ponerles fin.

Ninguna guerra es igual a otra. Ucrania no es Cuba, ni Afganistán, ni Siria, así como tampoco Putin es un Hitler ni los habitantes de Kiev son nazis. Esta semana no he escuchado a ningún orador en el Parlamento británico aconsejar sobriedad o paz. La beligerancia ―incluso proviniendo de parte del líder laborista, Keir Starmer― no solo ha tenido las mejores apologías, sino las únicas. Infligir esa patética e ineficaz arma del intervencionismo moderno, las sanciones, no es dureza, sino todo lo contrario. Es una dureza fingida que no llega a ser realmente dura. Ese es el peligro. Cuanto más fuertes son las amenazas, más cobarde parece la negativa a luchar.

No se trata todavía de un momento crítico en las relaciones entre Rusia, o al menos su líder, y Occidente. Es crítico en las relaciones entre Rusia y una Ucrania con la que ha tenido una relación larga e históricamente turbulenta. Hay, o había, una salida: los acuerdos de Minsk entre Kiev y Moscú de 2015, que reconocía la autonomía de Donbás. El incumplimiento de Minsk por ambas partes es la causa del actual colapso, pero no puede convertirse en la causa de una conflagración europea más amplia.

Ahora se está hablando seriamente de cómo llegar a Putin, que berrea demente en su ciudadela aislada. Aparentemente no escucha a casi nadie, pero sí al presidente chino, Xi Jinping, y a un pequeño círculo de amigotes ricos. Es obsceno que la paz en Europa del Este dependa de esa gente. Pero hay que llegar a ellos. Ese es el verdadero fracaso de la diplomacia europea de los últimos 30 años.

Simon Jenkins es columnista de The Guardian.

Traducción de Julián Cnochaert.

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